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La poesía de Miguel Marcotrigiano es como el cristo negro de la página 24 que, a pesar de todo, destaca aunque no lo quiera en la infinita pared blanca que lo sostiene; esa pared que el poeta posiblemente ve todas las noches como un monstruo que lo acecha indetenible, tal vez acto poético, quizás la gran metáfora de su voz escondida. Y es que en Lo oculto (Pre-texto, 2023), eso es precisamente lo que prevalece, lo que no se ve. Por más que la voz poética insista parece que no logra alcanzarlo -o finge no alcanzar-, aquello por lo cual se entrega al acto reflexivo de lo intangible: chispazo del que, con necesario esfuerzo y esmero, salta la imagen, la metáfora que se eterniza desde la luminosidad efímera de un instante. 

El poeta, el canto que mana desde el ocultamiento, termina siendo “puro pensamiento” que es lo que debería ser, en principio, su esencia, a lo sumo reflexivo y vivir al margen de divismos. Intuir sus pasos a medida que fragua su obra, aunque aquí se fustigue a sí mismo diciendo “eres la línea que se tuerce/ por falta de guía…!” De una u otra manera, todo quehacer poético requiere de esa torcedura para que la palabra simple, plana, desabrida, en conjunción con sus pares logre el milagro del verso, de la poesía. No obstante, esto no le impide ser crítico, incluso lapidario, cuando en uno de sus tantos versos casi aforísticos, casi apotegma (aunque no tan feliz), señala: “Los falsos profetas son más comunes de lo que piensas/ abundan/ son legión”. Pero, ¿quiénes son esos falsarios?; ¿quiénes son esos que llaman la atención de la voz poética que desde Lo oculto reclama lo que resulta inaprensible? Creo que la respuesta es obvia para todo aquel que cree en la verdadera poesía: “no nos fiemos de los poetas/esos que juegan al creador”.

En Lo oculto el proceso de búsqueda, de eso que el poeta logra atrapar por ráfagas e instantes, produce dolor. Le hace ver que en esa brevedad es donde yace la médula, lo realmente sustantivo y digno de ser representado en el texto, aunque las palabras no sean del todo capaces de emular lo que pudo percibir en determinado momento, ese “algo” que tras un parpadeo desaparece. Recordemos que la palabra griega para designar el “dolor” es “álgos”, que podemos reconocer en muchas palabras en español si de farmacéutica se trata; pero lo que aquí nos importa es que “algo” está oculto en lo etéreo de la poesía y sólo a través del dolor (figurativo o no), o lo que hiere su proceso de búsqueda, es como se llega al poema: “Duele en la señal/ del sistema nervioso/ de que algo/ físico, mental/ o etéreo/ ya no ande bien… si la palabra no hiere/ si no tiene filo/ es inútil pronunciarla”.

Todo se trata de hallar lo poético, de hallar la poesía en lo común o en lo exuberante, da igual. Es cuestión de atención, incluso de sigilo, para poder atrapar en el aire el verso preciso, la imagen que sea capaz de trascender, aunque ello no sea importante ni necesario: “Tras el velo de las palabras/está la mirada/ que descubre lo irreconocible”. Y es que Lo oculto puede ser cualquier cosa: “Puedes intuirlo en un crujido/ de huesos o de madera/ en una visión fugaz de tus ojos cansados”. ¿Y no es allí precisamente, en lo efímero, en lo simple, en lo mínimo, donde nace la microscópica hecatombe de la poesía? Parece que sí pues la contundencia de un buen verso nace de la sencillez.

Miguel Marcotrigiano, además de poeta, ha sido profesor de literatura enfocando buena parte de su carrera en el área poética. Quién mejor que él, con su bagaje como docente y con una ingente cantidad de lecturas degustadas, meditadas y pensadas a través de los años —o precisamente por ello—  para atreverse a sugerir o a dar consejo sobre aquello que se transpira y se sufre durante la creación poética: “El primer paso para escribir tu libro/ es escarbar en el poema/ llegar al fondo/ descubrir la imagen primigenia”. El poeta interpela al lector para trasegar juntos las sombras, suerte de balsero, de Caronte, para navegar llevándolo de la mano hacia lo ignoto.  No obstante, hay que librarse de pasiones, deslastrarse de estas hasta llegar a lo cardinal aunque sea inasible: “No está en la pasión el epicentro del poema/ al contrario/ si se encuentra en algún lugar/ es en la virtud de lo nunca dicho/ lo impronunciable”.

Miguel Marcotrigiano

Entonces en Lo oculto hallamos una gran medianía, es decir, la intersección en donde quizás y con un poco de suerte se da el estallido poético. Es, digámoslo así, el punto en donde lo efímero ante la mirada del poeta trasciende hasta hacerse verso, poema: “Lo oculto es lo justo/ lo que se ve y lo que no/ lo captado y lo que no/ lo intuido y lo que no”. Parece entonces que el hecho poético y el poeta mismo viven en el resplandor, en ese rayo fugaz que es imagen, metáfora, todo. Pero atravesar aquello que se oculta, requiere también de un pivote, de algo a lo que el poeta pueda aferrarse para navegar sobre lo turbio, así que tanto la madre como el hermano en parte cumplen esa función, seres que ya no lo acompañan desde lo terrenal, pero que le dan la mano desde lo onírico y “dejan una marcada impresión/ cuando despiertas”. Como señala Alberto Hernández en el postfacio: “la poesía no admite definiciones. Es un escondite. Un laberinto de misterios”.

La poesía no puede ser ambidiestra, es o no es. Quizás es por ello que Miguel Marcotriano, quien se toma muy en serio la poesía, con el merecido respeto que merece el género, no sea tomado en cuenta o poco mencionado en la efervescencia de las redes sociales, porque además, y hay que decirlo, no forma parte de círculos o grupos literarios que se palmean y alaban entre ellos. En Lo oculto puede sentirse la resonancia que viene desde el libro La meditación (Ed. Lector Cómplice, 2017) ¿quizás cierre de éste?  Tendríamos que excavar mucho más en cada página, pues como dice el mismo poeta: “La verdad se ausenta del poema”.

 

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Jason Maldonado
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Licenciado en Letras y escritor.

Una vez al mes, procuraré compartir mis lecturas a través de esta columna. Y digo lecturas, no reseñas, para quitarle un tanto ese halo académico que pudiera tener en términos conceptuales. Pueden incluso tomarlas como sugerencias de libros por leer. Está a la vista el ritmo trepidante con el cual se está publicando hoy día (en físico y digital), y cierta brújula no viene mal, aunque en mi caso, no hay instrumento de navegación que valga, pues como lector soy bastante desordenado.

Así que aquí se conseguirán mis heterogéneos encuentros con los libros. Quiero dar el crédito a quien crédito merece, pues decidí llamar a esta humilde columna “El ojo del vientre”, título homónimo de la primera novela publicada por Numa Frías Mileo. El porqué es simplemente estético: suena bien y me gusta. El ojo lo ve todo y el vientre lo siente: lo bueno y lo malo.