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Hace años mientras estudiaba el Doctorado en Cs. Políticas de la UCV, me inscribí en una clase sobre civilidad, en la cual coincidí con compañeros que terminaron ocupando cargos importantes en las universidades o en la administración pública. La clase se encontraba a cargo de la Profesora Graciela Soriano, viuda de ese portento de nuestra vida intelectual que fue don Manuel García Pelayo. No tuve la suerte de conocer al viejo profesor, sin embargo, he leído extensamente su obra. Algunos de sus trabajos son sin duda memorables. Alguna vez escribí un artículo sobre su Teoría del Estado y participé, por algún tiempo, en la Junta Directiva de la Fundación que lleva su nombre. Coincidí en Madrid con la profesora Soriano y pude visitarla en la hermosa casa que compartieron en esa ciudad, llegando a conocer la biblioteca y sitio de trabajo de quien fuese el fundador del Instituto de Estudios Políticos y primer editor de la Revista Politeia, en algún tiempo una de las más importantes del país.
García Pelayo fue un valeroso combatiente republicano durante la guerra civil de su país, logró librarse del fusilamiento y salió al exilio, primero a Puerto Rico y luego a Venezuela, donde desarrolló la parte más importante de su inmensa obra intelectual, que en estos tiempos de barbarie yace bajo los escombros de nuestra ruina institucional y sobrevive por su valor intrínseco y al resguardo de sus discípulos. La Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, sometida como está a los males del abandono y del olvido, dejó pasar, de manera casi imperdonable, por debajo de la mesa la conmemoración de los cien años de su nacimiento.
Con La profa Soriano —nuestra querida chelita, como la suelen llamar los amigos— me une una profunda amistad y sincero afecto. Hace poco hablamos por teléfono, ella desde su retiro caraqueño y yo desde el exilio que las circunstancias me han impuesto. Es interesante como estos países fragmentados, invertebrados, diría Ortega y Gasset, terminan obligando a muchos de sus hijos a abandonarlos. Es claro que uno extraña a esa ciudad maravillosa que es Caracas, uno sueña, por decir lo menos, con la imagen maravillosa del Ávila majestuoso y con el parloteo de las guacamayas que llenan de colorido la ciudad. Atrás quedan afectos y amistades inolvidables, corazones conmovidos, distancias que con el paso de los años empiezan a hacerse insalvables y hermosos recuerdos de tiempos que parecían más felices.
Chelita hablaba mucho de nuestro desarrollo diacrónico y del personalismo político que caracterizaba la Venezuela que ella vivió en sus años de actividad pública. No solo puso el dedo en uno de nuestros males fundamentales, cuando nadie quería hablar de esos temas incómodos. Sino que es sobre todo meritorio que lo hiciera mucho antes de la calamidad que nos acontece. Pero la vejez llega, la juventud, a fin de cuentas, es un defecto que se nos quita con los años, y la vejez tiende a ser solitaria, sobre todo cuando los amigos empiezan a abandonarnos. Hace exactamente 16 años Chelita nos hizo el honor de visitarnos en nuestro apartamento de Bello Monte, justo cuando nació el hijo que tuve con quien fuera mi esposa. Le regaló un hermoso sonajero de plata que aún conservamos. La obra de la Profesora Soriano habla por sí misma. Siempre fue una gran lectora, que se encontraba bastante actualizada con la literatura y que tenía la generosidad de compartir con quienes fuimos más que sus alumnos, sus discípulos, muchos de nuestros docentes no lo hacían. En mi caso particular le reconozco ahora y públicamente el peso que junto a otros tuvo en mi formación.
En aquella clase leímos muchos textos, entre los cuales se coló, para sorpresa de muchos, el Manual de Carreño. A mí me parecía en aquel entonces una lectura menor (nunca me gustaron los manuales), un texto, digámoslo así, demodé, que respondía a los usos y costumbres de otro momento histórico. No pude entender en ese momento su profundidad. Alguien dijo alguna vez que todo texto es en realidad más de un texto y que, en consecuencia, hay muchas formas en las cuales se puede realizar su lectura. Hay, entonces, una lectura lineal en la cual se recogen las ideas que del propio texto afloran sin mucho esfuerzo. Pero hay, también, una lectura profunda que yace en los espacios más inaccesibles que cuesta trabajo reconocer, que nos obliga a darnos cabezazos a ver si es cierto aquello de que la “letra con sangre entra”, como decían los abuelos. Entiendo que Chelita, que no es ingenua, nos estaba proponiendo una lectura del segundo tipo. Esto es desguazar el texto intelectualmente para descubrir los secretos que esconde. La verdad lo comprendí mucho después. En el contexto de aquella clase el libro del Sr. Carreño no tuvo éxito. La compañera a quien le tocó exponer su contenido se limitó a la lectura descriptiva del mismo y terminó comentando las formas del trato, digamos más bien la corrección de las formas, lo procedimental, lo superfluo.
La importancia del Manual yace en otro lugar. Lo que se hace evidente cuando desde lo civil nos toca enfrentarnos al arribo de los bárbaros, sobre todo cuando la barbarie, como insinúa en una novela maravillosa el escritor surafricano y Premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee, la barbarie yace dentro de nuestra propia sociedad y siempre se encuentra al acecho (los bárbaros nunca llegan porque siempre han estado allí). Creo que doña Bárbara se pierde en un bongo en el Arauca, precisamente, porque en tanto que representación de esa barbarie que de alguna manera nos habita como sociedad, Gallegos no se atrevió a ponerle fin al personaje. Siempre tuvo claro, y el tiempo ha demostrado que tenía razón, que existía la posibilidad de que la barbarie saliese de su letargo, que doña Bárbara viniese de regreso para imponer su ley y extender los límites del miedo. Si la barbarie nos acompaña, como parece que lo hace, no tenemos más remedio que intentar domesticarla, lo que requiere valor cívico, honestidad y la voluntad de enfrentarse al mal en lugar de banalizarlo. A pesar de que siempre habrá más Mujiquitas que Santos Luzardos.
Así, Carreño, creo, intenta contarnos una historia diferente, que va más allá de los modos y las formalidades y que tiene que ver con la posibilidad de construir amistad cívica, espacios para el encuentro civil, para el respeto y para la bondad. Los países verdaderamente serios se construyen desde el reconocimiento respetuoso por las diferencias, del dolor ajeno, de la humanidad del otro. El insulto y la confrontación son actos de la barbarie que deshumanizan a los demás, que los colocan en la otredad, que lo silencian y lo desvalorizan. Nuestros tiempos están llenos de complejidad, son tiempos difíciles donde afloran las diferencias y los miedos. Creo que ante estas circunstancias es necesario cuestionar permanentemente nuestras razones y tratar de comprender las de los demás. Todo el mundo tiene o cree tener motivos para pensar o para actuar de una manera determinada, jugar a imponer nuestros propios criterios luce arriesgado; lo que corresponde a la vida cívica es intentar construir en común, superar las cosas que nos separan, tender puentes, a proporcionarnos un trato humano. Creo que, a eso, más que a cualquier otra cosa, se refería el viejo Carreño. ¡Gracias, Chelita!
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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