
Siendo muy joven me encontré con un viejo artículo de Arturo Uslar Pietri que movió en mí cierta fibra y me llenó de inquietud. El artículo está escrito con cierta amargura y alguna ingenuidad juvenil. A fin de cuentas, fue uno de los primeros trabajos que publicó quien, con el tiempo, se convirtiera en la representación más clara de nuestra consciencia colectiva y quien fuera protagonista de aquella maravilla que durante muchos años nos regaló la pantalla de Venezolana de Televisión —cuando aún valía la pena sintonizarla, me refiero, claro, a Valores Humanos—. Uslar refiere el caso de un conductor en aquella Caracas de principios del siglo, la misma de los techos rojos, las calles estrechas y las pequeñas casas taciturnas. Era una ciudad en la que el tiempo transcurría distinto, sin la velocidad acelerada que caracteriza la Caracas, siempre maravillosa, de nuestro tiempo. A la cual aún no habían llegado las Guacamayas que tiñen de colores su cielo humanizándola y que estaba marcada por los avatares del Gomecismo. El hombre de aquella historia tripulaba lo que sería, sin dudas, uno de los primeros vehículos que llegaron a aquella Venezuela semirrural que apenas se empezaba a aproximar a las dinámicas civilizatorias propias del siglo XX. Uno podría imaginarse aquel bólido transitando a lo largo de las callejuelas, entre los cocheros, las carretas y los peatones que miraban asombrados aquella maravilla del ingenio. El conductor sería seguramente algún dandi o alguien asociado al incipiente negocio petrolero. Muy poca gente podían permitirse en aquel entonces un vehículo de motor.

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El caso es que el automóvil, según relata el joven Uslar, perdió súbitamente los frenos, incrementando su velocidad y dificultando su manejo. El hombre, hecho un manojo de nervios y luego de haber perdido su sombrero de copa, el cual le fuera arrancado bruscamente por la brisa, en lugar de intentar maniobrar hasta detener el vehículo, decide saltar fuera del mismo y dejar que la máquina fuera de control se estrellase contra una pared al final de la calle que transitaba. Uno pudiera decir que aquel hombre anónimo no tenía otra opción, a fin de cuentas, intentó salvaguardar su vida. Pero es claro que una vez colocado frente al volante tenía ante sí una responsabilidad que lo trascendía y que tenía que ver con las consecuencias de sus acciones en tanto que conductor. Uslar Pietri señala que, efectivamente, lo que correspondía era intentar operar el auto para evitar causar daños a terceros. Por suerte nadie se cruzó con aquel armatoste desbocado, no hubo heridos, quizás solamente algún desmayo provocado por el susto de los transeúntes poco acostumbrados a los avatares de la velocidad y el descuido. El artículo concluye con una sentencia. Aquel joven estudiante que pronto emprendería un largo viaje por Europa que lo llevaría a escribir las Lanzas Coloradas, termina diciendo: ¡No somos serios!
La sentencia es terrible. Creo que Venezuela está marcada por una tradición de desidia y abandono que nos marca como sociedad. Siempre tuve la sensación de que Miranda había lanzado una maldición sobre nosotros en medio de aquel bochinche que lo llevó a morir en la Carraca y a enterrar sus viejas y múltiples glorias bajo un inmerecido cargo de traición. Arturo Michelena logra captar en un cuadro maravilloso la profunda frustración de aquel Miranda reflexivo que murió sin ver materializada la libertad del lugar que lo había visto nacer y que asumió como su patria antes de que existiera como Estado independiente. Nuestra vida republicana ha estado de alguna manera marcada por el bochinche. Ciertamente, somos un pueblo alegre y dicharachero al que le gusta la guachafita y el desorden. Basta ver las locuras carnestolendas, los excesos feriales o nuestra consuetudinaria falta de planificación para darnos cuenta de la liberalidad de nuestro espíritu colectivo. No solo nos gustan los artilugios y los juegos —Ulises se sentiría cómodo entre nosotros —, aunque echemos de menos los caballos de madera y la ingenuidad de Príamo; sino que además nos gusta hacer apuestas arriesgadas esperando que un golpe de dados nos devuelva a Rosalinda.
En nuestro caso no se trata de nada tan elaborado como cruzar el Rubicón, que también fue una apuesta. Tenemos la tendencia a dejar las cosas al azar, a la espera de que un golpe de dados nos permita salir del paso. Cuando no lo logramos, nuestra fértil imaginación nos ayuda a inventar las excusas más diversas e inverosímiles. Como si eso bastase para justificar nuestras taras y nuestras debilidades de carácter. Así hemos tenido presidentes engañados, políticos que no sabían lo que hacían, administradores que no se dieron cuenta, instituciones que se declaran incompetentes o que se hacen la vista gorda y que pretenden que cualquier crítica responde a una actitud malsana, a la envidia o al odio. Es la lógica del pisa pasito que se la pasa diciendo “yo no fui”, mientras señala con el dedo al vecino. En esto ni siquiera se salva la más antigua de nuestras instituciones republicanas, la más vieja del país. Hablo, por supuesto, de nuestra querida Universidad Central (UCV). Debo decir que no me gusta hacer leña del árbol caído y me desmarco de los idiotas que confunden la crítica con la maledicencia malintencionada o estúpida. Uno no puede hacer análisis político desde el odio. La UCV ha marcado al país desde sus inicios. En ella se han formado un número importante hombres y mujeres que han ayudado a construir el país que tenemos en lo malo y en lo bueno. Yo no creo en la crítica fácil que pretende destruir a la universidad. A pesar de la situación compleja de un país como el nuestro, la UCV ha supervivido a dos siglos de locura. La institución siempre se ha recuperado para volver por sus fueros. Hay que entender que, a pesar de sus muchos problemas, la universidad siempre ha logrado sobreponerse. No se puede pretender cancelar la institución suponiendo que todo allí es mediocre, eso es poco menos que mezquino e incorrecto.
Ahora bien, tampoco se trata de tapar el sol con un dedo. No es posible que una institución republicana haya tenido unas autoridades que no han sido renovadas desde hace casi 15 años, cometa errores infantiles. La permanencia excesiva en los cargos es uno de ellos, pervierte la lógica de la renovación, evita el cambio generacional. ¿Nos hemos dado cuenta de que la mayoría de los candidatos a rector son profesores jubilados? En todo caso, que hayamos tenido a las mismas autoridades, por las razones que sean, durante tanto tiempo es poco menos que problemático. Luego de algunos años la gente se mimetiza con el cargo y empieza a creerse imprescindible y a cometer errores por hastío, se producen ciertas patologías que los llevan a creer que están llamados a salvar la institución de las manos de los enemigos, como si una institución de 300 años no tuviese capacidad suficiente como para salvarse a sí misma de los embates del tiempo, la infamia y el horror. “Venceréis, pero no convenceréis”, sentenciaba en Salamanca, Miguel de Unamuno, ante las huestes fascistas que en 1936 tomaban aquella Universidad. Cayó el fascismo y la universidad supervive junto al espíritu del Escritor. De igual manera entre nosotros sobrevivirá el espíritu de Vargas a estos tiempos oscuros. Las instituciones sólidas suelen tener la capacidad para reinventarse aún en las circunstancias más adversas.
Lo que sí resulta imperdonable es el drama que significó el intento de proceso electoral que se llevó a cabo el 26 de mayo y las contradicciones correspondientes. Ante una población que se dirigió a la universidad para ejercer su derecho a elegir nuevas autoridades, la Comisión Electoral se mostró incapaz. Incapaz de organizar el proceso, de garantizar la logística, de salvaguardar el derecho de los votantes. Yo creo que no es suficiente con poner el cargo a la orden, la Comisión debió dar el ejemplo y renunciar en pleno. A mí me asombra además esa capacidad tan nuestra de correr el bulto, de evitar las culpas, de justificar lo injustificable. El presidente de la Comisión Electoral terminó declarando que las condiciones de trabajo no eran las mejores, que el personal era insuficiente, que no tenían recursos, que el sitio donde estaban resguardadas las planillas se mojaba porque tenía filtraciones y yo creo que lo decía con sinceridad, convencido de que eso explicaba el desastre, lavarse las manos y correr la arruga. Peor aún es, sin embargo, la respuesta de la rectora, quien terminó diciendo que el hecho le parecía horrible, pero que ella no tenía responsabilidad, olvidando que ella es la autoridad y que le correspondía, como mínimo, garantizar que la Comisión Electoral trabajase en condiciones óptimas. Se corre la arruga para que no haya culpables, para que las responsabilidades se diluyan en el océano del desinterés, la desidia y el olvido, se guarda silencio ante lo obvio esperando que todo se disipe. El asunto, claro, no se resuelve con un escueto comunicado que dice menos de lo que debe, ni con el informe que la Comisión hizo público pocos días después. De hecho, ese informe que es suscrito por el profesor Carlos Martin al frente de la Comisión Electoral es de una estupidez insuperable. ¿Pueden ser tan descaradamente irresponsables? Al final no somos serios, tal y como sentenciaba nuestro intelectual más importante del siglo pasado.

Los romanos, que, si lo eran, exigían de sus ciudadanos el cumplimiento cabal de sus responsabilidades públicas o el castigo correspondiente, a sabiendas de que lo público trasciende lo privado, porque es la garantía de que lo público funcione; lo único que puede garantizar el funcionamiento de la sociedad y su supervivencia. En Venezuela tenemos la tendencia a privatizar lo público, a apropiárnoslo como si se tratase de un feudo personal.
De allí que la rectora le reclame a la gente la manera como el Consejo Universitario fue tomado. La regañina pretende decirle a la gente que no tiene derecho a estar molesta, que no debe reclamar. Se olvida de que el respeto se juega a doble vía. La suspensión de las elecciones no se ha explicado suficientemente y esto quizás no tendría importancia en otra situación. Pero es que se crearon expectativas inmensas acerca de la voluntad electoral de los venezolanos, de la calidad del acto cívico, de la voluntad que tenemos de elegir de manera libre y democrática, la cosa adquiere un matiz que trasciende a la institución, colocándola frente al país como si de un espejo se tratase.
La democracia no solo tiene que ver con el acto electoral, sino también, y, sobre todo, con la convivencia democrática, respetuosa de los derechos de los demás, con el trato cívico entre nosotros, con el reconocimiento del otro y de sus razones, con la capacidad ciudadana de asumir responsabilidades en serio y de exigirlas en serio. Parte de nuestro drama está asociado con el bochinche que nos caracteriza, con la normalización de la mamadera de gallo y el abuso. El que falla en el cumplimiento de sus responsabilidades debe irse y permitir que alguien más cumpla lo que el/ella no pudieron cumplir. El ejercicio de la convivencia democrática es, por necesidad, un ejercicio de responsabilidad ciudadana que implica asumir las responsabilidades que nos correspondan y sus consecuencias. Esto de correr la arruga hasta el infinito explica mucho de los que nos acontece. ¡No somos serios! No se debe responsabilizar a la universidad de sus fallos sino a la gente que la dirige. La universidad es transcendente, la gente no. La gente pasa, las instituciones quedan.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Esta columna busca reflexionar sobre el momento contemporáneo, sobre los retos que enfrentamos como sociedad y los elementos que ponen de manifiesto la condición humana.