Con frecuencia, la historia somete a un inmerecido anonimato al sexo femenino, sobre todo en el ámbito artístico. Lo hace, además, menospreciando el valor de su legado, su trascendencia e incluso, de su mera existencia. De manera que hay una pléyade de magníficas artistas ocultas y sin nombre, cuyo valor debe enfrentarse a una losa de silencio cultural que pocas veces pueden vencer. Como si se tratara de una visión inquietante sobre la muerte y el olvido, las artistas anónimas — y lo que es peor, olvidadas — forman parte de una percepción sobre el punto artístico creado por mujeres que resulta devastador.
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A la pintora Carmen Mondragón poca gente la conoce. Su alter ego, Nahui Olin resulta un poco más familiar, aunque sigue siendo una figura periférica dentro del mundillo artístico de su México natal. Eso, a pesar de su maravillosa visión sobre el arte como forma de expresión simbólica y su aporte decisivo al simbolismo con tenor latinoamericano. Su obra se encuentra sepultada bajo años de menosprecio y también, a la sombra de cientos de nombres de artistas de mayor visibilidad comercial, que le condenaron a un ostracismo, quizás inevitable. No obstante, su influencia continúa siendo notable e incluso imprescindible para comprender cierto ámbito de la cultura mexicana y también latinoamericana. Tal vez por ese motivo, hace casi un lustro, el poeta José Emilio Pacheco (famoso por su incorrección política, pero sobre todo, su durísima percepción sobre el panorama artístico de su país) insistió que Carmen Mondragón estaba destinada a “restituir el orden” y ocupar el lugar que merece. Como si se tratara de una profecía, el poeta insistió que llegaría una época en la que los pósteres que celebran la memoria de Frida Kahlo (otra figura controvertida en su país y llevada a los altares de la imaginería pop) serían sustituidos por la efigie de Mondragón. “La nahuimanía reemplazará a la fridomanía. Habrá postales, camisetas y gorras con las iniciales N.O., líneas de perfumes y productos de belleza”, insistió el Premio Cervantes, en toda una declaración de intenciones que dejó muy claro el poder de seducción que aún ejerce la obra de Mondragón sobre la conciencia mexicana.
Para bien o para mal, la artista es símbolo de un tipo de percepción muy concreta sobre el patrimonio artístico del país y quizás ese es un punto clave para entender su importancia.
No obstante, el siglo XX jamás reconoció el valor real de la propuesta de Carmen Mondragón. Su espléndida reconstrucción sobre la identidad femenina y sobre todo, su búsqueda de interpretación sobre la soledad, el desarraigo y los terrores espirituales no solo pasa desapercibida al momento de analizar el mundo artístico latinoamericano, sino que parece carecer de la necesaria importancia dentro del análisis de la figura de la mujer que crea. De hecho, desde el origen de su curioso seudónimo (inventado por el pintor Gerardo Murillo, conocido como Dr. Atl, que bautizó a Mondragón en un símbolo de renacimiento inmediato) hasta la noción sobre su comprensión sobre el yo escindido y el poder emocional, la visión de Nahui Olin parece limitada a quienes le conocieron y le amaron. Más allá, su historia se funde con el mito a su alrededor y la percepción sobre su notoria necesidad de reivindicación. Olin pasó toda su vida en una búsqueda de significado que jamás acabó y ese trayecto emocional, se expresa y se construye a través de una obra prolífica, inquietante y poderosa.
Nahui Olin nació en 1893 en Tacubaya, ciudad de México y era hija de un importante general cercano a la figura de Porfirio Díaz, lo que le permitió disfrutar de una posición económica y social privilegiada durante buena parte de su infancia. Fue una niña con un temprano temperamento artístico que solía “soñar con extraños rostros flotantes de belleza pesarosa” y que pasó buena parte de su infancia en Europa, gracias a las buenas relaciones de su padre con el Gobierno Galo. De hecho, la jovencísima Carmen se educó hasta los doce años en París y siempre recordó la época como “una milagrosa mirada a un mundo imposible”. Parte de ese brillo intelectual y espiritual les brindó a sus futuras obras una percepción sobre la realidad que aún asombra por su despiadada belleza. Hay algo vivo, crudo pero sobre todo visceral en la noción sobre la vanidad y la percepción del yo en la obra Olin, que se manifiesta a través de una serie de símbolos intrincados sobre todo en su producción poética. La pintora analizó el mundo a su alrededor, a sí misma, pero sobre todo, los complejos procesos mentales a través de un discurso en apariencia inocente, pero a la vez sostenido desde cierta percepción del absurdo que dota a su obra de una densa profundidad. Para Olin, el mundo es la suma de su percepción sobre el bien y el mal, el poder femenino y un elemento ingenuo, difícil de definir pero profundamente arraigado en todo su universo creativo.
La pasión, el amor y la necesidad de reivindicación fueron el impulso constante en la vida de Olin. Más allá de eso, la pintora y poeta estaba obsesionada con lo que llamaba “la transmigración del ser” y que analizaba desde la concepción del poder emocional como motor exclusivo de toda creación artística. Pero también su vida personal, era un reflejo directo y persistente sobre la comprensión del tiempo íntimo y su opinión sobre lo estético. A los 19 años contrajo matrimonio con el pintor Manuel Rodríguez Lozano, miembro insigne del movimiento artístico denominado Los Contemporáneos. Para Olin, se trató del descubrimiento de toda una nueva dimensión del arte, la belleza y la propuesta pictórica que siempre había formado parte de su vida. Se sumergió de lleno en todo tipo de actividades artísticas, pero también, comenzó a analizar una versión de la realidad traducida a través de la pintura y la poesía. Su amistad con el muralista Diego Rivera la convirtió en una presencia constante en sus cuadros y alegorías. En uno de sus murales encarnó a la diosa de la poesía erótica y en el que se encuentra en el Palacio Nacional aparece como el símbolo de la burguesía: El rostro de Olin parece flotar en medio de la figura de una mujer de alta sociedad ataviada con ropas lujosas y exquisitas. También fue modelo para Roberto Montenegro, Rosario Cabrera y para el fotógrafo californiano Edward Weston, que la llamó “la belleza incómoda” por sus penetrantes y misteriosos ojos verdes.
No obstante, aún Olin no había descubierto su propio camino artístico. Su tránsito comenzó 1921, cuando conoció al Dr. Atl. Desde el primer encuentro, se trató de un vínculo poderoso y devastador que transformó la vida de ambos y que Olin describiría muchos años después “como un relámpago de infinita potencia” que “destrozó todo vestigio de su vida previa”. El pintor tenía 47 años y Olin, veintinueve. Pero la diferencia de edad no impidió una inmediata comunión intelectual y espiritual entre ambos. Olin abandonó a su esposo y se mudó con Murillo a un convento de la Ciudad de México.
Fue una relación volcánica, profundamente física, pero también, un intercambio artístico del que Olin saldría fortalecida, deslumbrada por el poder del arte y convencida que necesitaba encontrar su propio lugar dentro del ámbito creativo. En 1922, la pintura y poeta adopta el nombre de Nahui Olin, dejando atrás todas sus raíces familiares, abolengo e influencia. Como si se tratara de un reflejo de lo que ocurría en su vida personal, en el mismo año su padre moría desterrado en San Sebastián. Carmen Mondragón había muerto y Nahui Olin empezaba su largo recorrido por el mundo artístico, la concepción poética y la búsqueda de identidad.
Olin comenzó a pintar y a escribir a diario, en una correlación artística que definió buena parte de su obra como un híbrido conceptual que se completó a medida que la artista definió su planteamiento intelectual. Su obra pictórica suele definirse como Naif, debido a su alto ingrediente de espontaneidad e ingenuidad. No obstante, bajo la pátina de simplicidad, la obra de Olin está llena de metáforas sobre la dureza de la vida común mexicana y sus pequeñas particularidades. Olin también pintó numerosos autorretratos con una estética muy definida y poderosa. En cada una de las imágenes, los ojos verdes de Olin parecen concentrar la intención vital de la obra, si no también, alternar el protagonismo con todo tipo de alegorías sexuales y eróticas que se entremezclan como una forma de expresión sensorial de enorme valor emocional. Olin exploró su sexualidad — que muchas veces ella misma llamó “furiosa y curiosa” — a través de imágenes provocadoras y levemente siniestras. Para Olin la belleza tenía un ingrediente doloroso, abrumador. Por completo desconcertante.
La vida de Olin siempre fue una mirada hacia los extremos, lo extraordinario y lo desmesurado. Separada del Doctor Atl, partió a Hollywood con quien se convertiría en su nueva pareja, el pintor y caricaturista Matías Santoyo. En norteamérica, Olin encontró en la fotografía una nueva forma de expresión y aunque jamás tomó una fotografía — aunque insistió en que la “cámara era un lugar para crear distinto a cualquier otro. Una nueva dimensión” — se fotografió desnuda a la manera de sus cuadros. En 1927 todo México se asombró con las imágenes de Olin, posando entre la belleza y el desafío en una serie de imágenes del fotógrafo Antonio Garduño. Olin se mostró en toda su misteriosa noción sobre el poder del cuerpo femenino y levantó una larga polémica en un México provinciano y conservador. Años después, su figura seguiría asociada al escándalo pero sobre todo, a la reivindicación de la mujer como individuo frente a la percepción de la tradición y el machismo tradicional del país.
El escritor Andrés Henestrosa — que fue uno de sus amigos más cercanos — solía decir que Olin bullía en inconformidad y una profunda angustia existencial que expresaba a través de sus pinturas. No obstante, también era un espíritu indomable, curioso y trasgresor que creaba para evitar el tedio intelectual. Entre ambas cosas, su obra tenía un peso y una personalidad muy específica “Nahui era de esas personas, como Frida, que se desconocen, que no se encuentran, que no saben quiénes son, que se fotografían y autorretratan para verse a sí mismas” diría años después, asombrado por el poder evocador de los autorretratos de Olin.
La última vez que Carmen Mondragón expuso fue en el año 1945. Se encontraba abrumada por sus demonios personales, la pobreza y el dolor de la pérdida de su amante Eugenio Agacino, muerto debido a una intoxicación casi diez años atrás. Para Olin, la noción del arte estaba estrechamente relacionada con la vida y la pulsión del amor y por eso, en la ausencia de ambas cosas, se alejó de cualquier medio de expresión artística. Fue un declive lento y doloroso que le llevó a perder todo cuanto había acumulado durante años de carrera y terminaría llevándola a la locura.
Durante las últimas décadas de su vida, vivió en la vieja casa que heredó de sus padres, rodeada de docenas de gatos y sin más compañía que la visita ocasional de alguno de sus alumnos de la escuela en la que impartía clases de arte.
Poco a poco, fue convirtiéndose en un fantasma de sus recuerdos, en una figura harapienta y obsesionada con sus dolores y viejas tragedias. Una semana antes de morir, escribió que era la “dueña del sol. Cada mañana lo hago salir con la mirada y lo devuelvo al ocaso”. Una postrera despedida del mundo que amaba, le intrigaba y que siempre le sorprendió. El 23 de enero de 1978, pidió a sus sobrinas que le trasladaran a la habitación donde había nacido. Cantó durante toda la noche y antes del amanecer, murió. Olvidada por todos, pero aferrada para siempre a la furiosa identidad que aún ahora, en medio del redescubrimiento de su obra, le sobrevive y le identifica. Una nueva mirada sobre el poder para crear.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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