
Miguel Ángel Latouche
Hay unos pocos libros que vale la pena releer a lo largo de la vida. El Quijote, por ejemplo, es tan denso y está tan lleno de información que una sola lectura necesariamente deja por fuera mucho de las extraordinarias aventuras y reflexiones de su protagonista. En realidad, un libro es a la vez muchos libros, su conexión con nosotros apela a nuestra propia identidad y experiencia. Cada uno lee desde sí mismo, desde quién es, confundiendo su propia experiencia con la del autor. Así, en realidad, cuando leemos estamos reescribiendo el texto, aunque el orden de las letras no cambien, se trata de nuestro propio libro, del que leemos e interpretamos, pero también del que vamos creando a lo largo de la lectura. Esto hace perfectamente posible que Pierre Menard y no Cervantes sea el autor del Quijote, al igual que cualquiera de nosotros podría serlo. No se trataría por supuesto de la novela cuya primera parte publicó Cervantes en 1605 y cuya segunda parte tuvo que esperar 10 años para ver la luz. La nuestra sería una novela personal, que apela a quienes somos, que nos interpela. Quizás no estaríamos tan preocupados por los Amadís de Gaula y las Dulcineas del Toboso, ni porque las justas sigan a pie juntillas los preceptos de la caballería. Es poco probable que el mucho leer y el poco comer nos lleve a la locura, hay en nuestro tiempo muchas otras cosas que podrían fácilmente hacernos perder la cabeza y si el siglo XX fue, como dice el tango Cambalache, el XXI le adelanta por un cuarto de cabeza.

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Siempre me asombro la manera como los libros cambian junto a nosotros. Leemos desde nuestra experiencia vital, esa acumulación nos hace apreciar nuevos aspectos de la lectura, madurarla, reinventarla. Cada relectura es una revisión de nosotros mismos que nos lleva a preguntarnos quiénes somos en términos de las muchas identidades que vamos adquiriendo a lo largo de nuestras vidas. Es lo que Uslar Pietri en un poema genial llamaba “el hombre que voy siendo”. Un poco reconociendo que nunca llegamos a ser un proyecto terminado, sino que, por el contrario, nos vamos construyendo de a poco en término de la acumulación de nuestras experiencias. Si viviéramos mil años, este proceso se extendería por ese tiempo. Así, al igual que los libros, nunca somos los mismos. Lamentablemente, eso no significa que esos aprendizajes se incorporen inmediatamente y nos hagan mejores personas o más sabios.
Aprender es un acto de la voluntad que requiere un proceso de reflexión y el cuestionamiento permanente de nosotros mismos y de nuestras acciones.
Creer que ya nada tenemos que aprender es el peor de los pecados intelectuales que uno podría imaginar. No solo implica que seamos incapaces de escuchar a los demás y sus razones, sino además que dejemos de aprender. Bien podría uno decir que la verdad le pertenece a Dios y que, a nosotros, simples mortales, la simple especulación. En un libro reciente, el neurocientífico español Rafael Yuste afirma que el mundo en el que vivimos no es el mundo real. Este se encuentra mediado por la percepción que tenemos de lo que nos circunda, lo que hacemos a través de los sentidos, y la manera como lo procesa el cerebro, a sabiendas de que se trata de una máquina limitada.
Habría que recordar aquella película alucinante que en 2014 protagonizaron Scarlett Johansson y Morgan Freeman. Lucy, en una clara referencia a nuestro antepasado prehistórico, es obligada a consumir una droga que afecta su cerebro incrementando su capacidad perceptiva y de procesamiento. A lo largo de la trama vemos como el cerebro cambia su percepción de la realidad, permitiéndole ver situaciones antes de que sucedan, manipulando la materia, percibiendo nuevos colores y sonidos. Un cerebro más capaz le permite comprender una realidad que trasciende nuestras limitadas capacidades humanas, jugar con el tiempo y el espacio como lo conocemos. Al mismo tiempo la protagonista se va deshumanizando, su cuerpo se convierte en una limitación. Todo lo que se corresponde a nuestro ámbito biológico, lo que Hanna Arendt coloca en el ámbito de la Labor, se convierte en un impedimento que la obliga a separarse del cuerpo para ser simplemente esencia. Ella rechaza la Condición Humana para convertirse en algo más: una Diosa o un ser trascendente, no sujeto a nuestras limitaciones.
El tema no es nuevo ya el Premio Nobel de economía Daniel Kahneman había publicado en 2011 su libro “Pensar rápido, pensar despacio” en el que explica las limitaciones de nuestros procesos cognitivos y sus efectos sobre los procesos de toma de decisiones, aun cuando suponemos que decidimos con base en un proceso racional, nuestro pensamiento está mediado por nuestras emociones, preferencias y expectativas. Esto siempre y cuando no lo hacemos de manera automática y sin que medie una mayor reflexión. El cerebro tiene la tendencia a aligerar la carga, para reducir los costos asociados al procesamiento. Él es, a fin de cuentas, un órgano costoso.
El cerebro, dice Yuste, modela nuestro mundo, lo estructura, nos permite establecer que existimos y que lo hacemos dentro de un marco específico que define el contenido de nuestra realidad, es el gran teatro dentro del que se desarrolla esta obra que es nuestra vida, la de cada uno, la que al final de cuentas hacemos en solitario. De manera que todos y cada uno de nosotros escribe su propio Quijote, el que le pertenece, el que redactamos a diario.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Esta columna busca reflexionar sobre el momento contemporáneo, sobre los retos que enfrentamos como sociedad y los elementos que ponen de manifiesto la condición humana.