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Pregunta cliché, pero que siempre nos interesa hacer: cuéntanos acerca de tu trayectoria literaria, tus primeros pasos.
Siempre digo que fue en la universidad, en las clases de mi profesora y mentora, la poeta venezolana Gabriela Kizer, pero esa es solo una parte del cuento. Ahí están los amigos de siempre para desmentirme y recordar que ya andaba desde antes escribiendo poemas en una libretica. Mi primer intento de poema fue a los trece años, semanas antes de irme de Cuba, pero efectivamente mi entrenamiento proviene de los años en la universidad. En la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela teníamos varias asignaturas relacionadas con literatura y profesores que venían de la Escuela de Letras. Así que, aunque ya era lectora, fueron ellos quienes me introdujeron en la densidad de la literatura como discurso, como producto cultural y como oficio. Luego hice una Maestría en Literatura Comparada.
Por muchos años me dediqué a la crítica de fotografía, al ensayo, pero el asumirme finalmente como escritora llegó con mi segunda emigración, cuando vine a Miami. Despojada de esos ladrillos con los que uno construye su identidad (ya no era la profe Kelly. Tampoco era “la cubana”, porque Miami sirvió para reencontrarme con mi gentilicio, pero también para saber cuán lejos puedo estar de él), entendí finalmente que lo único realmente mío era la escritura. Nada ni nadie podría robarme eso.
Tu obra más reciente, Muerte con campanas, es un libro de cuentos que se desarrolla entre Venezuela, Cuba, Miami, New York. En él se abordan el desarraigo, la vida migrante, la identidad de género, la violencia callejera. Cuéntanos cómo se fue fraguando este libro, cómo fue el proceso de escritura, cuál de las piezas te costó más trabajo sacar adelante y por qué.
Hace rato vengo coqueteando con la idea de escribir narrativa, no solo porque el género me apasiona, sino porque de alguna forma siempre he estado vinculada a él a través de lo que tiene de narrativo la fotografía documental o de calle. Soy hija de fotógrafos y eso marcó mi manera de ver y entender el mundo: todo lo que la brevedad es capaz de decirnos, lo compleja y múltiple que puede ser eso que llamamos realidad. Incluso en mis poemas hay cierto sabor narrativo, así que tenía la tentación de dar el salto. El resultado es Muerte con campanas, un libro de diez relatos que terminé en la pandemia y que es un primer experimento, con todas las fortalezas y debilidades de un primer experimento. En él se mezclan personajes e historias que imaginé hace años con episodios autobiográficos y de la vida de gente conocida a las que expresamente les pedí permiso para “robarme” sus historias.
Todo el libro fue difícil. No solo porque me enfrentaba a un género que todavía aprendo a manejar, sino porque tenía el reto de tratar con respeto universos que no me pertenecen y otros que sí; de convertir mis propias historias en ficción. Implicaba un equilibrio y una delicadeza y estos cuentos son, además, algo así como fotografías escritas. ¿Cómo contar con lo mínimo? ¿Cómo superponer las múltiples capas de lo real? ¿Cómo crear pequeños universos que se sostengan, que tengan vida? Allí, la guía de Pedro Medina León, el editor y de Julio Llerena y Dainerys Machado, los primeros lectores, fueron fundamentales.
También fue difícil enfrentarme al resultado, una vez que ya estaba listo. Había escrito personajes rotos; a un mundo lleno de sentencias edificantes y de empoderamientos, yo le ofrecía un montón de pequeñas heridas.
¿Hace cuánto tiempo emigraste de tu país? ¿Desde un principio llegaste a Miami?
Este año se cumplen veintinueve años de que me fui de Cuba. Primero nos fuimos a Venezuela y luego, en el 2014, vinimos a Miami escapando nuevamente de lo mismo. Mis padres llegaron primero y yo después, con mi
esposo.
¿Crees que Miami afecta o influye de alguna manera tu escritura? ¿El lenguaje juega algún rol en ello?
Por supuesto. Más allá de lo que comentaba al principio sobre Miami como el lugar donde me asumí como escritora, está el hecho de que Miami no es una gran metrópolis, aunque nos guste pensar que sí. Le falta todavía la vibración constante de las grandes ciudades, es árida y homogénea en muchos sentidos (algo que empieza a cambiar lentamente y no sin costo). Sin embargo, debajo de eso se mueven un millón de cosas: estímulos que hay que escarbar, rescatar de la monotonía ocre de edificios y paredes. Así que, entre muchas otras cosas, Miami me enseñó otra manera de prestar atención. Me confirmó, también, la importancia que para mí tiene el silencio, porque de alguna forma es una ciudad silenciosa. Es decir, no tiene los grandes momentos, las grandes puestas en escena que pueden tener ciudades como Nueva York o Tokio.
Y sí, claro que está el lenguaje. Domina el español, con los cubanos a la cabecera —lo que me permitió reencontrarme con modismos que mi boca se había desacostumbrado a pronunciar—, pero también hay muchas otras sonoridades que me encantan: las de los centroamericanos o el creole de los haitianos, que me parece particularmente hermoso. Incluso las de la comunidad judía, con quien tuve un contacto muy estrecho y bello por un buen tiempo. A su manera poco pedagógica, Miami no ha hecho sino enriquecerme.
En este momento hay un auge interesante de la literatura que se escribe en español en Estados Unidos, hay quienes usan el término #NewLatinoBoom para definir el movimiento, hay quienes la llaman literatura del desarraigo y así. ¿Eres optimista y crees que superará la barrera del tiempo o que es solo algo circunstancial? ¿Cuál es tu punto de vista al respecto? ¿Algunas obras, algunos autores que nos recomiendes?
Lo primero, creo que un movimiento siempre es parte de algo mayor, así que independientemente de que este sobreviva o no (yo creo que sí), creo que la literatura en español escrita en Estados Unidos tendrá olas cada vez más fuertes. De todas formas, su camino no es nuevo. Ahí tienes, por ejemplo, no solo a los escritores de siempre, sino a un personaje que ahora me obsesiona: la increíble Pura Belpré que, además de escribir Pérez y Martina (ese cuento sobre los amores entre un ratón y una cucaracha que recogió de la tradición oral de su natal Puerto Rico), fue la primera bibliotecaria latinoamericana en Estados Unidos; la primera en incorporar libros en español en la biblioteca pública de Nueva York para que los niños hispanos pudieran leer y permanecer cerca de sus raíces culturales. Es decir, la permanencia del boom o de ese algo mayor no depende exclusivamente de los escritores, sino también de una serie de agentes externos: las editoriales, el mercado, los promotores o incluso la política. Pero pareciera que todo apunta a fortalecerlo, a fortalecer la literatura en español escrita en Estados Unidos.
Hay mucho, mucho por leer de todo lo que se está escribiendo en el momento y de todo lo que ya se ha escrito. Es decir, es mucho lo que me queda por descubrir, pero tengo una relación cercana con las obras de Keila Vall, Mercedes Roffé, Adalber Salas, Dainerys Machado, Luis Alejandro Ordoñez y Raquel Abend Van Dalen. También con poetas de distintas generaciones cuyas obras se han difundido menos o siguen siendo más locales, pero que merecen toda nuestra atención: Chely Lima, Ene Columbié, Alejandro Castro, Douglas Gómez Barroeta o María Dayana Fraile. También admiro muchísimo el trabajo de Naida Saavedra a la hora de construir un mapa de estas voces.
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Escritor y conferencista
Columnista en The Wynwood Times:
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