El mundo del arte, con su extensión casi infinita y su capacidad extraordinaria para construir —y destruir— lo que consideramos real y lo que no, también tiene el inaudito don del olvido. Uno que ha sumido en la oscuridad y el anonimato a talentos formidables, por el mero hecho de no encajar en el tiempo, el lenguaje e incluso, la percepción de la realidad de la época en que nacieron. Uno de los casos más llamativos sobre este particular silencio, es el que rodea a las mujeres que pintaron y sostuvieron el movimiento prerrafaelista, convertidas en sombras sin nombre y relevancia detrás de la famosa cofradía artística.
Por supuesto, no se trata de algo poco común: buena parte de la historia del arte y en general, toda producción creativa, suele tener prejuicios que pesan sobre la forma en que se comprende la noción artística. Desde escritoras ignoradas —o que debieron permitir que sus maridos y amantes tomaran el crédito de sus obras— hasta pintoras que jamás pudieron acceder a museos y galerías, el mundo de arte puede tener una frontera clara delimitada por el pensamiento social y cultural. En el caso de las mujeres pintoras del movimiento prerrafaelista, la discriminación es aún más dolorosa y sobre todo, circunstancial: la mayoría de las grandes artistas debieron enfrentar la oposición de padres, amantes y esposos convertidos en rivales, para llegar a cualquier tipo de reconocimiento. En algunos casos, la barrera resultó infranqueable.
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Tal vez por ese motivo, hay una serie de obras y pinturas de la hermandad, que suelen encontrarse confundidas entre la ingente producción de los nombres más conocidos. Después de todo, el movimiento era conocido por su cualidad refractaria y más allá de eso, por su combinación extravagante entre la producción de obras en una considerable cantidad y el hecho, que todos los pintores que pertenecían a la cofradía a menudo compartían simbolismo, motivos e incluso modelos. No es extrañar que una buena cantidad de pinturas de Dante Gabriel Rossetti y Edward Burne—Jones, se confundan entre sí o que incluso, haya discusiones sobre retablos y apuntes sin firma, que pueden ser atribuidos a varios de los miembros de la hermandad. El olvido y la confusión colectiva, parecía ser parte de la noción de la belleza como versión de la realidad que la hermandad promulgaba. Más allá, la concepción real acerca del propósito de la pintura como un reflejo de la época y de la concepción de la estética que el movimiento deseaba promover.
Eso podría explicar que la autoría de pinturas como La Reina Eleanor y la Bella Rosamund fueran el centro de largas discusiones entre expertos, que atribuían su pulso firme y el uso extraordinario de colores Dante Gabriel Rossetti y Edward Burne-Jones. No resulta sorprendente, claro está: no sólo era el tipo de motivo medieval que ambos pintores analizaron con mayor frecuencia en el lienzo, sino que la elaborada combinación de colores y la percepción de la tragedia y la delicadeza que solían ser parte de la mayoría de las pinturas de la hermandad. El uso de los rojos y dorados, la belleza angelical de los rostros de los personajes en el óleo, pero sobre todo, la profundidad de la emotividad en ambas, no dejaban dudas que la obra debía pertenecer a una de las cabezas visibles de cofradía de pintores. Además, la escena tenía todo para pasar a ser una de las favoritas dentro de la percepción sobre la tragedia y el drama que compartían pintores y modelos: Según la leyenda, La Reina Eleanor, descubre a la amante cautiva de su esposo Enrique II y le ofrece la opción de morir. “Por daga y veneno” cuenta el mito, que convierte a Eleanor en parte involuntaria de las maquinaciones de su esposo y su perversidad, a la vez que a Rosamund en una víctima propiciatoria, llevada a la muerte por su belleza. En la pintura, los arquetipos de los personajes son llevados al extremo: la terrible y hermosa Eleanor es una presencia maligna, mientras que Rosamund tiene toda la apariencia frágil de la inocencia perdida.
Para sorpresa de los expertos, la obra resultó no ser autoría de uno de los grandes nombres de la hermandad, a pesar de la similitud en la técnica y la forma de construir una versión de la historia a tono con la sensibilidad del movimiento. La obra pertenece a Evelyn De Morgan, una de las mujeres de la hermandad y cuyo extraordinario talento, se ha comparado con el de Burne—Jones. Para De Morgan, la estética de la cofradía era algo más que una percepción meramente estilística y La Reina Eleanor y la bella Rosamund lo deja en evidencia. La pintura tiene una cualidad casi hipnótica en su trágica belleza, pero también, un carácter profundamente humano y sagaz. La combinación de técnica y la concepción sobre la capacidad de la pintura para traducir una serie de sentimientos desconcertantes, fue el motivo el cual, el debate sobre su autoría se extendió por años. Y finalmente, definió el papel casi circunstancial y secundario de las mujeres prerrafaelistas.
Sobre De Morgan se sabe más bien poco. Apenas tenía un carácter mordaz y firme, que le llevó a sostener una extraña conversación epistolar con Burne—Jones que se extendería durante años. De hecho, el pintor admitió más de una vez sentirse por completo “sacudido por el talento” de la pintora y considerarla en muchos aspectos “el poder invisible de la hermandad”. También, hay una percepción muy concreta sobre la influencia de De Morgan dentro del estilo del movimiento en general, que se hizo mucho más visible cuando la Noche y Sueño, que realizó en 1878, se volvió motivo de curiosidad de buena parte de Londres. La obra, anterior a la célebre La Reina Eleanor y la bella Rosemund asombró a críticos y a los pintores de la hermandad, por su combinación de delicadeza y buen uso del simbolismo, a pesar que De Morgan apenas tenía veintitrés años al pintarla y que por entonces, había recibido muy poca educación sobre arte y técnica pictórica. Pero la artista era algo más que parte de una singular sociedad de pintores que exaltaban la belleza y construían una versión eminente sobre la realidad a través de la idealización: tenía una identidad propia. Una tan poderosa que le llevó a rivalizar sin querer, con buena parte de los nombres más reconocidos de la cofradía.
Una voz en la penumbra
Por insólito que parezca, a De Morgan le llevó esfuerzo formar parte de la docena de mujeres cuyo trabajo se homenajeará en la Galería Nacional de Retratos de Londres este año. La discusión acerca de su obra continúa, pero sobre todo, simboliza algo más singular sobre la forma en que se analiza el trabajo de las mujeres prerrafaelistas. La convicción sobre la capacidad de la pintora para encabezar un movimiento dentro del movimiento, es quizás una de las líneas más profundas de la selección que intenta mostrar el trabajo de las grandes desconocidas de la cofradía. Pero más allá de eso, hay una percepción conceptual e intelectual sobre el trabajo de las mujeres que terminaron siendo opacadas y al final olvidadas, en medio de la concepción sobre la mujer creadora de la época. De Morgan es de hecho, el ejemplo más visible del anonimato y la presión del prejuicio sobre el trabajo de la mujer artista en diversos ámbitos del mundo creativo.
La primera exposición canónica del arte prerrafaelista, se llevó a cabo en el Museo Tate en 1984 y no incluyó a ninguna de las grandes mujeres de la cofradía, un olvido selectivo que sólo incluyó a las imprescindibles musas que inspiraron al movimiento, pero ninguna de las artistas que lo sostuvieron con su talento y su capacidad creadora. Sólo Elizabeth Siddal y el trabajo de Jane Morris —que llevó a cabo la mayoría de los extraordinarios trajes que llevaron las modelos del movimiento— se incluyeron en la larga selección que no sólo ignoró sino que sepultó en el olvido, a las mujeres formidables que aportaron una concepción estética renovada a las aspiraciones trascendentales de la cofradía.
Para la reciente exposición de la Galería Nacional de Retratos en Londres titulada “Las hermanas Prerrafaelistas” , la selección dedicó especial atención al arte de las mujeres como núcleos creativos de la cofradía, lo que supone una nueva visión de un movimiento que celebró la belleza de la mujer e idealizó la naturaleza femenina, pero que por extraño que parezca, ocultó el poder de las mujeres pintoras que formaban parte del círculo, ya sea por amistad, matrimonio o como en el caso de De Morgan, en un acto de pura voluntad. “En esta exposición, queríamos mostrar las obras de las muchas mujeres asociadas con la historia prerrafaelista, cuyas contribuciones nunca han sido completamente reconocidas”, explicó Jan Marsh, co-curadora del espectáculo, en una entrevista reciente para el periódico The Guardian. Tanto para Marsh como para Alison Smith, curadora asociada, la intención de la exposición es mostrar las obras de las mujeres de la hermandad, bajo el mismo cariz de importancia y relevancia de sus pares masculinos. Pero sobre todo, demostrar que las grandes mujeres creadoras de la época, no sólo equiparaban en talento, voluntad y trabajo a cualquier otro pintor, un fenómeno que muchas veces suele pasar desapercibido dentro del ámbito artístico. “Para las grandes pintoras prerrafaelistas, la gran batalla no radicaba sólo en el hecho de lograr pintar, sino además, que sus obras no fueran absorbidas y destruidas bajo el peso de los grandes nombres de amantes, hermanos, padres e incluso hijos” explica Marsh, que junto con Smith ha trabajado durante más de dos años en la recopilación de las obras que serán expuestas. “La intención es construir una versión del valor pictórico de las hermanas prerrafaelistas más allá de sus relaciones y conexiones con diversos pintores”.
Se trata de una labor compleja: la mayoría de las mujeres de la cofradía produjeron el mismo número de trabajos que los hombres a su alrededor, pero debieron batallar con la imposibilidad de acceder al sistema de galerías y al reconocimiento individual. En una época en que se esperaba que las mujeres ocuparan un lugar secundario, las llamadas hermanas prerrafaelistas, eran además una demostración del poder y la tenacidad creativa de las mujeres con aspiraciones artísticas.
Una lucha silenciosa
Claro está, De Morgan es quizás el caso más paradigmático de todos: nacida en 1855 y nieta de un Conde, tuvo que enfrentarse a la oposición directa de sus familiares ante el hecho de su vocación como pintura. La artista obtuvo una beca para educación artística y de hecho, antes de cumplir los treinta había obtenido varios premios por la calidad de su obra. De hecho, buena parte de los críticos admiraron su trabajo y llegaron a escribir en catálogos, que era quizás “la única prueba conocida en las últimas décadas de la capacidad para las artes del bello sexo”, una ambigua y dolorosa forma de halago que provocó que De Morgan escribiera por años sobre la posibilidad “De ser considerada inferior, incluso en mi capacidad para ser mejor que tantos”. Aún así, De Morgan se volvió reconocida por derecho propio e incluso, llegó a sostener el hogar que compartía con el ceramista William De Morgan, un artista humilde y sin grandes pretensiones que nunca llegó a ser reconocido del todo por los círculos artísticos ingleses.
El aporte de Evelyn De Morgan —su voluntad para reconstruir el lugar de la mujer en el panorama artístico británico— pero sobre todo, su indudable talento, contribuyeron a la transformación de las artistas femeninas de su época y la percepción sobre su trabajo. Su vida, estuvo marcada por la oportunidad y el hecho, que su necesidad creativa superó a los prejuicios de la época, que presionaban de forma invisible sobre la forma en que la artista podía o no relacionarse con el mundo del arte. Veinticinco años antes, Joanna Boyce, no pudo luchar contra la intrincada red de prejuicios que le rodeaban y terminó convertida en una artista menor que no llegó a despuntar a la medida de su talento pero sobre todo, por encima de la percepción del arte creado por mujeres en Inglaterra, por entonces uno de los pocos países en la que el sexo femenino podía crear con relativa libertad.
El silencio alrededor de las mujeres prerrafaelistas (y que De Morgan venció con esfuerzo y tenacidad), quizás es el más evidente ejemplo de la manera como el mundo del arte, suele concebir a la mujer que crea pero más allá de eso, su legado. En una ocasión Virginia Woolf, se preguntó cuántas obras atribuidas al anonimato, fueron en realidad, fruto del talento de mujeres escondidas, ocultas, reprimidas, restringidas, abandonadas en medio de un inmerecido silencio histórico. Un cuestionamiento que convierte al legado en el mundo artístico, en un espacio aun inexplorado y complicado de comprender. Quizás, exposiciones como la de las Hermanas Prefarraelistas o el testimonio artístico de trascendentales obras como las de Evelyn De Morgan, sean una forma de construir y reconstruir esa versión sobre la mujer que luchó contra el peso de la historia, la presión invisible de quienes le definieron según un tipo de de discriminación sutil y al final de todas las cosas, la identidad de la mujer que sostuvo sobre sus hombros la necesidad de crear como una opción inevitable y una expresión firme de voluntad. Una forma de trascendencia.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
Crónicas de una feminista defectuosa