Miguel Ángel Latouche
“La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre”.
Miguel Hernández
Las nanas de la Cebolla (fragmento)
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Siempre me interesó la literatura rusa. Muy temprano me topé en la biblioteca familiar con la “Hija del capitán” de Pushkin y con alguna maravillosa selección de cuentos de Chéjov, ambos publicados, si no recuerdo mal, en una colección de la Biblioteca Básica Salvat que era popular en aquel entonces entre las familias de clase media. Algunos años más tarde me encontré con los Humillados y Ofendidos de Dostoyevski y, aun siendo muy joven, con la trama psicológica de aquel inolvidable Raskolnikov que protagoniza “Crimen y Castigo” y que me atormentó desde el tiempo que duró la lectura. Siempre me pareció apasionante leer las historias de aquella Rusia que se nos devela en la Guerra y la Paz de Tolstói o en las historias de San Petersburgo de Gógol. Entre lo mejor de la literatura universal de finales del XIX y principios del XX se cuentan las obras de estos autores. Ahora bien, de igual manera, siempre me asombró que la presencia de autores rusos en los catálogos de lectura disminuyese sistemáticamente a lo largo del siglo XX y que solo unos pocos sean mencionados entre los grandes escritores del siglo pasado. Uno puede, claro, atribuírselo al desconocimiento propio de alguien que no se aproxima a la literatura de manera profesional, sino, simplemente, como un lector interesado, o a las dinámicas políticas de la Revolución que inicia en 1917, y que impacta de manera dramática la política mundial durante unos 70 años. También las Guerras y las dinámicas políticas pudieran servir de explicación, fueron ciertamente tiempos convulsos. Vale decir que durante el periodo en que la URSS existió era poco visible todo lo que sucedía detrás de la Cortina de Hierro. Pero, además, lo supimos después, la dinámica Soviética exigía cierto tratamiento para ciertos temas, imponían reglas y requisitos que limitaban la libertad del artista y que por ende pervertían el proceso creativo o imponían grandes costos al libre ejercicio del pensamiento y la expresión.
Pero me ha llamado la atención una idea que he encontrado en un trabajo de mi amigo, el profesor David De los Reyes (ARTE, MIGRACIÓN, EXILIO E INSILIO Revista Dikaiosyne N.º 39) en el cual plantea una relación causal entre la creación artística y la libertad. No lo había pensado, pero es razonable que la creación artística requiera de un marco amplio de libertad dentro del cual el proceso creador pueda manifestarse, lo que lleva al artista a la búsqueda de un lugar en el cual aquello que piensa y siente pueda ser efectivamente expresado. De esta consideración surge, entonces, la necesidad de preguntarnos: ¿cómo se define ese ámbito de la libertad? ¿Es este externo o se juega dentro de cada uno de nosotros? Así, bien puede pensarse que dentro de los límites estructurales impuestos por el mundo soviético y en particular por el llamado Realismo Socialista fuese complicado expresarse artísticamente (esto pasa de igual manera en cualquier dictadura o régimen de fuerza).
Vale la pena mencionar que, Nabokov, por ejemplo, fue un escritor del exilio, en tanto que el Premio Nobel, Alexander Solzhenitsyn, escribió toda su obra, incluido el monumental archipiélago Gulag, habiendo sido expulsado de la Asociación de Escritores soviéticos y obligado a vivir en el destierro en el centro de Rusia, de donde fue enviado finalmente al exilio en 1974. Yo no diría que es imposible, pero escribir en un estado de persecución o de necesidad más o menos permanente es como mínimo complicado. Sobre todo, cuando fácilmente se podía ser acusado de revisionista o de traidor. Así el “arte” soviético terminó institucionalizado. Una forma de totalitarismo que recuerda a la novela 1984, en la cual sólo el discurso oficial es válido, en tanto que toda manifestación autonómica del pensamiento es considerada peligrosa. Además, se trata de un mecanismo de limitar la expresión de cualquiera por medio de la acusación, la persecución o la descalificación que puede fácilmente ser utilizado desde el poder en contra de los ciudadanos.
Uno puede decir que una vida sin libertad se vacía de sentido, que tanto la uniformidad ideológica, como la dependencia de la tecnología o ciertas formas de religión civil o eclesiástica en la cual la “verdad” se convierte en prédica incuestionable, limitan nuestra capacidad para pensar y, en consecuencia, nuestra capacidad para comprender la belleza que se esconde en la diversidad de múltiples miradas e interpretaciones y, por supuesto, para representarla. Todo proceso creativo es un proceso exploratorio que exige que nos hagamos preguntas y evaluemos posibilidades. Puede ser que se trate de un laberinto que nos obligue a una búsqueda incesante, pero nunca puede ser un espacio cerrado dentro del cual apenas podemos movernos sin tropezar. La verdad es que cualquiera puede aprender los procesos técnicos asociados a alguna forma de expresión; el proceso creativo, sin embargo, necesita de cierta forma de desbordamiento que solo es posible cuando se ha alcanzado cierto nivel de libertad espiritual. De nuevo, no quiero decir que no se pueda crear bajo formas opresivas, pero ciertamente esas experiencias requieren de una gran fortaleza interior que transforma a la soledad en una fuente creadora y que nos hace libres; pero que no facilita necesariamente el proceso de manifestar lo que se piensa o se siente en un momento determinado.
Se ha hecho común en estos tiempos complejos y convulsos que vivimos, que muchos hayan tenido que escribir desde el exilio, la cárcel, la guerra o la soledad. Miguel Hernández, por ejemplo, escribió, al menos una parte de, su Cancionero y romancero de ausencias entre 1939 y 1942, estando en la cárcel bajo el régimen franquista. En sus “nanas de la cebolla” uno puede sentir cómo se desborda la esperanza ante la situación desesperada que él y su familia vivieron al final de la guerra civil española. Lo que hace mágico su trabajo es su capacidad para manifestar con fuerza una expresión sencilla que se siente casi como un recogimiento del alma. Así pareciera que la vida del escritor, sea cual sea su circunstancia, tiene algo que lo trasciende. Por supuesto que no es lo mismo escribir a lo Hemingway en la comodidad del Caribe que hacerlo a salto de mata escuchando el ladrido de los sabuesos o en medio de la pobreza, piénsese en Cervantes o en el García Márquez que no podía pagar el costo de enviar al editor el Manuscrito de Cien Años de Soledad.
Ciertamente, todo aquel que escribe tiene su propia forma de evitar el destierro, de encontrar un espacio de recogimiento interior desde el cual buscar, a veces hasta de toparse con, los elementos que definen su obra. Esto sin importar el lugar físico en el que se encuentre y a despecho de las fuerzas adversas que lo persigan. Escribir, en ese sentido, es para mí, equivalente al viaje de Ulises lleno de obstáculos que intentan doblegar su voluntad de volver a casa o la de escribir una línea más. El viaje a Ítaca, claro, es un viaje interior, que se desarrolla con independencia que esos elementos puedan expresarse públicamente o no; que se pueda escapar de la censura allí donde existe o que se pliegue a los requerimientos del momento cultural. Habría que recordar, por ejemplo, que Kafka murió sin llevar a imaginarse la relevancia que con el tiempo adquiriría su obra. Era un escritor privado que entendía su trabajo como una forma de desahogo de las muchas vicisitudes que vivió y que quería que su obra fuese destruida tras su muerte. También podría considerarse el caso de Erich María Remarque, autor, entre otros, de “Sin novedad en el frente”, (recientemente llevada al cine en una producción alemana bastante buena, pero no superior a la de 1979 en mi opinión más apegada a texto original), cuya obra fue quemada públicamente y prohibida por los Nazis en la gran quema de libros de 1933. Creo que en ambos casos la escritura terminó convertida en un acto liberador.
A muchos nos ha tocado reflexionar desde lejos, abandonar nuestros espacios y reinventarnos en otro idioma o en otras latitudes. Vivimos la experiencia del que se ha ido. Pero creo que inevitablemente siempre cargamos con nosotros una maleta llena de recuerdos que nos alimentan, una dimensión cultural que se enriquece al amalgamarse con la que nos recibe y que también nos transforma. A diferencia del desarraigo, el exilio no implica necesariamente la pérdida de las raíces. El desarraigo es una especie de muerte espiritual en la cual nuestra capacidad de pensar y pensarnos autonómicamente se pone en cuestionamiento, el exilio, aunque pueda llegar a ser doloroso, no. De manera que, aunque tengamos que navegar en los mares de nuestro país fantasma y combatir a los monstruos marinos que lo habitan siempre que exista una voluntad interior que nos alimente, seremos capaces de hacerlo.
Si bien es difícil, a veces, reencontrarnos con nosotros mismos, lo cierto es que, al menos en lo que a mí respecta, escribir es un acto de rebeldía que hace que me emancipe y me sana a distancia. Desde cada línea juego a apostarle a la esperanza, lanzo los dados, aunque se haga desde la otredad y el extrañamiento, tratando de superarlos. Eso a pesar de que me haya tocado que esa libertad deba manifestar sin el amparo del Ávila y sin el vuelo colorido de las Guacamayas que surcan el cielo inolvidable de mi querida Caracas. Uno tiene el derecho de irse de allí, de donde siente que no puede realizarse o de retirarse, de donde no se siente invitado o bien recibido. Exilio e/o insilio diría como diría mi estimado colega que ha inspirado con su trabajo esta nota.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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