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Todos los domingos nos sentábamos frente al televisor bajo la mirada de mi padre para ver Valores Humanos. No creo que lo hiciéramos como un acto conscientemente voluntario, éramos apenas niños, a fin de cuentas. Pero se había convertido este en un ejercicio que realizábamos de manera más o menos regular. Creo que para muchas familias de clase media de aquel entonces ese programa terminó convirtiéndose en un complemento natural de la educación de sus vástagos. Nosotros veíamos a un señor distante, tremendamente culto, que con voz pausada narraba diversos hechos de la historia, conversaba sobre nuestra sociología o abordaba inteligentemente temas filosóficos, literarios o políticos que eran de interés general. Valores Humanos fue un hito de la televisión de su tiempo y aunque terminó devorado por la perversa lógica del rating, fue un aporte intelectual sin parangón en la historia de la televisión venezolana. Siendo muy joven leí las Lanzas Coloradas que me pareció una novela extraordinaria, luego El camino al Dorado y ya siendo mayor algunas de sus últimas novelas. Uslar Pietri se convirtió, casi sin que nos diéramos cuenta, en una representación de nuestra conciencia moral. Tenía la estatura intelectual para serlo. Ciertamente, se trató de un hombre conservador, asociado al gomecismo que miró con resentimiento los males que el puntofijismo y sus contradicciones y fallas produjeron al país y formó parte del grupo de notables que contribuyó a la polémica salida de Carlos Andrés Pérez del poder, a partir de la cual hemos transitado a lo que, tomando prestada la frase de K. O Apel, podemos llamar el gran desastre nacional.

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Durante años fui lector asiduo de su columna Pizarrón de Papel, cuyo título de alguna manera revela el espíritu de educador con el cual intento entender y explicar las características de su tiempo. En general me gustaban sus análisis, aunque ni siempre estuve de acuerdo. Yo pertenecía a una generación muy posterior, la del inicio de la decadencia. La mía es una generación que casi desde el principio convivió con la idea de la crisis y aprendió a sobrellevarla. Siempre me llamó la atención nuestra capacidad para adaptarnos a cosas que nos parecen terribles. Además, yo nunca fui un hombre conservador, de manera que algunas de las posturas de Uslar me parecían irreconciliables con mi propia manera de ver las cosas. Sin embargo, me impactó mucho leer su último artículo en El Nacional de aquel domingo de principios de 1998. Yo tenía menos de 30 años, y aún no había vivido las pérdidas que nos llegan de manera natural cuando nuestros mayores empiezan a partir dejándonos en la desolación. Básicamente, se trató de una despedida, de alguna manera representó su retiro de la mirada pública y como él mismo lo dijo “el repliegue”. El tiempo termina alcanzándonos a todos de manera inevitable.

Recuerdo haber leído alguna vez un artículo de Otrova Gomas titulado Los depósitos del tiempo. Si la memoria me es fiel, no siempre lo es, allí narraba la existencia de enormes depósitos en los cuales iban a parar los restos del tiempo perdido. El tiempo desperdiciado en actividades inútiles era recopilado por alguna agencia que a esos fines se había constituido, para luego ser quemado en inmensos hornos. Según sus propias conclusiones, el único recurso verdaderamente no recuperable es el tiempo. Ciertamente, a todos nos llegará el momento del repliegue, es inevitable que los años dejen su huella y que en algún momento el cuerpo llegue a resentirse.

Así, por ejemplo, aquel hombre activo que era mi padre terminó con las rodillas destrozadas, caminando con un bastón hasta que ya no pudo hacerlo en la clásica transición que la esfinge le refería a Edipo. Siempre me ha asombrado cómo una generación va sustituyendo a la que la antecede, como el tiempo nos va devorando de a poco. De manera que, ante la inevitabilidad de lo inevitable, lo verdaderamente importante es lo que hacemos con el tiempo que nos ha sido otorgado. “Carpe Diem” nos dice el viejo adagio latino. Cuando sus amigos fueron a rescatarlo, instándolo a escaparse de su condena, Sócrates les respondió en lo que podemos entender como una última lección: por una parte, les dijo que había vivido siempre de acuerdo con las leyes de Atenas que consideraba como buenas, huir implicaba romper con esa convicción lo cual le haría daño a la ciudad, a fin de cuentas: “es preferible sufrir un daño que causarlo”. Por otra parte, al negarse a huir Sócrates optó por la muerte, la cual consideraba un bien para quien había vivido una vida plena y había hecho lo suficiente, a fin de cuentas, de lo que se trata es de salvar nuestra alma inmortal. Según esto nos corresponde examinarnos permanentemente y observar nuestras acciones para seguir el camino de lo recto. A la muerte, que en algún momento llegará, hay que esperarla con entereza. A Borges, por cierto, le parecía que la idea de ser inmortal era una posibilidad horrible. Ortega y Gasset nos dice en la Rebelión de las Masas que solo leemos libros porque sabemos que nuestro tiempo es limitado, si no fuese así, si fuésemos Dioses, tendríamos los libros, pero pospondríamos infinitamente su lectura. Esto hace que los Dioses de alguna manera envidien nuestra finitud. 

                El hecho de que vayamos a morir nos obliga entonces a vivir de la mejor manera posible. Pero no refiere esto a unas vidas sin dificultades, que seguramente las habrá, o a una vida llena de comodidades. En realidad, se trata de aprovechar el tiempo que tenemos para realizar las cosas que debemos y a las que aspiramos. Hay gente a la que entre el decir y el hacer le salen canas, hay gente que simplemente ve la vida como quien ve pasar un río. Es terrible el sentimiento de angustia que alcanza a algunas personas que al final de sus años perciben que ya no les queda tiempo. Ciertamente, siempre habrá cosas que no lograremos hacer, libros que no leeremos, viajes que no haremos o incluso resoluciones que no podremos realizar. Sin embargo, en su tratado de la vida breve, Séneca refiere que, en general, nuestra vida es suficientemente larga para hacer la mayoría de las cosas que los seres humanos debemos hacer para realizarnos, de lo que se trata es de aprender a aprovechar el tiempo y no perderlo en cosas que nada nos dejan o en actividades que no valen la pena. A fin de cuentas, lo importante es la manera como hemos vivido y que hayamos transitado el camino de lo justo. Cuando pienso en el viejo Uslar Pietri, se me ocurre que se trata de alguien que trabajó, pensó y leyó toda su vida, quizás precisamente a eso se refería Vargas Llosa cuando decía aquello de que esperaba o pretendía estar vivo hasta el último día.

Según Séneca, nuestro tiempo no es tan corto como nos parece, el problema en realidad es que lo perdemos en demasía. Esto hace que, al no poder aprovechar nuestra vida en actividades provechosas, terminemos perdiéndola o malgastándola. No quiero ni pensar lo que hubiese dicho el filósofo si le hubiese tocado vivir este tiempo tan marcado por las redes sociales, los juegos de video, la procrastinación y la frivolidad. La lógica del Twitter nos lleva a vivir sometido a la lógica de la micro -lectura que muchas veces es la lógica del micro- pensamiento. Es alarmante el número de horas que los adolescentes, por ejemplo, pasan frente a la pantalla, la pérdida de atención o la incapacidad de realizar actividades de largo aliento. El pensamiento ha sido sustituido por el espectáculo, de allí que un asunto personal como la separación de Shakira y Piqué, las travesuras del príncipe Harry o el mundial de fútbol ocupen las primeras páginas y gran parte de la discusión pública, alimentando los hornos en los cuales se achicharra el tiempo perdido.

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Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Esta columna busca reflexionar sobre el momento contemporáneo, sobre los retos que enfrentamos como sociedad y los elementos que ponen de manifiesto la condición humana.