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El poema contra el odio y la muerte

Poema. Palabra sin fin. Juramento. Decisión. Máscara. Diablo danzante. Acabamiento. Refugio, brazo diablo danzante. Humanidad contenida –con las manos atadas– en el verbo –con  la boca cerrada– hasta explotar en millones de pedazos que son también poemas, versos, finalidades. El poema camina como vislumbramiento, problema nacional, desenfreno, agotamiento. Quien se enfrente a un poema encontrará –si el poema se atreve a cumplir con su promesa– con un lenguaje subversivo. Es el primer signo visible de un poema que ha atravesado bosques violentos, ráfagas de viento inauditas, luchas inciertas con otros seres humanos, para llegar hasta ese estado visible de rebeldía. Lo encontramos roto pero entero, hirviente pero frío, encendido en su fuego como el bastión más lejano del sol.

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El poema, con toda la intención de su nombre –palabra única que, según han dicho los maestros, significa belleza en tensión–  ha atravesado el reino del odio y de la muerte, ha salido triunfante con la corona puesta y un extasiado afán de liberación. Y en esta rebeldía –impuesta por el poema, jamás por el autor, que poca actuación tiene en el proceso de su nacimiento– hay lógica y ritmo, seducción, placer, sueño, vigilia, venganza, vergüenza y genio. Y más atributos, imposibles de nombrar ahora, que sin duda pueden ser encontrados en las secciones más cruentas que el libro de arena dispone sobre este tema.

Pensamos que el poema es una irrealidad solitaria.

De ahí su belleza ensordecedora.

El poema, pensando siempre en otros, sin odio, decide cuándo debe actuar, cuándo sostenerse, cuándo caer, cuándo es necesario salir a cazar para alimentarse en el desierto del mundo exterior.

Describamos un ojo. Su mecanismo es simple y complejo, que proponemos sin contradicciones. Así funciona: mediante un sistema de lentes orgánicos la luz entra concentrada en su plenitud y estalla contra el fondo del órgano, la finalidad roja, la gran retina. En este proceso, la realidad –que se compone mayoritariamente del mundo natural y del artificial humano, donde todo arde en la búsqueda de algo inhallable, según hemos oído– se convierte en la imagen que capturamos bien posicionada hasta que choca en una inversión magistral contra la retina. Varios grupos de células transforman la luz en electricidad y el cerebro –órganomundo– compone lo tangible.

Por eso el poema es una irrealidad solitaria y a la vez es un gran ojo.

La realidad atraviesa la idea del poema como la luz atraviesa la córnea y al llegar a la imaginación –esa retina captadora– la imagen se invierte. Entonces se desarrolla el lenguaje, quien se nubla hasta la oscuridad total o brilla hasta enceguecer, no importa. La imaginación –Señor, ¿qué sería de ti si no te hubiera imaginado?– ha convertido la realidad palpable en un tipo más oculto de misterio. Entonces las palabras comienzan a salir desde un lugar invisible y nunca anochece.

El gran ojo del poema no actúa solo. Es un organismo de muchas partes aún no descubiertas. Como misterio es inalcanzable. Sabemos que es necesaria la respiración, que ha estado ligada a toda idea de vida desde la antigüedad. El aire infunde la vida y la vida se nutre del aire. La fórmula es simple: para que el poema surja el ojo debe estar vivo, respirar, conocer –hacia adentro o hacia afuera–, apasionarse, sentir, tocar, chocar también contra la tierra, romperse las rodillas en la búsqueda del oro fluvial. El poema es la vida toda, un ser que ancla su barco lejos de la muerte definitiva.

Ningún poeta está muerto. Todos viven, en este segundo, ahora, y piensan en el próximo poema que surgirá –que será dictado, nunca escrito– en las habitaciones más tristes de todas las ciudades del mundo.

Y los poemas siguen vivos.

Y juegan con los ojos de los más incautos.

Son ojos que miran desde cerca el porvenir de la lengua sabiendo que nunca podrán ser destruidos.

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