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Ante cada problema que se tiene en la vida, siempre se sale más fuerte Strauch confiesa que el tiempo toma otra dimensión en la odisea de la nieve.

Hablar con Eduardo Strauch, es entender que la vida cambia y que hay que adaptarse, organizarse y sobrevivir; pero, sobre todo, aprovechar el tiempo. Y es que el arquitecto y artista plástico, archiconocido por ser uno de los sobrevivientes de la odisea de la nieve, del desafortunado accidente aéreo de 1972 que dejó a un grupo de jóvenes 72 días a menos de treinta grados, como una prueba de resiliencia silente e impía, que los cambió para siempre.

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Strauch ahora cumple una suerte de apostolado, de hecho, comenta que luego del rescate su madre le insistía en que realizara esta labor, compartiendo sus vivencias de aquel accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, cuando el Fairchild FH-227D, chocó contra el glaciar Las Lágrimas, el viernes 13 de octubre de 1972. Confiesa haber contribuido a salvar vidas con sus enseñanzas y resiliencia, alejando a personas del suicidio.

Son tantas las preguntas que vienen a la mente, para hacerle al uruguayo, aunque muchos solo limiten la experiencia al tema de la antropofagia, que indudablemente ya resulta básico y cansón. Él es llano, sencillo y tan transparente como su mirada que arropa de la manera más cálida, a pesar de haber vivido tanto tiempo en el más frío y desolador paraje.

“Siempre me gustó volar”

Eduardo nunca le tuvo miedo a los aviones, pero no es descabellado pensar en que cualquier sobreviviente de un evento de esta magnitud, nunca más aborde un vuelo, sin embargo inmediatamente lo hizo, e incluso ha visitado el lugar de la odisea muchas veces, ahora para llorar a sus amigos y reencontrarse con ese momento que cambió su vida para siempre, además del silencio.

Su único miedo es que no le quede tiempo de hacer lo que quiere hacer: ver crecer a sus nietos, cultivar su jardín, seguir viajando, conociendo gente y lugares, disfrutando cada día de la vida.

Aconseja a todos educarse, “no desperdiciar las posibilidades de estudiar, para mí fue fundamental en nuestra historia”. Para sobrevivir, comenta que fue decisiva su formación, así como la de cada uno de los que configuraron esa sociedad de la nieve que el director Fernando Bayona logró plasmar al calco y con la precisión que nadie había alcanzado. Sin los estudios de cada uno, no hubieran sido capaces de lograr superar esa odisea; porque tuvieron que inventar todo de la nada.

Una reunión anual, todos los 22 de diciembre

Cada año, sin falta, los sobrevivientes se juntan el 22 de diciembre, para conmemorar esa fecha del rescate y compartir, incluso tienen un chat por el que están siempre en contacto.

Ese es otro de los muchos méritos de la película de Bayona fue volver a juntar a las familias de todos, hasta las que se habían distanciado; padres de los chicos que no lograron sobrevivir, que hoy en día agradecen que sus hijos le dieran vida los sobrevivientes de la odisea.

 Strauch cuenta que el hambre no duele, porque puedes ir languideciendo hasta morir; pero que la sed, es otra cosa, es lo peor. Asimismo, suma que tomaría exactamente las mismas decisiones. “Cada uno hizo todo lo mejor que pudo y funcionó ese equipo, para lograr el objetivo que era imposible”.

Cambia la percepción del silencio

Strauch comenta que nos educan en un “no al silencio”, y el silencio queda solamente para algunas vivencias, el yoga o el budismo. “Aprendí a valorar el silencio en la odisea de Los Andes, que me ayudó mucho en algunos momentos”. De hecho, la vuelta a la cotidianidad y a la ciudad le costó un poco por el ruido.

Una radio a pilas, los tréboles, el abrazo

Strauch comenta cuánto les fue de utilidad la radio a pilas que llevaban, que así como sirvió para generarles la más plena felicidad y esperanza al escuchar que los estaban buscando; también se las apagó cuando anunciaron que cesaban la búsqueda, sin embargo esta se retomó y pasaron días felices a la espera. Ese sonido de un tercer helicóptero probablemente se convirtió en la música más alegre para aquellos 16 sobrevivientes, de los 40 pasajeros y 5 miembros de la tripulación que viajaban en el avión.

El 23 de diciembre de 1972, la Fuerza Aérea de Chile llegó al lugar y rescató a los jóvenes; el brillo en los azulísimos ojos de Eduardo Strauch cuando recuerda el momento en que tocaron tierra y comieron tréboles mientras abrazaban a sus familiares no tiene manera de describirse con palabras.

Luego vinieron cientos de exámenes médicos y una gelatina horrible que recuerda entre risas, así como el milagro de que no hubo necrosis ni infecciones por la bajísima temperatura.

Las culpas se congelaron en la nieve

El ser humano, por naturaleza, siempre tiende a buscar el culpable; y en este caso particular, a claras luces se sabe que esto fue evitable, se pudo hacer la correcta lectura de los aparatos, pero el piloto estaba entrenando e incluso luego se encontró licor en la cabina, y aunque, comenta que hubo mucha bronca contra ellos, contra la montaña, contra Dios, contra todos y contra la fuerza aérea, todo quedó allí. Su relación con Dios no se vio afectada, porque es ateo y eso no ha cambiado; ahora cree más en su fuerza interior e invita a todos los que los escuchan a salir de la zona de confort y retarse a sí mismos para superar metas y temores.

Sin duda y a mi modo de ver, todos tenemos cumbres –tal vez no tan temibles- que nos descolocan y nos sacan de lo cómodo y manejable; y esta, en mi opinión, es una manera muy dura que tiene el universo para retarnos y mostrarnos cuán fuertes podemos ser.

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Alida Vergara Jurado
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Columnista en The Wynwood Times:
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