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Miguel Ángel Latouche

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Con semejante spoiler, inicia la miniserie Disclaimer (que absurdamente decidieron titular para Latinoamérica como “Desprecio”), a la cual accedí nuevamente —luego de un primer intento fallido que no me motivó a pasar del segundo episodio.

 Hace poco leí el libro Póstumo de Gabriel García Márquez “En agosto nos vemos”. Tal y como era de esperarse el libro está bien escrito, no es balde, hablamos de un Premio Nobel, sin embargo, siente que se trata de una obra a la que le falta corazón. En sus últimos años el Gabo estuvo luchando en contra de los embates de la sensibilidad y aunque el texto no carece de coherencia, se nota que el hombre no se encontraba en sus mejores momentos. Creo que la magia de su escritura estaba precisamente en su capacidad de desbordarse sobre el texto, de innovar en la construcción del argumento, en una escritura que se sale de lo común. En mi opinión, nada de eso está presente en este texto. Esto no quiere decir que el Nobel no estuviese al tanto de sus limitaciones. En efecto, es bien conocido que no se encontraba satisfecho con su último libro.  Es bien conocido que el autor no deseaba que el libro fuese publicado, les pidió a sus hijos no hacerlo y, más aún, destruirlo.

Por intermedio de esas asociaciones absurdas en las cuales a veces nos embarcamos, la lectura me recordó una de las últimas entrevistas televisadas de Borges. El escritor contaba ya con 85 años y a pesar de su indudable brillantez, se le notaba cambiado, difuso, incluso disperso. Al final, más que contestar las preguntas, su pensamiento se disgrega por los diversos laberintos que lo persiguieron durante toda su vida, aun así, se trata de un Borges tierno, algo aniñado, alguien que ha alcanzado ese difícil umbral en el cual ya no se le teme a la muerte. No en balde se dice que los viejos vuelven a ser niños. Algo similar me hace sentir el último título del Gabo.                

Destruir una obra, sin embargo, siempre es un riesgo. No me refiero, claro, a la atrocidad que es la quema de libros en la plaza pública, que supone un atentado en contra de la cultura y por ende en contra de la humanidad. Me refiero al ejercicio de esconder del ojo público una obra cuyo autor considera insuficiente. Uno solo puede imaginarse la gran pérdida que hubiera supuesto para la humanidad, que siguiendo los deseos de su amigo Franz Kafka, Max Brod, hubiese destruido los textos del autor checo/ germano.

En su carta— testamento de 1921, Kafka le pide a Brod que queme sus obras, antes de que alguien más llegase a conocerlas. Brod incumple sus deseos y nos permite acceder al maravilloso mundo kafkiano. Aun así, persiste la discusión entre aceptar la voluntad manifiesta de alguien o salvaguardar lo que se considera una obra que vale la pena que sea preservada. Quizás uno podría decir que una obra que trasciende al autor deja de pertenecerle, se convierte en una propiedad colectiva que debe ser conocida por todos los interesados y salvada para la posteridad. ¿Qué seríamos sin los Girasoles de Van Goethe?

Claro que a veces las comparaciones son odiosas. Hay autores para quienes prácticamente solo una obra cuenta. Conocemos a Joyce, por ejemplo, casi que exclusivamente por Ulises y si bien Miguel de Cervantes escribió de manera profusa, sin duda todas sus obras son menores cuando se las compara con el Quijote. Me pasa que me cuesta mucho leer a García Márquez sin tener en la memoria a Cien Años de Soledad o al Otoño del Patriarca, en mi opinión, sus mejores trabajos. Con el primero me pasa algo especial: lo leí por primera vez siendo muy joven, tendría unos 15 años y luego lo hice con motivo de los cincuenta años de su publicación. De la primera lectura me maravilló su lógica circular, la caracterización de Macondo, reconocer que ese pueblo es una representación del alma latinoamericana. Macondo está en todas partes. De la segunda, la dimensión de sus personajes.

El Otoño del Patriarca es una obra monumental que refiere las dinámicas de la dictadura y de los dictadores que ha marcado de una manera tan profunda la política latinoamericana. El Gabo fue sobre todo un gran cronista que en este libro logra innovar en la construcción de la estructura del texto. Son obras complejas cuya lectura es apasionante pero complicada. Quizás en mucho más fácil leer aquella crónica de una muerte anunciada, que presenta un argumento más sencillo de seguir y una estructura más lineal.  Fue publicada en 1981 y fue considerada por el Mundo de España entre las mejores cien obras del siglo XX. 

A mí me interesa su carácter intertextual, la manera como mezcla el relato policial, con la crónica periodística y el realismo mágico que es característico en el trabajo del autor.

No voy a narrar la historia, no pretendo hacer “espóiler”. Al que le interese que la lea. Simplemente, diré que la narración es magistral. Está referida a la historia de un crimen que todo el mundo sabía que iba a producirse y que nadie creyó posible. Todos los habitantes de aquel pueblo conocían las motivaciones de los criminales; sabían de las amenazas, las habían dejado correr a los cuatro vientos. A pesar de la evidencia previa nadie creyó que fuese posible, nadie pensó que aquel crimen podía materializarse, nadie se imaginó que fuesen capaces de llegar tan lejos. Sin embargo, aquellos que parecían dispuestos a cometer aquel crimen imposible terminaron cometiéndolo, dejando a todos en medio de una profunda desolación y el Gabo no se refería precisamente a un crimen electoral. 

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Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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