Recién graduado tuve la oportunidad de trabajar en la UCV. Fue mi primer trabajo como profesional, se acababa de poner en funcionamiento el Postgrado de Relaciones Internacionales de la Facultad de Economía y se encontraba bajo la Coordinación de la muy apreciada profesora Elsa Cardozo. De alguna manera fue ella la que me reclutó y me incorporó a ese equipo de trabajo que se iniciaba con excelentes perspectivas a futuro y que en el contexto de las muchas dificultades que vive la universidad ha logrado sobrevivir. De aquellos días, que podemos considerar mucho mejores, me quedó una gratísima experiencia intelectual y humana, cargada con la inocencia y los errores de la juventud, pero también de importantes aprendizajes. En aquellos días me dedicaba a temas de política exterior desde una perspectiva bastante teórica, que estaba muy marcada por los problemas de la toma de decisiones y toda la teoría asociada.
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Recuerdo que durante un buen tiempo me dediqué a estudiar el proceso de construcción de coaliciones mínimas ganadoras. Era una cuestión abstracta y algo compleja. Más de una vez llegué a cuestionar la importancia práctica de aquellas páginas que me atrapaban y complicaban hasta romperme la cabeza. La verdad es que la respuesta la descubrí muchos años después, cuando al frente de grupos de toma de decisiones me la pase haciendo coaliciones ganadoras mínimas. No puedo decir que en mi experiencia como decisor hubiese alguna vez ganado con holgura, siempre lo hice con la coalición justa, la que me permitía sobrevivir y avanzar. Lo que me ha llevado a reflexionar, más de una vez, sobre la importancia de la teoría en la construcción de una comprensión adecuada del mundo, una que sea lo suficientemente poderosa como para permitirnos intervenir en nuestra realidad de la mejor manera posible. La teoría nos permite comprender mejor, por ende, nos permite atender los problemas y construir soluciones de una manera más eficiente y certera.
Me gusta pensar que la teoría juega el mismo papel que los anteojos: nos permite ver mejor. Pero esto sucede solamente cuando la fórmula es adecuada, cuando el aumento nos permite leer la letra pequeña. El diablo está en los detalles, según dicen; de manera que, como decisores, y todos lo somos en algún momento y en alguna dimensión de nuestra vida, nos corresponde mirar el mundo circundante con cuidado, entender sus múltiples mensajes, en particular los que se encuentran ocultos en las complejidades que nos circundan, en la penumbra, en lo borroso.
En particular, cuando nos encontramos con una realidad tan dinámica y cambiante como la que nos ha tocado vivir, tan llena de avatares y circunstancias cambiantes. Sin duda estamos en un momento de transición que implica un cambio de época y, en consecuencia, supone un incremento de la incertidumbre.
No es que una mirada despojada de la teoría pueda ser invalidada de entrada, hay gente que tiene una gran intuición o que adquiere una inmensa experiencia a lo largo de la vida, creo que en el segundo caso se produce una cierta teorización inconsciente que sirve de herramienta al enfrentarse al mundo (mi padre jamás teorizó, pero había acumulado una experiencia vital que le permitía pensar con claridad, supongo que también se trata de eso). Aun así, es posible decir que una mirada despojada de alguna construcción teórica suele implicar una visión errada o ingenua del mundo, lo que incrementa de manera exponencial la posibilidad de equivocarse, de dejarse llevar por sus propias preferencias sin cuestionarlas. A veces estamos tan convencidos de lo que sabemos o de lo que somos, que olvidamos que la primera persona que debemos cuestionar es a nosotros mismos.
La imagen de Sócrates poniendo en duda su propio conocimiento representa un tema que no es menor. No es que dudara de su propia valía, a fin de cuentas, fue capaz de tener un montón de discípulos y de enseñarles a ver el mundo y a pesar de sus enemigos era respetado en la Atenas de su tiempo. Creo que su percepción del asunto lo llevaba a estar más interesado en mostrarles cómo ajustar la mirada, como reconocer los hechos, como reflexionar bien. El aprendizaje teórico requiere un trabajo personal que corresponde al que pretende aprender y no al que enseña, que no es más que una guía. Al que aprende le toca lidiar por sí mismo con los temas, tomar las palabras del maestro e incorporarlas junto a las propias para construir algo nuevo, algo más claro: una comprensión más poderosa de lo real vs. lo aparente. Por eso es por lo que no es lo mismo decir que uno fue alumno de Sócrates a decir que uno fue Platón. Alumnos de Sócrates fueron muchos, Platón solo uno. En mis tiempos decían que no es lo mismo decir pasé por la universidad, que decir la universidad pasó por mí. Creo que de lo que se trata es de evitar el engaño, más bien el autoengaño.
En estas páginas hemos referido antes el error de los griegos al aceptar el Caballo de Troya como regalo, o la convicción de quienes iniciaron la I Guerra Mundial, creyendo que se trataría de una guerra corta (ejemplos hay miles). En los casos citados, los decisores actuaron movidos por sus convicciones y sus expectativas, más que por una evaluación racional o concienzuda de los hechos, Príamo estaba tan feliz de ver partir a los griegos, que olvidó pasar todas las señales de alerta, incluida la profecía de su propia hija.
Es terrible cuando actuamos movidos por el deseo. Las decisiones construidas desde la emoción pueden llegar a tener consecuencias terribles. Es cierto que en los últimos años la neurociencia ha comprobado el peso de las emociones en nuestra construcción como sujetos. Muchos estudios parecen demostrar que una gran parte de nuestras decisiones se realizan en automático, o fundamentadas en factores emocionales o cognitivos. Esa es precisamente la tesis de Daniel Kahneman, quien fuera profesor emérito de psicología y decisiones públicas de la Universidad de Princeton y un importante conferencista hasta su muerte el 27 de marzo de este año.
Yo no pretendo discutir con el profesor Kahneman, no en balde recibió el Premio Nobel de Economía en el 2002 por sus aportes en Teoría del Juicio y Economía Conductual. Más bien trato de indicar que a pesar de esa pulsión que sin duda está presente en nosotros, tenemos que entrenarnos para intentar minimizarla. Creo que se trata de controlar el impulso para que la racionalidad fluya todo lo posible, de manera que podamos alejarnos del asunto sobre el que vamos a decidir para evaluarlo sin que nuestras pasiones nos arrebaten. Cuestionarse a sí mismo pasa por preguntarnos acerca de nuestras motivaciones, nuestras razones, nuestros métodos, en el sentido griego de hacerse cargo de uno mismo. Se trata sin duda de un entrenamiento necesario para evitar las falsas percepciones y la construcción ficcional.
Termino recordando un texto que leí en aquellos años de los inicios de mi vida académica: La Decisión Presidencial en Política Exterior, publicado a principios de los años 90 por algún grupo editorial español y que fuese escrito por el profesor George Alexander. En algún capítulo discutía la figura del “abogado del Diablo” alguien que participaba en las reuniones para llevar la contraria, para ver los puntos flacos, para poner de manifiesto los errores. Los grupos tienden a sufrir del llamado síndrome del pensamiento grupal. Se trata de un fenómeno que los lleva a acoplar el pensamiento de tal manera que todos empiezan a estar de acuerdo con una decisión sin que nadie se atreva a cuestionarla.
Un poco en la dinámica de aquel cuento en el que nadie lograba percibir la desnudez del Rey. El Abogado del Diablo debe ser alguien dispuesto a decir la verdad sin importar los costos, debe estar autorizado para hacerlo y debe saberse libre de consecuencias asociadas a su empeño por buscar la verdad sin apuestas y sin ejercicios espirituales. Del otro lado, debe haber la madurez suficiente para saber que, como decía Mario Puzo: no se trata de un asunto personal.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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