Según la teoría Junguiana, la mente es un lugar — no un espacio — en el que habita el ego, entre infinitas variaciones de ideas. Una percepción que además, deja traslucir la idea que estamos habitados por una naturaleza escindida, algo en lo que el filósofo Jean-Bertrand Pontalis insistió durante buena parte de su vida y concluyó con una de sus frases más famosas “Estamos hechos de mil otros, la ilusión es el yo que pretende ser uno”. Para bien o para mal, la percepción sobre quienes somos — o seremos — es un valle inquietante lleno de trayectos tramposos.
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Para la escritora Anne Perry, la situación es incluso más evidente: en más de una ocasión, la autora insistió en que vive dos vidas. Una, que marcó su futuro quizás en cientos de formas distintas y la otra, que se encuentra tan lejos de esa herida indeleble como para resultarle irreconocible. “¿Por qué no puedo ser juzgado por quién soy ahora y no por lo que era, entonces?” se ha preguntado más de una vez, frustrada, aterrada y enfurecida por ese otro yo que emerge, de una forma u otra, en la manera en que la escritora se comprende a sí misma. Perry, es de hecho, una mezcla entre la alargada sombra de su pasado y la nueva vida que forjarse después. Una mujer que a la vez contiene a otras tantas, cientos de versiones de sí misma cada vez más complejas y duras de entender. Y entre todas ellas, la huella de un violento asesinato de la que no puede escapar y que de una forma u otra, define la mayor parte de su vida.
En 1954, Juliet Hulme de quince años, era una adolescente obsesionada con la muerte que vivía en el pequeño pueblo de Christchurch, Nueva Zelanda. Tan profunda, inmediata era su obsesión con lo mórbido, como para tener “recurrentes fantasías sobre matar”. Llegó a escribir largas narraciones sin resolución sobre el placer vanidoso de “arrebatar la vida” y también, de asumir el peso de “la violencia” como una parte de la naturaleza humana, tal y como la comprendía. La futura Anne Perry era una niña prodigio: podía leer y escribir desde los cinco años de edad y para los diez, ya guardaba una buena colección de relatos unidos por un único punto en común: el cómo matar. Juliet sabía el poder de la muerte, lo podía imaginar con tanta claridad como para crear y construir una mirada simbólica sobre la violencia. Una y otra vez, sus relatos terminaban con baños de sangre: balaceras, palizas, puñaladas. La adolescente sabía que entre la vida y la muerte, había un pequeño espacio retorcido, doloroso y la mayoría de las veces, inexplorado. Y era esa grieta invisible, la que capturaba su imaginación. Tanto y de tantas formas distintas como para al final, convertirse en un objetivo abstracto del que ni siquiera estuvo consciente hasta que se hizo inevitable su conclusión.
Pauline Parker también tenía quince años. Era una amiga cercana de Juliet y tenía una madre a la que detestaba. Anne diría después, que ambas pasaban horas en medio de ensoñaciones crueles sobre la muerte de la mujer. Pauline contaba sobre los horrores que sufría en la casa materna. Los castigos de diversa índole a los que la mujer le sometía. Y aunque Anne jamás vio una sola marca o prueba de lo que su amiga contaba, le creía. “Me gustaba imaginar que la violencia era tan cercana. Que ocurría algo semejante a la vista de todos. Que yo lo sabía y había una línea entre la realidad y lo que podía imaginar cada vez más difusa”. Por supuesto, más allá de su avidez por la noción de la violencia real, Anne tenía una necesidad profunda de expiar el dolor interior que le atenazaba, le golpeaba y le aplastaba. Su vida no había sido sencilla: luego de enfermar por tuberculosis, no había asistido a la escuela durante dos años, lo que la había obligado a permanecer aislada y recluida en la casa de sus padres. La escritora apenas recuerda la época, en la que los días y las noches eran virtualmente idénticos, unidos por la debilidad, la fiebre y el miedo. “Creí morir y después, me convencí que deseaba matar” explicó en una de las escasas ocasiones que ha escrito sobre el tema.
Además, la situación en la pequeña casa que compartía con sus padres, era cada vez más violenta: la pareja tenía una relación complicada que se convirtió en insostenible con la enfermedad de su hija. Como si eso no fuera suficiente, el 19 de Junio de 1954 — tres días antes de que Anne participara en el asesinato de Honora Parker — todos los finos hilos que sostenían la vida doméstica parecieron romperse a la vez y condenar a la convivencia de la familia Hulme al caos: Anne encontró a su madre en la cama con un amante y se lo dijo a su padre, lo que provocó la inmediata separación entre ambos. Como si lo anterior no fuera suficiente, el patriarca familiar perdió el trabajo y gastó los fondos de la familia antes que cualquier otro miembro pudiera acceder a ellos. Para el 22 de Junio, anunciaba que pondría en venta la casa y que Anne viajaría a Sudáfrica para vivir con una de sus tías, porque no podía mantenerla. “La idea de la muerte se hizo tan cercana como para que no pudiera pensar en nada más” escribió Anne Perry. “Todo se acercó a un único final, una inevitable puerta abierta que crucé sin dudar”.
Para Anne, la amistad con Pauline se volvió una forma de soportar la constante presión, el miedo y al final la ira. Su amiga insistía en una vida de maltratos, en la necesidad que Anne le ayudara a “sobrellevar el terror”. La amistad se volvió claustrofóbica, una tenaz conjunción de pequeños dolores y pulsiones, un romance platónico cada vez más angustioso y devorador. Para cuando la precaria paz doméstica de los Hulme estalló por los aires, Anne se refugió en Pauline y ambas idearon un plan concreto para escapar del miedo y la violencia que ambas soportaban. “Ambas soñábamos con viajar a Sudáfrica juntas” contaría la futura escritora después “abandonar Nueva Zelanda, nuestras respectivas historias, comenzar otra vez”.
La madre de Pauline se negó. No solamente lo hizo sino que además, ordenó a su hija alejarse de Anne, cuya vida familiar la había hecho la víctima propiciatoria de burlas y menosprecio. El 21 de junio, Honora Parker echó a Anne de su casa y le pidió no volver a acercarse a su hija. Le horrorizaba el aspecto famélico de la niña, ropas rotas y además, la incómoda situación en que se encontraban sus padres. Los rumores sobre la infidelidad, el inminente divorcio y la violencia detrás de la pequeña casa familiar de los Hulme eran cada vez más escandalosos, dolorosos, insistentes. Y por supuesto, Honora no imaginaba a su hija en medio de una situación semejante. “Nos prohibió incluso el más mínimo contacto” contó Anne “Dejó claro que lo que sea que nos unía era insano, tenebroso y al final, francamente indecente”.
Todo lo demás ocurrió muy rápido. El 22 de Junio, Pauline fue en busca de Anne y le explicó que odiaba a su madre. “Estaba furiosa, herida” escribiría la autora. La situación se tornó incluso más confusa y fue la primera vez, que Anne comprendió que había en su mente otras mujeres, otras voces, otros reflejos de dolor y angustia. “Estaba aterrorizada pero también furiosa. Necesitaba expiar la angustia. No hacía más que recordar lo ocurrido con mi madre y mi padre” Al final, Pauline y Anne llegaron a un pacto extraño y doloroso. “Una muerte por la libertad” insistió Pauline.
“Sentí que tenía una deuda que pagar” explicó Perry en una entrevista para el periódico The Guardian en 1998 “Pauline fue la única que me escribió cuando estaba en el hospital (durante la tuberculosis) y amenazó con suicidarse si no ayudaba. Vomitaba después de cada comida y perdía peso todo el tiempo. Estoy segura que era bulímica. Realmente creía que ella le quitaría la vida y no podía enfrentarlo” contó la escritora. También insistió en no recordar qué había ocurrido en la tarde en que junto a Pauline, aguardó a la madre de esta última en un parque de Christchurch, con ladrillo envuelto en una media. Aguardaron entre los árboles por más de dos horas hasta que Honora llegó, en busca de Pauline. La hija se adelantó primero pero después diría que fue Anne la que golpeó a su madre hasta la muerte. Que golpeó hasta que Honora dejó de gritar y siguió haciéndolo hasta matarla. Que tuvo que apartarla a la fuerza, cuando el sonido de los huesos al romperse amenazaba con enloquecerla. Pauline aseguraría después, que estaba tan aterrorizada que creyó Anne podría matarla. Que cuando su amiga levantó la cabeza del cuerpo inmóvil de Honora, “era otra mujer”. Tenía la cara cubierta de sangre y sonreía. “Parecía feliz” insistió Pauline, quien después corrió para huir del cadáver y la muchacha de pie a su lado, que aun sostenía la media empapada en sangre fresca.
“Fue alguien a quien no reconozco” diría Perry “Tanto, que no recuerdo lo que ha hecho” asegura la mujer en que la adolescente se convirtió y que aún se horroriza de sí misma.
Las tinieblas íntimas.
Anne estuvo cinco años recluida en la prisión de mujeres de Mt Eden en Auckland. Tanto ella como Pauline fueron juzgadas y encontradas culpables en agosto de ese año y sentenciadas a permanecer detenidas bajo una curiosa figura legal, llamada la gracia de Su Majestad, en lugar de la pena de muerte que por ley ambas debían recibir debido a la gravedad de su crimen. Pero en la práctica, ningún juzgado sabía muy bien qué hacer con las chicas, demasiado jóvenes para morir pero no para matar. De hecho, es uno de los casos emblemáticos de Nueva Zelanda, que aún se analiza en juzgados y documentos, para comprender la naturaleza de un crimen de violencia. A pesar de sus quince años, su historial médico y el contexto que le rodeaba, la naturaleza del asesinato había sido tan atroz, temible y aterrador que Anne fue juzgada con toda la dureza de la ley y aunque no pudo aplicarsele una pena como adulta, si sufrió los rigores de la ley.
Mt Eden era considerada una de las instituciones más duras del país y de hecho, la decisión de enviar a la adolescente Anne a purgar la pena impuesta por la ley entre sus muros levantó furor. Pero tanto el juez como la corte estaban convencidos que debía hacerlo. Que, a pesar de no poder recluirla de por vida, debía ser un castigo ejemplar. De modo que la pequeña niña, de apenas cuarenta y cinco kilos, que aún sufría de convulsiones provocadas por las secuelas de la tuberculosis, se convirtió en la única niña del penal. Una rareza judicial y criminológica que convirtió a Anne en una especie de leyenda oscura en Nueva Zelanda. “Incluso antes de comenzar a escribir, era conocida” comentó en una oportunidad, con el humor sardónico que la ha hecho famosa.
Para Anne, la cárcel fue una prueba de voluntad, inteligencia y recursos. Y en cierta forma, se enorgullece de haber sobrevivido a la experiencia “fortalecida”, una palabra que repite en innumerables ocasiones al hablar de su experiencia. “Hacía frío, había ratas, sábanas de lona y ropa interior de lino. Tuve que lavar mis toallas sanitarias a mano y me pusieron a trabajar físicamente hasta que me desmayé”. contó al New York Times en una entrevista a finales de la década de los noventa. Ya por entonces, comenzaba a ser famosa y su pasado, que tanto se había esforzado en sacar a la luz, se reveló. En lugar de amilanarse, la escritora ofreció entrevistas y respondió preguntas. De la época, data su frase que asegura que la cárcel fue “lo mejor que pudo haber pasado”. Fue allí donde me arrodillé y me arrepentí” ha dicho en más de una oportunidad. “Así es como sobreviví a mi tiempo mientras otros se reían a carcajadas, creyendo podían hacerme daño al haberme recluido. Pero en realidad, estaba agradecida. Unos protestaban porque era una niña. Otros porque no pagaba lo suficiente. Parecía ser que la única que decía: soy culpable y estoy donde debería estar, era yo misma”.
Fue entonces cuando nació Anne Perry, una nueva mujer entre las cenizas de la adolescente. “Tuve que renunciar a mi pasado, lo más difícil que se pueda imaginar, y comenzar la vida en mi nueva identidad”. No fue una decisión sencilla, pero al final de su condena y con veinte años cumplidos, fue la más inmediata que pudo tomar. Se lo planteó durante los primeros años en la cárcel y para el último, tomó la determinación de hacerlo no sólo para escapar de su pasado, sino de la adolescente que había sido. Ordenó a su madre quemar sus viejos cuentos, olvidó la vida en su pueblo natal, terminó por sepultar cada parte de su vida hasta que simplemente, la pequeña Juliet dejó de existir. Tanto, que el primer día fuera de la cárcel, se aseguró de ser llamada Anne. Se cortó el cabello “como un chico”, buscó ayuda religiosa — dos años después se convertiría a la religión mormona — y con una insistencia muy cercana a la obsesión, encontrar “otra vida”. Regresó a Inglaterra, obtuvo una visa para EEUU y trabajó por años como vendedora. Por último, atormentada y sin rumbo, decidió retomar el camino “de vuelta a casa” y terminó por mudarse a Portmahomack, una comunidad pequeña y aislada en Escocia. “Era otra mujer, tan distinta a la que había vivido antes, en la casa de mi madre y a la que había sobrevivido Mt Eden que le costaba reconocerse en el espejo. Todavía no sabía que haría en adelante. Comenzó a trabajar en la tierra, después como ayudante doméstico. “Me miraba al espejo muchas veces al día sin reconocerme una sola vez. Después dejé de hacerlo” Por último, volvió al lugar en que comenzó todo: la hoja en blanco.
Volver a escribir fue para Anne una decisión complicada. Sus primeros relatos pertenecían a Juliet, obsesionada con morir — o matar — y no a Anne, que pasaba buena parte del tiempo de rodillas, arrepentida y aplastada por la culpa. Para la escritora, se trató de una decisión que tenía poco o nada que ver con su necesidad de expiación — necesaria — o con su impulso creativo, que consideraba inevitable. “Entre ambas cosas, había un espacio difícil de explicar” cuenta pero al final, la pulsión por narrar, triunfó. Se encontró escribiendo unas cuantas horas al día, después la noche entera. “Era un segundo llamado, tan fuerte como el de la Iglesia” contó.
Como mormona, su determinación por entender el origen de la fe era tan potente como la compulsión por narrar “Al final, fue como lograr liberarme de las tinieblas íntimas”.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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