Shirley Jackson era una mujer tenebrosa, rodeada de una extraña historia personal que la hacía tan desconcertante como cualquiera de sus personajes. Callada, distante, con un extraño y cínico sentido del humor, Jackson se alejaba por completo de la noción de la mujer sumisa de la década de los cincuenta, ella causaba sorpresa y sobre todo, una profunda incomodidad. Según sus propias palabras y los testimonios de quienes le frecuentaban — un selecto grupo de amistades que conservó durante toda su vida — Shirley era una mujer «siniestra». Lo decían sus compañeros de The New Yorker — en donde fue colaboradora por más de dos décadas — , y también quienes la conocieron en la revista Woman’s Day, que jamás sospecharon que la mujer que escribía divertidos artículos sobre su vida cotidiana — sus pequeños desastres hogareños, sus problemas para encontrar la casa ideal en North Bennington, en Vermont, e incluso lo raro que resultaba su matrimonio con otro escritor — también podía escribir sobre el horror, la muerte y lo desconocido con una prosa tan precisa como la que usaba para describir simpáticos dilemas provincianos. El contraste resultó casi aterrador para la mayoría de quienes le rodeaban. De súbito, la pálida mujer de antojos no parecía tan inofensiva ni tan corriente como la mayoría había supuesto.
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Esa ambigua percepción sobre Jackson se mantendría por el resto de su vida. Sobre todo, luego que Jackson se convirtiera en el símbolo de la mujer norteamericana de clase media gracias a sus artículos: muchas lectoras se veían reflejadas en la placidez doméstica de sus relatos — en 1952 se publicarían con el título Life Among The Savages — y sobre todo, en su particular sentido del humor para sobrellevar las mínimas desgracias cotidianas. Jackson era capaz no sólo de narrar lo que ocurría en los suburbios norteamericanos, sino que además lo hacía con sensibilidad, buen gusto y elegancia. Para mediados de 1947, la escritora era una pequeña celebridad literaria y sus artículos gozaban de la lealtad de un nutrido grupo de lectores que le seguían de publicación en publicación. A la vista de sus fanáticos, Jackson era un ama de casa modélica con enorme talento para la escritura.
Entonces, en 1948 se publicó el cuento La lotería y Jackson rompió el delicado equilibrio entre su engañosa imagen pública y su ambición literaria. Para entonces, ya la escritora había publicado la siniestra novela The Road Through The Wall y algunos otros relatos, pero La lotería fue un golpe de efecto de profundo significado que devastó la trivial noción que hasta entonces se tenía sobre el trabajo de la escritora. El cuento no sólo es una magnífica obra de terror, sino que además analiza el género desde una perspectiva novedosa que desconcierta por su dureza. Jackson crea un ambiente malsano y espeluznante basado en los detalles y con la misma placidez de sus narraciones domésticas.
Además, la historia construye una inesperada dimensión macabra de lo que horroriza. Se trata de un miedo primitivo y casi doloroso que sorprende por su efectividad. Un cuento de horror folk que desde su engañosa apariencia de vulgaridad cotidiana, logra el efecto inmediato de horror puro.
A primera vista, no hay nada destacable ni especialmente peligroso en el pueblo pequeño y tranquilo que describe la escritora. Hay una atmósfera cotidiana en las charlas triviales de los personajes, incluso en el inocente sentido del humor con que bromean entre sí. Pero de súbito, toda la narración toma un arco retorcido que es quizás, el rasgo más duro de asimilar de la narración. El horror y lo siniestro llega como una ola, atraviesa el paisaje y lo transforma en una oda a lo temible, lo que se esconde debajo de la máscara corriente que todos llevamos en alguna oportunidad. Con La lotería Jackson incursiona en una nueva dimensión de lo terrorífico y lo hace con un pulso que sorprende por su eficacia. Una obra maestra de enorme alcance literario que, prácticamente de la noche a la mañana, la convirtió en una de las escritoras más importantes de su generación.
La reacción no se hizo esperar: con su estilo brutal y explícito, La lotería aterrorizó al público devoto de Jackson y convirtió la admiración en una ola de indignación sin precedentes. The New Yorker recibió todo tipo de cartas y reclamos de lectores, que acusaban a la escritora de «causar el pánico» y «de grotesca». Jackson no sólo no respondió directamente a la polémica, sino que además pareció encontrar humorística la cólera que provocó la mera insinuación del horror en medio de la normalidad.
En el artículo que Jackson escribió sobre el escándalo que provocó la publicación del cuento Biografía de una historia, la escritora incluye fragmentos de las cartas que recibió, pero también usa el paralelismo del linchamiento público que padeció durante varias semanas para demostrar que el terror descrito en el cuento no es otra cosa que una metáfora. Con una escalofriante frialdad, Jackson logró crear un duro paralelismo entre La lotería y lo que estaba ocurriendo bajo el ojo ciego de la sociedad estadounidense. El país se encontraba en plena caza de brujas política y en los albores de la Guerra Fría. La violencia verbal y las acusaciones estaban en todas partes, y de pronto el pequeño pueblo imaginado por la escritora — y sus secretos — no parecían tan lejos de la realidad.
De hecho, toda la obra de Shirley Jackson tiene el mismo elemento coloquial de dura alegoría sobre la realidad que le rodea. Cada una de sus obras se sostiene sobre un elemento mágico que se hace cada vez más tenebroso a medida que la narración se hace más compleja pero también humana. Para la autora, la fuente de inspiración primaria no era lo sobrenatural sino las pequeñas vicisitudes que le rodeaban, convertidas en pequeñas escenas cotidianas con un reborde maligno. Lo tétrico no es el motivo ni el objetivo central de su obra, sino algo más cercano a la amargura y al miedo. Al horror reconvertido en algo más abrumador y doloroso. Una mezcla de frustración, apatía y angustia que transforma cada una de sus novelas en una percepción hórrida sobre los dilemas existenciales corrientes. La prosa de la escritora se convierte en paisajes anómalos y deformados de lo cotidiano. Una mirada a los infiernos invisibles poblados de rostros comunes.
En una ocasión Shirley Jackson dijo que sus monstruos siempre sonreían. Que habitaban en las relaciones de familia, en los círculos de amistades, en los polvorientos rincones de las casas que la escritora imaginaba como una visión del miedo y la belleza. Sus criaturas son hombres, mujeres y niños, la mayoría de aspecto agradable, con un retorcido sentido del humor y una conciencia de sí mismos que sorprende por su agudeza. Y entre toda esa placidez burguesa, habita un dolor y una maldad de enorme densidad. Capas tras capa de sufrimientos, frustraciones y temores convertidos en una oscuridad plausible y conmovedora.
Se suele insistir en que las mujeres son el motor esencial de toda la obra de Jackson. No obstante, no se trata de una predilección de género o una opinión de la escritora sobre lo femenino, sino algo mucho más orgánico y complejo. Las mujeres en la obra de la escritora son elementos imprevisibles que transforman la narración en un recorrido sorprendente y lleno de matices. Las describe llena de delirios, angustias y debilidades. Pero también, tan poderosas, inquietantes y macabras que ese simple giro de la manera como el género percibe a lo femenino, dota a sus obras de un elemento incontrolable. Las mujeres de Jackson son fuerzas de la naturaleza: incógnitas y reflejos de lo incierto y lo tenebroso. Al contraste, muestra a lo masculino desde lo previsible. Simplificaciones casi maliciosas que logran crear una rara tensión insólita al fondo de cada narración.
Jackson solía reírse sobre sí misma. Con frecuencia escribió sobre la brujería y las prácticas paganas en Nueva Inglaterra y se aseguró de dejar en claro que no sólo los conocía de manera académica, sino que además, era una sincera practicante de ritos antiguos. Para Shirley — la provocadora, la mujer extraña que logró aterrorizar a una nación con un único cuento — la idea de la bruja era algo más que una mera anécdota histórica. Cuando su marido bromeó con la presa al declarar que «se había casado con una mujer maligna, una bruja» los periódicos se lo tomaron en serio y Shirley también. Con su habitual y sardónico sentido del humor, Shirley admitió, a quien quisiera escucharla, que desde niña había practicado vudú y que tenía una amplia experiencia en conjuros y hechizos. «Llevo la maldad como una marca», llegó a decir, para horror y fascinación del público que por entonces ya le temía y admiraba en partes iguales.
Quizás esa sea la única forma de comprender a Shirley Jackson: Una mujer escindida en dos rostros contrarios. Por un lado, la mujer esposa y madre. Y por el otro lado, la siniestra, a la que le gustaba elaborar juegos de palabras sobre la maldad primitiva en la mente humana. Un valle tétrico poblado de monstruos sonrientes. Una enorme casa cuyas puertas no conducen a ninguna parte, sus habitaciones son más grandes de lo que aparentan y en las que el horror habita como una sombra sonriente. Una extrañísima combinación entre lo temible y lo vulgar que sólo el talento de Jackson pudo conjugar en una mirada ambigua sobre la realidad.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
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