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Fui una niña criada bajo las ideas del Dr. Spock, el pediatra, no aquel del saludo vulcano. Por tanto, soy de la generación cuyos padres confiaban en sus instintos y se atrevían a escuchar su sentido común.  

Confieso que como hija única hubo mucho consentimiento, pero también bastante carácter para que fuera “una mujer de bien”, porque “el que se esfuerza llega lejos”, así que tocaba ser responsable: “estudia para que seas alguien en la vida”. Estas fueron las frases con las que crecí, las que mi madre me repetía más que ese cassette de éxitos radiales grabados sin comerciales que yo escuchaba sin parar.

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Como muchas adolescentes fuera del colegio, flojeaba en la casa, me instalaba a hablar por teléfono durante horas y leía la revista Cosmopolitan. Mi tiempo de ocio se respetaba, porque obviamente yo respetaba primero mi responsabilidad escolar. En mi hogar hubo reglas claras, hubo conversaciones sinceras y siempre estaba patente el equilibrio entre el deber y el placer; lo que decían en la calle y lo que era verdad en mi casa. 

Por esa razón supe muy rápido qué debía hacer para estar bien con mi mamá y cuáles eran las consecuencias si me olvidaba de ello. Rebelde, intransigente y consentida, sí, pero consciente de la invariable pérdida de privilegios si no hacía lo correcto. Me criaban para ser una ciudadana. 

Hoy veo a madres estresadas porque no saben vivir con su progenie. Están ocupadas en seguir unas reglas impuestas por un sistema perverso, llenándose y llenándole la cabeza a sus hijos de tonterías. Hoy hay más niños enfermos del cuerpo y del espíritu. Pequeños que no viven su infancia porque sus padres no saben cómo enfrentar cada etapa de vida de su hijo. Así el sentido común se fue de algunas casas para nunca volver. 

Cuando estuve embarazada compré libros de psicología infantil. Mi ginecobstetra me regaló un libro bello sobre el crecimiento de los bebés y me habló durante 15 años de los indicadores de desarrollo de mi hijo. Como madre siempre leí, investigué, escuché a mi mamá, presté atención a la voz centrada de mi esposo y sobre todo, me escuché a mí. Así crecimos como familia y criamos a un atleta de alto desempeño que hoy es un hombre de 28 años.

Recuerdo mi vida infantil y adolescente, recuerdo la de mi hijo y no puedo sino aterrarme de esos padres que dicen que su hijo de 4 años tiene una crisis de identidad (¡de 4 años!). Niños que van creciendo entre distopías, voces de pseudoexpertos e influencers que dicen qué es lo correcto. Veo cada noticia, cada ley en este país que vivo, cada alteración hormonal, cada operación quirúrgica y solo puedo pensar en el impacto de las palabras mujer, maternidad, matrimonio, niñez, sociedad, futuro.

Sí, los tiempos cambian, pero la estupidez humana se mantiene incólume, siempre renovándose en nuevas maneras de entorpecer la inteligencia.

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Escritora y cronista.

Columnista en The Wynwood Times:
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