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Cota 905

Desde lejos las luces de las noches caraqueñas se asemejan a un gigantesco nacimiento nocturno. Al menos esa es la sensación que recuerdo de alguno de mis viajes infantiles al lado de mis padres. Íbamos a Caracas a pasar vacaciones, lo hacíamos con cierta frecuencia. Mis hermanos y yo lo considerábamos un premio por sacar buenas notas en la escuela. Aquella era una ciudad inmensa a mis ojos, paseábamos por Sabana Grande, o recorríamos Las Mercedes. En aquel entonces soñaba con la posibilidad de irme a vivir a aquella ciudad que parecía tan lejana y compleja. Pero era solo una pequeña ilusión para un muchacho de un pequeño pueblo del centro del país que por lo general usaba sus tardes corriendo por las angostas calles llenas de casas bajitas y descubriendo personajes inolvidables que habitaban en aquel lugar bucólico donde me correspondió crecer.

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Mi vida entonces era bastante simple, en el pueblo nos conocíamos todos, las casas permanecían abiertas y la policía atendía pequeños conflictos cotidianos que, en tanto que recuerdo, jamás pasaban de ser pequeños reclamos o jaleos intranscendentes. Los muchachos jugábamos en las calles y en las canchas deportivas, en esos momentos Venezuela vivía el “boom” de los 70s y todos parecíamos destinados al éxito inevitable. Uno se pregunta qué tortuosos hados malvados torcieron el destino que parecía correspondernos.

Luego de muchos años llegué a Caracas, la ciudad era aún vivible, aunque compleja. Me tocó, como a todos los hombres y mujeres de mi generación, ver el progresivo deterioro de nuestras interacciones sociales. Las crisis se hicieron progresivas, una era peor que la anterior. Las ciudades se hicieron hostiles, empezaron los robos cotidianos, la violencia. La gente protegía sus casas con fuertes barrotes que, sin que nos diésemos cuenta, se hicieron parte del paisaje. Empezamos a andar juntos y tratábamos de ser cuidadosos.

Pero la cosa no para allí. Comenzamos a ver el deterioro del Metro, la basura, los niños abandonados en situación de calle y una violencia contenida que empezó a habitarnos de repente y que se hizo manifiesta en las estadísticas de fallecidos por causas violentas los fines de semana. Pero hubo más, a la violencia cotidiana de los atracadores, se sumó la violencia política, la de Lina Ron y compañía o la de la Piedrita. El país se convirtió en absurdo, nos dimos la espalda y decidimos, en algún momento, que las guarimbas eran una buena idea. El país ha estado sometido al abuso y el exceso desde hace por lo menos 40 años, los últimos 20 son peores, claro.

Entonces uno se pregunta cómo plantearse la construcción de una asociación política democrática en medio del desbordamiento de las pasiones colectivas, cómo podemos construir desde el odio, cuáles son nuestros puntos de encuentro, ¿tenemos puntos de encuentro? Quiero decir, ya no se trata solamente de la lógica del secuestro exprés, del deterioro de las cárceles o de la inmensa corrupción, ahora vivimos la construcción de varias pretensiones de estados paralelos que pretenden apropiarse de su pedacito de país, una lógica que a mí se me parece a aquel territorio de fantasía sometido a la guerra permanente y levantisca que fue Venezuela a todo lo largo del Siglo XIX, país por cierto que fue sometido bajo los rigores del Gomecismo a principios del siglo XIX y que fue justificado bajo el argumento del Gendarme necesario, triste argumento que llevó a la Rotunda a muchos héroes de la resistencia pero que, ciertamente, pacificó a un país que debía ser pacificado.

Cuando era niño yo soñaba con ser jugador profesional de baloncesto, practicábamos en el gimnasio Federico Sánchez, antiguo promotor deportivo que conocí y recuerdo apoyando sus rodillas destrozadas en un par de bastones. Jugué durante años, llegué a formar parte de la selección estatal pero nunca llegué más allá, no tenía las condiciones, sin embargo, comprendí que unos sueños se realizan y otros no. Desde esta perspectiva me pregunto si el Koki aspiraba desde niño con ser jefe de una pequeña mafia capaz de aterrorizar a la ciudadanía y enfrentarse, a sangre y fuego, a las fuerzas del Estado; hago esto con ingenuidad y sin calificar la actuación, capacidad o moralidad de las fuerzas policiales, creo que no hace falta hacerlo.

hombre sin sueños

Uno puede pensar que la niñez del Koki fue corta, que desde pequeño fue sometido a la violencia sistemática que viven los barrios caraqueños. Supongo que allí donde uno jugaba a policías y ladrones con pistolas de plástico, el lo hacía con algún hierro con el serial limado. Koki tiene la mirada endurecida de un hombre que lleva la muerte como compañera. Es impresionante su capacidad de fuego, su talante delincuencial. Uno puede llegar a considerarlo algún “Tipo Ideal Weberiano” de la criminalidad criolla.

Tendríamos que advertir en contra de quienes lo consideran un héroe, o de quienes lo aúpan pensando que es una solución para desatar nuestro Nudo Gordiano. Me hace recordar aquella fábula de Esopo que nos advierte sobre la naturaleza del alacrán, digo, se trata, ni más ni menos, que de un criminal que pretende reinar en un pedacito de país para aterrorizarnos.

Pero, además, tenemos que preguntarnos cómo es que alguien logra construir semejante fuerza de fuego. ¿Cuál es el negocio que permite semejante inversión y quiénes están involucrados? Pero, más aún, ¿qué tipo de sociedad permite la aparición de estos monstruos de pesadilla? Terribles cosas parecen habitarnos. La lógica del mundo medieval era la de proteger la vida en medio de una realidad hostil, es una lógica que contrasta con la aspiración libertaria que es parte fundamental de la promesa de la modernidad.

Uno se encuentra entonces con una sociedad medievalizada, violenta, con un profundo deterioro de la moralidad colectiva. Un sitio en el cual es difícil soñar. Koki es un hombre que, sin duda, no tuvo sueños infantiles, un sujeto deshumanizado, un lord de la guerra. Por supuesto que es culpable de ser quien es, pero no es el único culpable. Acá hablamos de una sociedad que se mueve entre el abandono y el olvido, de múltiples sombras en medio de la montonera.

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Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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