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Avila 2

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Título: Ángeles de Montalbán I
Autor: Edgar Ferreira Arévalo

—Señora, no he comido nada desde ayer. ¿Tiene algo que me dé? —dijo el niño.

Yo lo había observado durante el transcurso de la misa. Abordaba a los feligreses en la entrada del templo. No tendría más de siete u ocho años, tal vez más. Una franela sucia y muy larga era toda su vestimenta. Cuántas veces habría repetido lo mismo aquel día.

—No tenemos nada. Disculpa, hijo —respondí por Alicia y por mí.

Seguimos de largo hacia el mediodía de un domingo en Montalbán I. Los araguaneyes se encendían bajo la luz de marzo. Alicia se detuvo por unos momentos para dialogar con un gato callejero. No cruzamos palabra por un par de minutos. Mi amiga caminaba con lentitud, más bien reflexiva.

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—¿Te importa que pasemos un momento por la panadería? ­—preguntó.

—No. Para nada. Vamos —dije.  

Sabía muy bien que su situación no era la mejor. En Venezuela, ser maestro equivale a afrontar un doble reto: vocacional y económico. Buena parte de su familia había emigrado a España y Estados Unidos. Se veía obligada a hacer malabarismos —y no ante el semáforo de cualquier esquina— para sobrevivir. Como tantos otros colegas.

Tras comprar tres canillas preguntó de nuevo:

—¿Podemos devolvernos a la iglesia? Olvidé hablar algo con el padre Antonio. Es rápido.

—Seguro. Vamos.

Yo intuí sin mucha dificultad sus intenciones. La conocía. No me atreví a señalar nada. Podía tratarse de una falsa percepción de mi parte.

El niño continuaba en la entrada de la iglesia, ya casi vacía y a punto de cerrar. El último de los asistentes, un anciano de flux y bastón, le decía algo en ese momento, antes de proseguir con un gesto evasivo. Por fin lo abordamos:

—¿Cómo te llamas? —preguntó Alicia.

—Luisito.

—¿Y cuántos años tienes?

—Creo que son diez.

Alicia y yo nos miramos. Ni siquiera el humano derecho a conocer tu edad con exactitud. En qué mundo estamos. Parecía más bien bajo de estatura, si en verdad sumaba diez años.   

—¿Y dónde vives? ­—pregunté yo, por decir algo, por llenar el silencio.

—Por ahí. En cualquier lugar, señor.

Imaginé que “cualquier lugar” no tenía techo ni paredes.

—¿Y con quién vives, Luisito? —insistí.

—Con varios chamos más.

—¿Dónde?

—Por La Vega.

Ya la puerta de la iglesia se había cerrado. Un perro se paseaba entre nosotros, agitando la cola, como apostando al optimismo. Tan criollo como el que más. Así somos.

Alicia suspiró. Extrajo entonces dos de las canillas de la bolsa de plástico:

—Toma. Luisito. Para ti.

El niño abrió los ojos y sonrió. Agradeció a media voz. Llamó mi atención la gravedad de adulto en sus maneras. La calle había inoculado en él una madurez precoz. Se encaminó hacia un rincón junto al portón y se sentó en el suelo. Con un hambre inocultable, se dio a la tarea de comer. Si no era ahora, cuándo.

—Ojalá pudiéramos hacer más por él.

—Hermosa acción, Alicia. Estoy conmovido. Muy noble de tu parte —asomé.

No respondió. Luisito devoró una de las canillas en pocos minutos. Nos miró con otros ojos:

—Gracias, señora —masticó, barriga llena y corazón contento.

Mi amiga y yo asentimos casi al tiempo. Nos despedimos de él y comenzamos el retorno a casa, bajo un calor importante. En la distancia, el Ávila era un vitral verde bajo la altura azul.

Al cruzar la esquina sobre la calle 2, me volteé por curiosidad hacia la iglesia. Luisito hablaba en ese momento con dos niñas. Quedaba claro que la vida tampoco había sido muy generosa con ellas. Afiné la vista. Sí, no cabía duda: el niño les ofrecía en ese momento la mitad de la canilla restante.

Me giré de nuevo. Seguimos caminando. No hice ningún comentario. Parece que los ángeles agradecen la discreción.

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