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Hablar con mi padre bajo la sombra de algún árbol, era para mí un ejercicio cotidiano. Lo hacíamos de manera recurrente sin que se acabasen los temas. Aquellos árboles que poblaban el patio de mi casa de la infancia, de alguna manera se convirtieron en testigos de aquellas conversaciones a través de las cuales se iba tejiendo un amarre intergeneracional mediante el cual se compartían experiencias y visiones. Supongo que mi padre asumió, en algún momento, que parte del ejercicio de su paternidad tenía que ver con la construcción de un espacio de conversación en el cual él revelase parte de su experiencia vital. Quizás de allí nació mi interés por los viejos y su experiencia. Suelo tener amigos que son mucho mayores que yo. Me gusta su conversación, me producen la sensación de que a través de ellos puedo aproximarme a una multiplicidad de situaciones que de otro modo hubiesen permanecido ocultas e inaccesibles. Así explorar esas vidas mediante la conversación me ha permitido, en muchos casos, leer una serie de historias, en una serie de personajes que tienen algo de literario, casi podría decir que cada una de esas vidas es una novela extraordinaria que al ser contadas permanecen en el tiempo. Me gusta pensar que eso construye un tejido constitutivo de nuestra identidad cultural. Nuestra se produce en comunión con los otros, no existe la posibilidad de establecer nuestra identidad individual sin un referente humano que nos acompañe.

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Así, la conversación con los viejos me permitió siempre verme en la experiencia de los otros. Solía escucharlos atentamente. Era común que la familia y los amigos se reunieran para conversar sobre diversos temas. Uno escuchaba sin participar, los niños de aquellos días no solíamos interrumpir a los mayores y era solo cuando nos íbamos validando, a través de nuestras acciones, cuando se nos iba abriendo, de a poco, aquel espacio de conversación. Al principio uno hablaba corto y con precaución, había, creo, un cierto sentido del ridículo que nos acompañaba, junto a una idea de respeto que era establecida de manera rigurosa. Al abrirse la conversación se producía un encuentro entre las múltiples voces que representábamos, se establecía una narrativa que nos incorporaba, de la que sabíamos que formábamos parte y la que estábamos dispuestos a defender. Uno podría decir que se trataba de tiempos más ingenuos, que había menos información disponible, pero creo que también se podría decir que había, en muchos sentidos, mucha más consistencia. Creo que en aquel entonces se hacía una apuesta mayor por la permanencia y el cuido de las tradiciones. 

La conversación que incorpora al otro y lo valida nos permite construir una percepción acerca de su identidad, conocerse es, ante todo, descubrirse, abrir un espacio personal para permitir que el otro pase y de cuenta de quienes somos, qué pensamos, de que somos capaces. Si bien lo privado es un espacio protegido a la mirada de otros, la amistad nace precisamente de la invitación que hacemos a los otros a acompañarnos. Se trata de quitarnos las máscaras que solemos usar en el espacio público para mostrarnos tal cual somos. Quizás por eso el ritual de darle un nombre a un recién nacido tiene dentro de sí un elemento constructivo tan poderoso a través del cual empezamos a incorporar a aquel otro que recién ha llegado dentro de nuestra conversación y lo convertimos en parte de nuestra propia narrativa. La condición humana tiene que ver sobre todo con nuestra capacidad para hilar un discurso común, para construir una memoria, para establecer hitos históricos, de alguna manera somos lo que recordamos.  Quizás por eso me parecía tan terrible ver a mi tía abuela perder facultades bajo el asedio del Alzheimer. De alguna manera, cuando empezamos a olvidar, empezamos a dejar de ser lo que alguna vez fuimos.

Aquellos espacios de la conversación han ido quedando en el pasado. La gente tiene cada vez menos tiempo para escucharse, cada vez estamos más ocupados en lo inmediato, lo que nos quita tiempo para lo importante. Así nuestro tejido intergeneracional se va haciendo cada vez más débil, cada vez son más las experiencias que se pierden, que se olvidan y con ello se olvida de donde venimos, quienes somos. Es como si estuviésemos jugando el juego del eterno retorno, como si el mundo no existiese antes de este presente que se pretende permanente. Los griegos sabían que la civilización se constituía allí donde había un espacio para conversar, para dilucidar los problemas, para intercambiar puntos de vista, para aprender, quizás eso permitió el florecimiento de la filosofía y de la reflexión. Quizás por eso Sócrates asumió su propia metamorfosis para convertirse en un tábano que pretendía mover la conciencia de sus contemporáneos. Cuando yo era estudiante solía recorrer las bibliotecas de la UCV buscando información que siempre era escasa, era como armar un rompecabezas con piezas que se desparramaban a lo largo y ancho de la ciudad universitaria, quizás hoy en día nuestro problema sea que vivimos en medio de un exceso de información que puede llegar a causar cierta indigestión. 

La información a la que nos vemos sometidos supera con creces nuestra capacidad para analizarla. La Verdad, así con mayúscula, se pierde en medio de las diferentes perspectivas. De alguna manera caminamos sobre un piso movedizo, lleno de incertidumbres y rupturas. Nos maravillamos con los avances de la inteligencia artificial sin plantearnos los dilemas éticos correspondientes, nos encantan las redes sociales, son considerar el tiempo que nos consumen. De la misma manera, parece importarnos más el número de “likes” que la conversación con el otro, lo que hace que la otredad sea más visible y nos cause más temor. 

Alguna vez, supongo que nos ha pasado a todos, estuve en alguna reunión en la que todos terminamos atados a la pantalla del celular en interacciones virtuales que parecían más atractivas que las que se daban en aquella mesa. 

En este tiempo de etiquetas es más fácil encasillar a alguien dentro de una categoría preconcebida que dedicarle tiempo a conocerle, todos parecemos demasiado ocupados, robotizados, preconcebidos y eso hace que perdamos mucho de nosotros mismos. En lo personal apuesto por rescatar las narrativas, trato de hablar con mis amigos y llamo con frecuencia a mi familia, siento que eso me reconcilia con el ejercicio de vivir o intentar vivir, al menos en esa dimensión, una vida buena, o mejor, una buena vida. Creo que el tiempo de la conversación no es un tiempo perdido, al contrario, en una inversión en la humanidad, trato de recordar que perder las narrativas es perdernos, que conversar con el otro nos constituye y nos humaniza, lo que parece vital en este tiempo de confrontaciones en el que nos ha tocado en suerte vivir.

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Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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