Cuando era un niño tenía a mi disposición apenas 5 canales de televisión. De alguna manera uno podría decir que eran tiempos bastante primitivos. No tenía uno, muchas opciones en términos de los programas que podía disfrutar, además había una segmentación bastante estricta de los horarios y había una hegemonía de las televisoras que eran las que decidían, a fin de cuentas, que se veía y que no. De manera que en mi experiencia todos los hombres de mi generación veíamos más o menos los mismos programas de televisión. No he conocido a nadie, por ejemplo, que no haya visto en su niñez Mazinger Z que era un manga/ anime creado por G Nagai.
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Más allá de que la historia es una representación básica de la lucha entre el bien y el mal, representados por unos personajes que son bastante planos, tampoco intentaban hacer filosofía, era interesante aquel robot gigante y justiciero que luchaba en contra de las fuerzas del Dr. Infierno. Casos similares eran los de Astroboy y Centella, que estaban entre mis personajes favoritos de aquel tiempo. Me resulta interesante porque en el caso de mi hijo adolescente la posibilidad se multiplica hacia el infinito. En un mundo globalizado e interconectado es común que los volúmenes de información tiendan a ser ilimitados. Siempre me asombra la cantidad de programas que tienen a su disposición y allí donde mi generación no tenía muchas opciones, las suyas se multiplican.
Pongo eso sobre la mesa solo para hacer dos consideraciones que me parecen vitales cuando pienso en los tiempos que vivimos, sobre todo en lo relacionado con el desarrollo de la tecnología y la manera como fluye la información. Para un estudiante de mi generación de migrantes digitales el problema fue siempre conseguir información. La primera vez que usé Internet lo hice como asistente docente en un programa de investigación de la UCV. Recuerdo que había un centro que pertenecía a la escuela de computación y que permitía acceso a la web durante una media hora.
Había que hacer una larga cola y esperar a que se fueran desocupando las máquinas. Me asombra la velocidad con la cual ha venido avanzando el tema de la incorporación tecnológica y como esta ha pasado a formar parte de nuestra cotidianidad, a punto de que el problema de la información ahora se define por su exceso, por nuestra incapacidad para procesarla a la misma velocidad con la que se produce y, sobre todo, de determinar cuál información es verdadera y cuál es falsa.
En ese contexto es complicado determinar nuestra identidad. En el pasado la lógica de la socialización estaba “atada” a las dinámicas locales, muy sujetas a las historias que nos contaban nuestras mayores, los referentes eran casi inmediatos: nuestros padres, los maestros, el cura o el bibliotecario, había una dinámica cercana que uno podía casi palpar con las manos y, desde allí, no solo construirse, sino además reproducir el ámbito de las tradiciones y los valores familiares y/o nacionales. Era mucho más fácil definir los alcances que el ideario nacional jugaba en nosotros y desde allí era sencillo desarrollar un sentido patriótico, interpretar la historia o reconocer a los héroes. Todo esto se ha hecho mucho más complicado cuando tenemos acceso a múltiples mensajes difíciles de discriminar, cuando la patria se diluye en unas dinámicas culturales diversas, cuando las categorías que creíamos sólidas se transforman, se hacen más flexibles, pierden consistencia. Esto nos somete a narrativas múltiples que muchas veces son contradictorias. Pareciera que las nuevas generaciones se construyen entre retazos, uniendo pedazos inconexos, como si se tratase de un gran rompecabezas. Quizás esto explique un poco el hecho de que vivamos en sociedades que tienden a ser cada vez más polarizadas, en las cuales cuesta tanto construir consensos. Creo que parte de la ruptura de nuestro tiempo tiene que ver con la dificultad de construir visiones compartidas, acuerdos mínimos.
El asunto es crucial porque numerosos estudios señalan que en los últimos tiempos la democracia se ha ido debilitando de manera significativa. Por una parte, porque la estructura del sistema democrático parece haber perdido parte de su capacidad para responder a las demandas de sociedades que se han hecho cada vez más complejas. Por otra parte, porque los ciudadanos tienden a retirarse del ámbito público para dejarlo en manos de ciertos liderazgos que de alguna manera se apropian de la discusión pública e imponen su propia visión acerca de la sociedad, sus retos y sus rutas.
Una característica de nuestro tiempo es precisamente la aparición de diversos tipos de populismos que se erigen en verdades absolutas, que no permiten la discusión y que terminan imponiéndose sobre la sociedad coartando las libertades públicas.
La pérdida de las certezas que hemos experimentado este siglo supone la imposición del miedo. Con lo cual la vieja discusión entre libertad y seguridad se redimensiona y se coloca nuevamente en la agenda pública. Siempre habrá gente dispuesta a despojarse de su autonomía para colocarla en manos de quien le asegure algún rango de bienestar o de protección de sus bienes y de su familia. Se trata, claro, del viejo dilema hobbesiano que deberíamos poder resolver a favor de nuestra libertad, pero para lo cual no existen garantías. Por el contrario, todo parece indicar que cada vez más enfrentamos un riesgo creciente de caer como víctimas de los salvadores de la patria, de los iluminados, de los falsos profetas.
Como diría Bárbara Tuchman, se trata de evitar La Marcha De La Locura, es decir, que actuar en contra de nuestro propio interés cuando nuestra mirada se encuentra vedada. Los tiempos que vivimos requieren que seamos capaces de quitarnos los velos que tapan nuestros ojos y leer el mundo que nos circunda, no desde nuestros miedos o nuestros deseos, sino desde las dinámicas que allí se producen. Se trata de construir una nueva tesitura moral que nos permita transitar a conciencia a lo largo de las complejidades de nuestro tiempo.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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