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En algún momento de la vida de una mujer se atraviesa ese pensamiento de querer ser otra. Sí, es automático pensar en este instante, tú, querida lectora, “pues a mí no me pasa”, “yo no”.

Y es cierto también, sobre todo si has pasado la treintena (hace tiempo) y te has enamorado de la mujer que ahora eres, en aquella que te has convertido. Como yo, te pondrás erguida con la frente en alto y darás una respiración de autocomplacencia. Pero seamos honestas… Incluso ahora con nuestro amor propio ondeando como bandera orgullosa hemos querido no tener esos “detallitos” de personalidad que no nos acercan al nirvana aún.

Desdoblarnos en una mujer distinta, en una sin complejos, sin patas de gallo apareciendo descaradas tras una sonrisa de gracias. Una sin culpa por comerse dos raciones de su plato favorito repleto de gluten y calorías que alegran el ánimo en días lluviosos. Ser una mujer más segura de sí ante esa llamada inesperada de un ex fantasmal que alborota recuerdos sabrosos…

Las mujeres transitamos por ciclos que nos agobian, y no es la menstruación o la menopausia, es la vida con su toga y birrete que nos dice: Te falta, no lo logras todavía, no te estás esforzando lo suficiente.

Desear ser otra lo hemos sentido desde nuestra adolescencia donde queríamos ser más curvilínea porque éramos un saco de huesos, o más delgada porque nuestras mejillas nos avergonzaban y nos sentíamos una pelota de playa. Ser más como fulanita que tenía el cabello perfecto, como zutanita que parecía una percha de ropa y todo le sentaba de maravilla. Querer parecernos a la actriz X con su estilo desenfadado y provocativo o imitar a la cantante Y en su manera de guiñar el ojo y sonreír como la mejor modelo de pasta dentífrica.

Lo bello de vivir incómoda con nosotras es que van pasando los años y nos vamos sacando aquellas costras del corazón herido en su autoestima y nos vamos envolviendo de una capa protectora que invisible nos cubre desde los pies hasta el último chakra: no me perturbo, soy una mujer en proceso de mejora, en plena construcción, en remodelación constante. No quiero pensar en ser otra. Me amo como soy, o sea, #bendecidayafortunada.

Nos vemos al espejo con todas las marcas, manchas, arrugas y nos sonreímos más para comprobar cuánto aguantamos siendo solo felices por estar vivas, libres de quejas. Nos divertimos bailando cuando nadie ve con la música más ridículamente buena, esa que nos recuerda momentos y situaciones donde éramos unas supremas inconscientes de la vida, con la diferencia sublime que hoy bailamos solas y está bien, solo queremos disfrutarnos a nosotras mismas.

Transformarse, ser otra… sí, otra versión mejorada de quienes somos en realidad.

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Escritora y cronista.

Columnista en The Wynwood Times:
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