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Propongo iniciar el año con una rebelión interior, exterior y radical: defender a toda costa las cualidades mágicas de la lengua española, romper los cánones que pretenden estandarizarla como ocurrió con la comida rápida y las novelas policiales, y sobre todas las cosas, enamorarnos de sus cauces musicales, de sus matices ligeros, mínimos mas potentes, portentosos, selváticos como el extraño continente en el que leemos y escribimos: América Latina todavía habla en español; hay que aprovechar el tiempo que nos queda juntos.

En la admiración está el germen de nuestra rebeldía: debemos defender al español de cualquier tipo de jaula en la que el sistema pretenda encasillarlo. Somos escritores, y el escritor no es quien escribe, es quien ama apasionadamente el lenguaje y sus laberintos. Es importante entender, para nosotros y para los lectores, que la lengua que usamos está en riesgo de desaparecer hasta convertirse en una fórmula matemática pensada artificialmente por algoritmos turbios. No miento. Investiguen. La lengua española es peligrosa para el sistema porque es rica en niveles y contradictoria en sí misma; su fuente natal es un juego humano de espejos y de magia, pero a la vez no hay acción lúdica en ella porque en sus sonidos está el núcleo de toda vida y con la vida no se juega. 

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Desde mi experiencia, toda lectura supone un reto impresionante de entendimiento, soledad y apertura. No existen los escritores fáciles de leer y los imposibles. El mundo abarca escritores abiertos y escritores herméticos —todos difíciles e hinchados de sus propias complicaciones, sobre todo en nuestra lengua— y en esas individualidades hay colores, formas, metáforas inalcanzables, exclusivas de cada uno de ellos. A través de sus textos podemos observar el aspecto más íntimo de su soledad. Al escribir le demostramos al mundo que estamos solos y que no hay motivo mejor para vivir que una página en blanco, lista para ser revelada ante nuestros ojos, mediante el simple tacto de los dedos. Así, frente a esta dicotomía, los escritores jugamos con el lenguaje. Ya sea ornamentándolo en su propia complejidad —angustiándolo hasta que explote, liberando todas sus formas posibles en el divertimento de lo excesivo y del caos— o simplificándolo hasta la desnudez, para poder ver muy de cerca cada historia o metáfora en su más descarnado corazón humano. Todos somos partícipes de un ajedrez salvaje donde el ganador será siempre el mismo, el lenguaje, y no podemos hacer más que jugar y perder ante su magnificencia solar. Y en la terminología de este pequeño mundo de la literatura perder ante la lengua es ganar.

Mi intención con estas líneas es encender una llama, inflamar hojas secas, provocar un incendio interior en todos nosotros. Busco jugar con una llama que arda la consciencia de aquellos que escriben y de aquellos que leen. No lo hago por mí. Lo hago por la lengua española, por la profundidad de las historias, por la poesía tan golpeada en este siglo, por aquellos que encontrarán en las librerías historias hechas en fábricas, pensadas por un equipo de mercadeo. Mucho se ha dicho sobre la forma correcta de escribir. Las universidades enseñan gramática, las distintas conjunciones y tiempos verbales, pero no enseñan a escribir; al contrario, muelen la escritura, la desprecian. Proponen la lingüística como un sinónimo de libertad y el estudiante, harto de las reglas y de los conceptos, harto ya de una clase más —ya que no se incluye una verdadera escritura, que permita a quien aprende a expresarse vivir fuera de sí en un texto— dejará tiradas las palabras a un lado de su camino para siempre. En ese contexto estudiar la escritura y más arriba, la literatura, es doloroso; nadie debería pasar por esa situación.

Recuerdo un tétrico episodio universitario en el que una profesora me corrigió un inciso. Me dijo, gritándome: los incisos están mal. Muy mal. No deberían existir. El español está maldito por ellos y por tener frases y palabras demasiado largas. Tienes que usar la fórmula “sujeto, verbo, predicado”, como el inglés. Si no está mal. Todo lo que escribes está mal. Lo dicen los manuales y así tiene que ser. Sujeto. Verbo. Predicado. Apréndelo. Es lo único que tienes que saber para poder escribir. De más está decir que fallé la materia dos veces. Mientras ella estuvo a cargo de la clase, agregué muchos incisos a todos mis trabajos —incisos bien colocados y hasta algunos experimentales— solo para ver la expresión de la profesora al repetirme una y otra vez el mismo discurso. Ella se llamaba a sí misma escritora. Pero no amaba el lenguaje en su totalidad animal, desenfrenada e intensa. Amaba solo una pequeña parte, la más mínima, la que dictan los manuales de escritura, que ya vienen desgraciados por los cánones de quien, en su delirio, dicta cómo se debe escribir.

Que así comience la rebelión de los incisos —y de la simpleza sutil y del canto y de juegos y de la seriedad única de nuestra lengua— y que de ahora en adelante amemos al español tal y como es: un caos ordenado y brillante que permite decirlo todo con palabras y metáforas mágicas, inimaginables.

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