
Ciertos mecanismos de la naturaleza humana son tan extraños como el acto de la escritura. Disculpen. Esta frase, que entiendo incómoda por lo abstracta, requiere de mi parte un tratamiento más noble. El ensayo no es siempre la forma más adecuada de la escritura de ideas; su constante forma intelectual se aísla, en ocasiones, de la vida. Y sin vida no hay literatura. Por eso, cuando las circunstancias lo ameritan, hay que sentir en vez de pensar. De todas formas me parece que la frase es cierta y no reniego de su contenido. Ciertos mecanismos de la naturaleza humana son tan extraños como el acto de la escritura. Solo espero que la historia que voy a relatarles logre esclarecer aunque sea una parte de la oscuridad que nos circunda.
La vida de César Trindade tiene, naturalmente, un lugar y un momento específico. Sin embargo, estos datos son tan poco importantes como la ropa que usaba aquella noche o qué había comido antes de cometer el acto que cambiaría su vida. Son datos que no aportan verosimilitud a la narración porque la verdad no necesita artificios literarios. Esto ha sucedido y nadie puede negarlo. Lo cierto es que las circunstancias de esa noche no pueden ni volverán a repetirse. César Trindade ha sido engañado.
Eran, me parece, las tres de la madrugada. Trindade, afuera de su casa, sentado bajo la luz amarilla del pórtico, fumaba un cigarrillo de tabaco rubio. Aspiraba el humo y lo dejaba colarse en sus pulmones, pensando en el recorrido que haría por su cuerpo, en la descomposición que traería a su sangre lavada de oxígeno. Fumaba con la paciencia resignada de quien conoce las consecuencias de sus actos al pie de la letra.
Fumaba porque no había podido conciliar el sueño. En la cama, con las pupilas dilatadas, miró el techo colapsado de humedades. Y allí sintió que las sábanas se abrían debajo de él y que en lugar de su cama había un pozo sin fondo que se tragaba la realidad. Esta imagen no le causó terror sino placer. Siempre había querido caer continuamente sin que nada detuviera la deseada caída libre: caer en una línea infinita le liberaría de las perversas incomodidades de la vida moderna. No tendría que trabajar ocho horas seguidas ni terminar de pagar la hipoteca ni sufrir el embargo si no la pagaba ni sentirse atrapado por el sistema ni ocuparse de nada en absoluto. Caer toda la vida, sumido en sus proyectos intelectuales, le otorgaría un estado de felicidad inquebrantable. Y durante el vuelo magnífico que haría eternamente hacia abajo, quizás conocería a un amor íntimo que le acompañaría en su viaje porque aquella persona sería como él y habría deseado el mismo destino.
Afuera, la noche se mostraba agradable en su temperatura. Una brisa cálida limpiaba las horas del calor excesivo de los días. César soltó una gran bocanada de humo que nubló su vista por un momento. Cuando se disipó, un hombre se encontraba parado frente a él. César lo reconoció de inmediato. Era él mismo. Tenía su mismo rostro y manos y de los dedos le colgaba un cigarrillo también, de la misma marca que el suyo, consumido exactamente hasta la misma proporción. No se asustó ante su propia presencia. Había leído cientos de historias de encuentros parecidos. Todo ser humano, me dijo una vez, está destinado a encontrarse consigo mismo por lo menos una vez en la vida. Lo invitó a sentarse junto a él. Aquel obedeció.
—Entonces, aquí estamos —dijo Trindade—. Y aspiró su cigarrillo y exhaló con la intención de que el humo nublara la escena.
—He esperado este momento desde hace mucho tiempo —respondió el otro. Trindade escuchó su propia voz pronunciar esas palabras y las sintió hinchadas de aire, como si un viento fuerte las llevara de un lado para el otro.
—Aquí estamos, es cierto, pero usted y yo no nos conocemos —continuó Trindade—. Sé quién es usted pero nunca le había visto en mi vida. Ni siquiera en el espejo. El reflejo es mío y de nadie más.
—Estás en lo cierto. No soy yo quien te mira en el espejo. La única conexión que tengo contigo es la semejanza del cuerpo y de la mente. Nada más. No hay por qué alarmarse con mi presencia —contestó el otro—. De todas formas, estas consideraciones no son importantes. Vengo hasta tu casa para hacerte una proposición.
Entonces, según me contó César Trindade, le explicó su extraño origen. Aquel hombre representaba su propio yo textual. Hecho de palabras a su propia imagen, durante las horas de mayor actividad, era escrito por alguien desconocido. No saber quién manejaba los hilos que dictaban sus acciones más importantes le aterraba, por eso nunca se atrevió a buscar a su creador. Aquella noche, mientras su escritor dormía, se levantó de la cama y caminó hasta encontrarse. No tenía mucho tiempo porque su escritor dormía poco. Sabía que todos los personajes sobre la tierra tienen un referente histórico. Así que olfateó la realidad hasta que dio con sus propias exhalaciones de tabaco rubio.
—Te propongo un cambio —dijo el hombre—. Tú quieres caer, yo conozco la caída. Yo quiero ser libre, tú conoces la libertad.
—¿La conozco? —replicó Trindade, ironizando.
—La conoces.
La frase marcó con contundencia la definición de la noche. César Trindade aceptó la propuesta. Quería caer hacia el pozo infinito y sentir el viento fuerte en su cabello y en sus palabras voladas y conseguir aquel amor de aire que le acompañaría. Acostado en su cama su deseo sería solo una imaginación. En su nueva situación de persona textual, solo debía encontrar a su escritor y pedirle que relatara sus aspiraciones. No sería difícil encontrar a su creador. ¿Cuántos escritores puede haber en el mundo que escriban sobre alguien tan insignificante como él?
—¿Pudiste encontrarlo? —le pregunté a César Trindade durante una comida reciente que compartimos los dos solos, en el medio de la noche, cuando pudo escaparse algunas horas.
Y mientras se llevaba un pedazo de pan a la boca, contestó:
—No
Bajé la cabeza. Y callé porque pensé que el escritor podría estar escuchando.

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