Para las hermanas Brontë, escribir es una forma de liberación. No sólo padecían de muchos y gravísimos problemas de salud, sino además, debían enfrentarse a un tipo de pobreza que evitó que cualquier aspiración académica acabara incluso antes de empezar. De modo que las tres hermanas enfrentaron su aislamiento en Haworth (Inglaterra), desde la creatividad y el oficio de la escritura como la única forma de independencia intelectual que conocerían antes o después.
En especial Charlotte Brontë, encontró en la ficción una evasión profunda a las complicadas condiciones de vida que enfrentó. De la escritora, se insiste que carecía de educación formal —la tenía, aunque incompleta y sin duda, no especializada— y que Jane Eyre, su obra más famosa, está inspirada en las obras góticas más populares del siglo XVIII, a las que además incorporó un elemento de romance amargo que sostenía una cierta vitalidad interior. Charlotte escribía desde muy niña en compañía de sus hermanos, junto a los que creó los reinos imaginarios de Angria y Gondal. Cada hermano —incluyendo a Branwell, quien moriría joven y destrozado por un temprano alcoholismo— escribía sobre un reino literario con sus propias reglas, historias y mitología.
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Emily y Anne, escribía sobre las Tierras de Gondal, agrestes y violentas, en las que un líder oscuro —muy semejante al futuro Heathcliff de Cumbres Borrascosas— capaz de los mayores actos de vileza y rencor. Por su lado, Branwell y Charlotte contaban las aventuras de las tierras de Angria, mucho menos agresivas y en las que una mujer sin nombre, luchaba por vencer a la oscuridad que se aproximaba desde Gondal. Este universo literario (extraordinario y minucioso, escrito con una narrativa que fue el génesis de las obras posteriores de las hermanas Brontë) fue el primer indicio de la forma en que Charlotte analizó la figura femenina en medio del gótico, para luego transformarlo en algo mucho más elaborado, consistente y poderoso de lo que había sido hasta entonces.
Las mujeres de Charlotte a menudo se debatían en medio de la locura y también, la concepción inmediata del poder de la desintegración de la personalidad -elemento tras elemento — como algo más elaborado y a menudo, de un colosal poder expresivo. Mientras sus héroes solían encontrarse en mitad de situaciones que les superaban y les vencían, las mujeres que imaginaba Charlotte se enfrentaban a los dramas claustrofóbicos que inventaba para ellas, con un arrojo y un poder emocional que fue quizás su mayor aporte al género, que por décadas había disminuido lo femenino al papel de la víctima propiciatoria o al vehículo a través del cual, se podía manifestar el caos, el dolor y el sufrimiento emocional.
La contribución de Brontë al romance gótico permitió que la mujer convertida en heroína fuera algo más que un reclamo emocional: creó un tipo de formidable personaje capaz de soportar las inclemencias de situaciones devastadoras —como la que la misma Charlotte había vivido— y además, construir toda una nueva visión sobre la fortaleza femenina, mucho más profunda que la habitual idealización de la damisela en desgracia que se volvió parte de la imaginaria literaria del género gótico. Al contrario, las mujeres de la autora eran mujeres que se enfrentaban a sus temores y limitaciones, en busca un lugar para sí mismas en un mundo que les es hostil, lo que permitía que las historias en medio de las cuales se desenvolvían tuvieran un fuerte acento de drama social y cultural.
Otro tanto sucedió con la Rebecca de Daphne Du Maurier. La escritora sostuvo su historia sobre los habituales elementos góticos, pero además agregó un aire posmodernista, sin duda relacionado con el hecho de la presión cultural y social que atravesaba Europa durante la primera mitad de la década de 1930. Su personaje sin nombre era mucho más libre, más complejo y más emocional que la Jane Eyre de Brontë, a la vez que padecía todo tipo de ansiedades sobre un mundo en transformación, los dilemas del clasismo afianzados en una nueva versión sobre la percepción del bien moral y lo inaccesible de las jerarquías sociales, a la vez que reflexionaba sobre el amor en términos mucho más apasionados y mundanos. Mientras Jane Eyre esperaba ser amada para el consuelo de sus muchas heridas abiertas, el personaje de Du Maurier deseaba encontrar un lugar en el mundo en el cual, el amor fuera un elemento de especial interés pero no el único. Y este pequeño matiz fue el que sostuvo la atmósfera de Rebecca como un juego psicológico, en la que la mayor parte de la atención se encuentra en los dolores y aspiraciones del mundo interior de la heroína y sin duda, en la forma en que batalla contra fuerzas invisibles contra las que tiene poco o ningún control.
De la belleza al tiempo que transcurre
Durante las últimas décadas, el terror y la belleza parecen emparentados de manera indisoluble. Sobre todo, para el director Guillermo del Toro, el terror es un pariente cercano del amor. Lo es, tanto como para confundirse entre sí pero sobre todo, para elaborar un discurso latente debajo de los gritos de fantasmas, demonios y otras apariciones escalofriantes. Lo demostró con su película Crimson Peak en la que llevó a cabo un elegantísimo ejercicio del género gótico, pero sobre todo, construyó una nueva percepción sobre lo bello y lo terrorífico que sorprendió —y desconcertó— a una buena parte de la audiencia, que llenó las salas de cine esperando encontrarse con una película de terror al uso pero en realidad, se topó con un romance gótico a toda regla. Del Toro convirtió su película en una preciosa reinvención de un género casi en desuso, sino que además, transformó la visión de la escritora Anne Radcliffe en una idea original. Mientras que en los libros de Radcliffe los fantasmas son seres imaginarios o meros delirios de sus sufridas heroínas, en la película la amenaza radica en lo que rodea a la heroína entre piedras ancestrales antiquísimas, un retorcido secreto familiar y el temor como telón de fondo para un argumento mucho más elaborado de lo que se percibe a primera vista.
Se trata de una imagen reconocible para cualquiera: el enorme castillo al fondo de un paisaje agreste, el hombre pálido que lo habita, la doncella que intenta escapar de la oscuridad. Las brujas, vampiros y hombres lobos que pululan bajo la Luna Llena. Para bien o para mal, el género de la novela gótica —ese que imagina el terror desde la elegancia decadente de ruinas, espectros, eventos naturales, sobrenaturales, víctimas y victimarios— es parte de nuestra forma de comprender el terror pero también, de elaborar una idea más profunda y sustanciosa sobre los símbolos perennes sobre lo maligno, el sufrimiento dramático y eso que con tanta frecuencia, se llama “amor dramático”. Porque cualquiera sea el escenario —y sus similitudes— lo gótico tiene una definitiva influencia en la ímproba tarea de brindar belleza a la oscuridad y sobre todo, reelaborar los discursos sobre lo grotesco y lo atractivo en algo por completo nuevo. Por ese motivo, la película de Del Toro pareció navegar en medio de una noción más o menos matizada sobre el terror —que existe en la historia de la película— y la tradición visión gótica, que con el transcurrir de las décadas, el cine ha convertido en algo más. El personaje de Edith Cushing no debe temer por los fantasmas —que en realidad son más bien huellas emotivas que puede seguir para descubrir el misterio central de la historia— , sino a lo que se esconde detrás de las paredes del Castillo familiar en que se ve encerrada por amor. A partir de allí, lo terrorífico se convierte en un poema visual y Del Toro crea algo mucho más potente de lo que la película parece sugerir por necesidad: el renacimiento en pantalla del gótico en estado puro.
No fue una fórmula sencilla de digerir para el público en general. De hecho, los pobres resultados de taquilla de la película —así como las críticas que acusaban a Del Toro de malograr lo que pudo ser una gran historia de terror— dejaron muy claro que sólo una fracción de los espectadores comprendió el sentido clásico que el director intentó brindar a su película. Porque Crimson Peak se deleita en realzar la noción de lo lóbrego como una forma de belleza y lo hace, a partir de una estética depuradísima y potente que convierte cada escena de la película en una pieza de arte autónoma. Por supuesto, la fórmula proviene de una persistente idea literaria: Lo hermoso desde su visión lóbrega o lo que es lo mismo, la ternura de lo siniestro. La combinación de elementos que sostienen una novela gótica ha sido recreada —parodiada, dicotomizada, escindida— en cientos de maneras distintas, para que el resultado sea virtualmente el mismo: desde el viejo manuscrito que narra el horror latente al que se enfrentará el protagonista (y el lector), la antiquísima mansión/construcción familiar con pasillos secretos y pasajes subterráneos, el crimen enigmático que se oculta detrás de las venerables paredes, el amor prohibido —la mayoría de las veces incestuoso— hasta el villano (con una directa relación con fantasmas o cualquier ente maligno de ocasión) que lucha contra el bien en un escenario natural, pletórico de tormentas, luna llena y montañas hacen que el gótico, sea no sólo una recombinación de factores para meditar sobre lo terrorífico a partir de una óptica poderosa y sugerente sino también, una versión de la realidad que se complementa con algo más notorio. Esa convicción del hombre, que el bien y el mal son fuerzas absolutas que luchan entre sí en los más diversos escenarios. Y si a eso se le añade un par de retratos que cobran vida o estatuas que sangran, la mirada hacia un mundo dolorosamente hermoso y siniestro capaz de construir la más complicadas metáforas sobre la vida y la muerte desde una perspectiva original.
Lo anterior describe el pleno apogeo del género de la novela gótica: a partir de 1820, el género sufre una lenta pero inevitable transformación que elabora y sostiene el rostro en la actualidad. El gótico (con toda su carga simbólica, preciosista y elocuente) se transforma en algo más que novelas escritas para aterrar —y sobre todo, para cautivar el morbo colectivo— en algo mucho más depurado, intuitivo y, sobre todo, elegante. A pesar del exceso —la novela del género siempre fue excesiva, ya fuera en proclamas amorosas o en sangre derramada— lo gótico se reconstruyó para dar cabida a algo más extravagante y a menudo desconcertante, que cautivó a toda una pléyade de lectores agotados —¿aburridos?— del clásico relato de terror impecable, pero sobre todo, las convenciones sociales que agobiaban cualquier tipo de literatura enfocada en dirimir y analizar la naturaleza humana. De modo que ese elemento excesivo —la transgresión de normas, clases sociales, identidad e incluso, connotación sexual— hicieron del gótico algo más que una mirada preciosista al terror.
Después de todo, en novelas como Drácula de Bram Stoker, el gótico construyó un discurso basado en un erotismo solapado que no pasó desapercibido (ni tampoco fue ignorado) para la puritana sociedad Londinense, que recibió el libro entre exclamaciones escandalizadas pero no por eso, dejó de leer la historia del Conde eslavo con sed de sangre virgen. El género gótico tiene características cercanas a la pornografía, es muy común que la mujer esté representada como víctima, pero esa noción de la victimización tiene un elemento de sometimiento a cierto placer voluntario que no deja de ser desconcertante y evidente. Lucy Westenra es cortejada por tres hombres, que admiran su belleza y también, agonizan de un discreto deseo por ella. Pero es el Conde, quien la llevará a algo parecido al placer absoluto — la escena en que Lucy yace exangüe pero a la vez, muy cercana al éxtasis sexual, para horror de quienes la rodean es de antología — y más tarde a la muerte. Lucy muere siendo doncella, pero a la vez, se convierte en la amante espectral de Drácula. Después será Mina, quién tendrá sueños “poco recordados” sobre visitas nocturnas y será ella, quién al final, sea el centro de la intención del grupo de connotados caballeros victorianos que destruirán al antiguo azote del vampiro. Pero durante buena parte del segundo tramo de la novela, la joven esposa de Jonathan Harker lleva en la frente una marca roja y muy notoria: la impureza de haber aceptado —a la fuerza, entre gemidos— la sangre del vampiro entre sus labios.
Bram Stoker siempre insistió que su novela era una visión sobre viejos mitos eslavos e incluso, alguno que otro irlandés y que poco o nada tenía que ver, con una historia romántica —o erótica— subyacente. No obstante, las largas parrafadas de Mina, invocando su fidelidad como una forma de luchar contra el vampiro, crean una versión casi subyacente que empalma la novela con el clásico gótico. El amor convertido en sangre. El deseo elaborado como una forma de belleza lóbrega.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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