En la galería Nacional de Noruega descansa un cuadro inolvidable que se ha convertido en un icono de nuestro tiempo. Fue pintado en 1893 por el artista noruego Edward Münch, considerado como uno de los precursores del expresionismo. Se trata de un hombre que camina a lo largo de lo que parece un puente sobre un fiordo y que tiene a la ciudad de Oslo al fondo. El hombre indefinible se muestra estático en medio de las líneas que se mueven y parecen envolverle en medio de un estruendo colorido en el que a los azules y los blancos se les sobreponen tonos rojizos que, como un fuego incendiario, parecen consumirlo todo. Su cara es irreconocible, sus rasgos se han suavizado hasta casi en una figura representativa de la humanidad, de manera que bien podría ser cualquiera de nosotros. Parece responder al estruendo por medio de un grito sordo que trasciende la vocalización, que se impone por encima de los ruidos externos para desbordarse sobre el mundo. Es un grito que nace desde lo más profundo de sus entrañas para derramarse en las entrañas mismas de la tierra.
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Münch vivió una vida llena de angustias y de pérdidas, al igual que van Gogh reflejó en su trabajo las profundas inquietudes que lo habitaban. La muerte por tuberculosis de su madre y de su hermana marcaron su vida y los temas de su obra, la mayoría de los cuales reflejan diferentes facetas del dolor humano, la soledad o el desamor. Estaba obsesionado por los autorretratos, pintó más de cincuenta a lo largo de su vida, un número importante de los cuales fueron realizados durante su estadía en el psiquiátrico. En su versión de la Muerte de Marat, reflejó su posición frente a la dicotomía amor/desamor como antesala de la muerte. Los cuadros de Münch suelen representar un mundo diluido que proporciona poco soporte a la psicología de los personajes. Los trazos suelen ser difusos, de manera que estos no encuentran un espacio sólido desde el cual soportar su humanidad. Quizás por eso uno percibe un resquebrajamiento interior en su psique, un quiebre de su identidad que no puede soportar el peso de una realidad que se muestra como adversa.
Münch pintó desde sus propias rupturas. Se refugió en el alcohol en un intento de vencer la depresión y en la pintura como el único espacio dentro del cual podía vencer sus miedos. Un hecho interesante de su vida es que fue considerado como un autor depravado por los Nazis, quienes vetaron su obra en Alemania declarándola escandalosa y degenerada y quienes, luego de la invasión de Noriega, prohibieron la exhibición de su obra en su propio país llevando al ostracismo y posteriormente a la muerte por enfermedad y depresión en enero de 1944. Münch decidió pintar el horror en lugar de la belleza, quizás por entender que este, también e inobjetablemente, forma parte de nuestra experiencia vital, o quizás por entender que lo bello se esconde incluso en aquellas cosas que consideramos y que pueden parecernos terribles. Ciertamente, a veces, lo maravilloso puede manifestarse en los sitios más inesperados.
Así, por ejemplo, no solo nuestro nacimiento, sino también nuestra muerte son milagros que nos definen en cuanto a nuestra experiencia vital. Si todo lo que vivimos nos prepara para la muerte que vendrá inobjetablemente, entonces todo lo que nos pasa a lo largo del tiempo que se nos otorga es parte sustantiva de quienes somos. Queda de nuestra parte definir cuál de esos elementos abrazaremos con mayor fuerza. Al parecer para Münch el dolor y el miedo parecían ser los que le servían de espejo y es precisamente su voluntad creativa lo que lo lleva a sobreponerse al temor y seguir pintando. Para él pintar era apostar por la esperanza, liberarse de los fantasmas y liberar su alma. De alguna manera, la obra de Münch representa su victoria sobre su propia fragilidad, su capacidad para sobreponerse a sus propias debilidades manifiestas.
Claro que todos llevamos dentro de nosotros una angustia similar a la de Münch, aunque no todos la manejemos de la misma manera ni tengamos el talento para convertirla en una obra universal. Existen almas sensibles que pueden plasmarse en un lienzo como un despliegue maravilloso de trazos y colores, mientras que existen otras como la de los Demonios de Dostoyevski, mucho más dispuestas al odio y al crimen como mecanismo de autopreservación. Nuestra naturaleza, a fin de cuentas, se mueve entre el bien y el mal, entre el amor y el odio, entre la valentía y el miedo, a cada uno le toca escoger su propia ruta. Queda, sin embargo, como un elemento común a todos nosotros la angustia del grito interior, el ruido que nos nace en las entrañas y por medio del cual buscamos responder al estruendo del mundo que tantas veces intenta avasallarnos. El grito que pone de manifiesto nuestra voluntad para seguir avanzando aún en medio de la adversidad.
El Grito de Münch ha sido interpretado como una respuesta al agobio que nos causa la sociedad contemporánea tan cargada de clausuras y desencuentros; o como un alarido ante la incomprensión que tenemos de nosotros mismos y de los otros, también como una respuesta a la soledad que caracteriza a la sociedad de masas en la cual tendemos a perder nuestra identidad sustantiva a favor de la mecanización y la producción en serie (de ideas en este caso) tal y como es reflejado en la Pared (the Wall) de Pink Floyd (1979). Pero a mí me gusta pensar que también es un desahogo imprescindible, para quien tiene deseos de continuar a pesar de todo. Esto me lleva a ver el cuadro como veo la vida, desde el acto de fe, a través del cual pretendo comprender que aun en las situaciones más horribles hay, como en la Caja de Pandora, un espacio para la esperanza y que todo lo que vivimos es parte de un aprendizaje.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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