Doña Bárbara
Al final no sabemos muy bien cuál es la suerte de Doña Bárbara. Rómulo Gallegos la coloca en un bongo en el Arauca que se pierde lentamente en las profundidades del río majestuoso. Nunca es fácil dejarlo todo atrás, no debió serlo para ella que durante tanto tiempo logró imponer su ley en el llano, al amparo de los mujiquitas, los hermanos Mondragones y de aquel Melquíades imprescindible que la ayudaba a convocar a los espíritus malignos. Uno puede imaginar su imagen solitaria. Iba cargada de recuerdos y sinsabores, castigada por la derrota. El rostro es oscuro, apenas deja entrever la belleza de otros tiempos, aquellos en los que seducía a los hombres que luego servían a sus propósitos. La mujer recordaba aquellos días cuando su palabra se imponía sobre las voces de los demás, cuando podía doblegar la voluntad de quienes la contrariaban, cuando con un gesto, casi desapercibido, podía reclamar la vida de quienes se oponían a sus propósitos. En aquel entonces era común que los Mondragones al amparo de la noche y con los movimientos felinos que los caracterizaban corriesen las empalizadas para extender los dominios del miedo.
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La mujer iba cubierta, apenas se le veían una parte del rostro, su mirada estaba cargada de ira y reconcomio; iba recitando extrañas letanías que parecían oscuras invocaciones. A pesar de sus años y su suerte no se la veía frágil, había una fuerza vital que parecía trascender las limitaciones de su cuerpo desgastado. Era una mujer recia, obviamente acostumbrada a las vicisitudes y peligros de vivir “más lejos que más nunca”. El bongo se mueve ligero sobre las aguas oscuras, el equipaje es escaso. El odio parece alimentar su alma, se sabe derrotada, la civilización terminó imponiéndose a la barbarie que solía representar.
Uno lee la novela y a primera vista pareciera que la historia ha terminado, que en efecto Santos Luzardo y Marisela vivirán felices para siempre, cual cuento de hadas, en Altamira. Da la impresión de que la razón se ha impuesto sobre la barbarie, de que la palabra pudo más que la fuerza. Sin embargo, Gallegos nos regala un final abierto que deja un espacio amplio a la especulación. Doña Bárbara puede ser considerada como la novela venezolana más importante de principios del siglo XX. Fue publicada en 1929 por la editorial Araluce en plena dictadura y como una crítica velada, pero firme al gomecismo.
Dice la tradición oral, no sé si el dato está recogido por algún escribidor, que Gómez invitó a Gallegos a conversar con él en su hacienda de Maracay. El tirano recibió al maestro en una escena que a mí me parece icónica. A primera vista el encuentro parece cordial, Gómez se ha despojado del uniforme y atiende al maestro vestido de paisano, los separa una empalizada. Gallegos se muestra digno, quizás sabía que se jugaba la vida en aquella jugada peligrosa. El dictador se interesa por el libro, le pregunta, inquiere acerca de los secretos que se esconden detrás de las líneas maravillosas, se recrea en las imágenes que describe. Debe decirse que aquella especulación de que Gómez no sabía leer ni escribir es absurda y debe atribuírsele a los enemigos que buscaban descalificarle.
Gómez, había sido un dueño de hacienda y comerciante en sus tiempos de la Mulera, mantuvo esa actividad en su exilio de Cúcuta y luego estuvo encargado de los suministros durante una parte importante de la Revolución Liberal Restauradora, difícilmente un hombre iletrado podía encargarse de aquellos asuntos con la eficiencia que lo caracterizaba. En general tenemos la mala costumbre de descalificar a los demás, de subestimarlos como si eso fuese suficiente para vencerlos. La conversación no fue larga. Gallegos se limitó a responder de manera ponderada y cuidadosa. Gómez era además un hombre de pocas palabras.
Se cuenta que al final el viejo ladino le dijo al escritor de manera tajante: “Mire doctor, es mejor que se vaya”, con aquella frase se cerraba su suerte, Gallegos se exiliaría “voluntariamente” en España. País en el que viviría desde 1931 hasta la muerte del dictador. Dicen que apenas Gallegos dio la vuelta para marcharse, alguien, quizás Tarazona, que era uno de los pocos que se tomaban libertades con el jefe, le dijo: “⸺¿Pero mi General va a dejarlo ir así?, a lo cual aquel respondió de manera pausada: ⸺ unjú, ¿y Ud. no ve que el Dr. no saltó la talanquera?”. Haciendo referencia al hecho de que Gallegos, al contrario de los aduladores cotidianos, no había intentado pasar la empalizada para saludar al dictador. En la historia que me contaron, fue precisamente esa manera de mantener la dignidad lo que salvo a Gallegos de la Rotunda.
Primera edición Doña Bárbara 1929
Sin duda Gallegos conocía muy bien a la Venezuela de esos tiempos, les había dado clases a los jóvenes de la generación del 28 y vivido de cerca el movimiento estudiantil y las protestas que en aquel carnaval de Beatriz, protagonizaron, entre otros: Rómulo Betancourt, Andrés Eloy Blanco, Pio Tamayo, Jóvito Villalba, Miguel Otero Silva, bajo el grito de libertad y llevando orgullosos las boinas azules que desde entonces son características de las gestas universitarias. La represión fue feroz y, sin embargo, a pesar de la cárcel y el exilio, las ideas permanecieron en la consciencia nacional. Como dice aquel personaje genial de V de Vendetta: “Las ideas son a prueba de balas”.
Mientras el liberalismo Amarillo había languidecido luchando contra Gómez sin comprenderlo, el movimiento estudiantil, en tanto que movimiento emancipador, en tanto que fuerza civilizatoria, se mostraba como un enemigo formidable para la envejecida dictadura positivista. Era evidente que el país estaba a punto de cambiar, que se movían fuerzas que trascendían el miedo inspirado por el brujo y sus secuaces. Ciertamente, el país tuvo que esperar unos años más, solo la muerte que a todos nos alcanza, pudo llevarse a Gómez, con lo cual se abre una etapa de modernización y cambio de rumbo.
De alguna manera Gallegos había sido un visionario. Santos Luzardo es la representación de las fuerzas civilizatorias que acompañan a la educación, las ideas cuando son correctamente interpretadas terminan imponiéndose. Así Santos Luzardo salva a Marisela, quien representa a ese pueblo desamparado lleno de ternura y pureza. Ahora bien, creo que hay que pensar que no existe en nuestros predios la salvación eterna, que si nos descuidamos podemos perder el rumbo, que la relación dicotómica entre civilización y barbarie tiene un carácter permanente, es decir, se trata de fuerzas que se contraponen. La una puede vencer a la otra circunstancialmente, pero siempre existe el peligro de que la otra venga de regreso. Esto mismo ya lo vivió Gallegos ante el golpe militar que lo sacó de la Presidencia de la República en 1958. La barbarie representada por la violencia de las armas tiene su manera de agazaparse para dar un zarpazo a la primera oportunidad. Como si de un feroz depredador se tratase.
Uno puede darse el lujo de tomar a la civilidad por descontada. Para los jóvenes que éramos en los lejanos principios de los 90s del siglo pasado la idea de un golpe de Estado, de una sonada militar, del ruido de los sables, parecía una idea descartada, que no formaba parte de nuestro imaginario, que no era más que una imposibilidad, un asunto del pasado. Sin embargo, alguna lejana mañana de la cual no quiero acordarme despertamos bajo el ruido de la metralla y el movimiento de los vehículos militares. Nadie está exento del influjo de la barbarie, de allí que nos corresponda la tarea de defender a la civilización desde las trincheras que la vida nos tenga asignadas, eso o enfrentar el embate del miedo.
Quizás allí se esconda la razón por la cual aquella mujer no desfallece, se mantiene con vida sobre un bongo, busca un lugar para acampar mientras pasa la lluvia. Creo que en el universo “gallegiano” siempre existe la posibilidad de que Doña Bárbara regrese por sus fueros, de que con la ayuda del “socio” se recomponga, convoque a sus acólitos y venga de regreso por lo que fue suyo. El mal a fin de cuentas suele ser seductor. Mantener a Doña Bárbara con vida sirve como una advertencia imprescindible, que nos convoca a cuidar los espacios civilizatorios que aún nos quedan.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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