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“Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes“.

Miguel Hernandez

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Con semejante spoiler, inicia la miniserie Disclaimer (que absurdamente decidieron titular para Latinoamérica como “Desprecio”), a la cual accedí nuevamente —luego de un primer intento fallido que no me motivó a pasar del segundo episodio.

Un ser monstruoso conversa con una mujer a la que ama, le dice que debe irse y no volver nunca más.   Los insectos, continua, son seres brutales. No se puede confiar en ellos, si regresas te haré daño. Se trata de una escena espléndida de la película La Mosca (1986), protagonizada por Jeff Goldblum y Geena Davis y dirigida por Kurt Neumann. La película está basada en un cuento de George Langelaan, un escritor británico conocido por sus obras de ficción y su trabajo periodístico. Más allá de su estructura narrativa, la Mosca se nos muestra como una interesante película a medio camino entre la ficción y el horror. Un científico que inventa una máquina de teletransportación, decide probarla y logra, en efecto, transportarse de un dispositivo a otro, para lo cual la máquina disuelve su estructura genética para luego volver a armarla en el lugar de destino. El caso es que, en el dispositivo, y junto a él, había una mosca que fue recombinada genéticamente junto al ADN del protagonista, iniciando así una transformación que lo convertiría, con consecuencias terribles, en un híbrido entre hombre e insecto. Un caso similar, por cierto, a lo que le sucedió a mi superhéroe preferido: el hombre araña. El científico en cuestión fue de a poco perdiendo su humanidad. Uno podría decir que, de alguna manera, en efecto, desarrolló superpoderes, adquiriendo las habilidades propias de su nueva condición. Pero, a diferencia de Peter Parker, se fue despojando del sentido de compasión que es propio de la condición humana y al igual que los insectos, terminó actuando por impulso tratando de satisfacer sus propias necesidades, sin importar las consecuencias, sin considerar las implicaciones morales de sus actos. La danza de los insectos

El tema ya había sido magistralmente trabajado por Kafka en su conocida “Metamorfosis”. “Verwandlung” o transformación en el idioma original. Si no estoy equivocado, la obra fue publicada por primera vez en español en Argentina, donde se le dio la traducción que conocemos. Esto generó una discusión entre Borges y la editorial. El escritor no estaba de acuerdo con esta. Ya que consideraba, correctamente, según creo, que, si en el alemán original existía, como en efecto existe la palabra “Metamorphose”, el autor seguramente la hubiera usado de haber querido. Con lo cual, según el escritor, el nombre que se le dio a la obra en español, de alguna manera, no refleja el espíritu con el cual fue escrita. El caso es que el libro ya se encontraba en imprenta y nada pudo evitar que aquella traducción se hiciese de uso común entre nosotros. Esta novela narra la historia de Gregorio Samsa, quien un día amanece convertido en escarabajo. No se explica cómo sucedió este fenómeno, pero sí se da cuenta de las dificultades que vivió el protagonista para adaptarse desde su nueva condición a la vida en sociedad. Ya no podía comunicarse con su familia, quienes lo fueron abandonando de a poco, al considerarlo como un ser repulsivo. Al final Gregorio es abandonado a su suerte, la familia decide deshacerse de él. Antes de que esto suceda el escarabajo, que, desde hacía días había dejado de comer, aparece muerto y es desechado en la basura.

Por supuesto que la novela de Kafka y la película de Neumann no son obras comparables. En principio pertenecen a géneros distintos y se nos muestran desde perspectivas lejanas en el tiempo. Pero entre ambas se teje una consideración especial acerca del problema de la moralidad como un elemento crucial de la condición humana.  En el primer caso, la mosca- hombre se transforma en una especie de superhombre que en ausencia de límites morales actúa para satisfacer sus propios deseos sin considerar el efecto que sus acciones tienen sobre los demás.

Así, asume que los daños que causen sus actos tiene un carácter colateral, bien sea que se trata de apropiarse, como en la película, de la vida de otras personas en beneficio propio, o, en un contexto más amplio, de plantear la solución final en la Alemania Nazi. En el segundo caso, el asunto adquiere un carácter diferente. Acá es la familia la que rechaza la nueva condición de Gregorio. Está claro que la metamorfosis funciona acá como metáfora, algunos piensan que la historia es la respuesta de Kafka a sus propios problemas familiares y a la complicada relación que mantuvo con su padre. Pero es el caso que la familia se aleja de quien considera diferente, le echa a un lado, al igual que muchos abandonan a sus familiares enfermos o a los ancianos que pierden la habilidad de valerse por sí mismos. 

Uno puede pensar desde acá en los efectos que tiene el rechazo social sobre los migrantes, sobre las minorías étnicas o sobre la sexo-diversidad. La democracia requiere siempre de algún grado de tolerancia. La ausencia de esta da paso al totalitarismo. A fin de cuentas, este intenta, no solo imponer un estado de cosas como válido e indiscutible, sino, además, homogeneizar la cultura y los valores de la sociedad, impidiendo que algunos temas sean considerados en la discusión pública y excluyendo algunos grupos sociales por vía de su condición. A mí siempre me llamó la atención, por ejemplo, la manera como la prensa estadounidense describía a los japoneses durante la II Guerra Mundial, se les presentaba como hombres-rata, de pequeña estatura, largos bigotes y rasgos animalescos. La guerra, claro, deshumaniza. Aquellos que se enfrentan en situaciones de combate terminan odiándose mutuamente. Ese odio es necesario para eludir la carga moral que está asociada a la posibilidad de quitarle la vida a otro individuo. Esta dimensión horrible de la guerra es narrada magistralmente en los trabajos del autor alemán Erich María Remarque. De sus muchas novelas la más conocida sin duda es “Sin novedad en el frente”. Allí nos encontramos con el drama de los jóvenes alemanes que lucharon en el frente oeste durante la Primera Guerra Mundial. Hay una escena en la que uno de los combatientes debe enfrentarse dentro de una trinchera, cuerpo a cuerpo, con un soldado francés al cual termina asesinando. El efecto es dramático, el francés no muere de inmediato, sino que se va desangrando a lo largo de la noche en medio de quejas de dolor. El soldado alemán no puede menos que conmoverse, lo que lo lleva a recuperar el sentido de humanidad, tras lo cual intenta, infructuosamente, salvar al otro hombre que reconoce como un igual. 

Esa deshumanización del otro es lo que permitió a los Nazis llevar a cabo el exterminio indiscriminado de judíos, gitanos y eslavos. Pero es también lo que facilitó el lanzamiento de bombas nucleares sobre Japón a finales de la II Guerra. A mí me parece atroz esa posibilidad de destruir pueblos enteros sin pensar en el dolor que la muerte masiva puede causar, en las heridas inmediatas y las que van quedando en las generaciones futuras. Se trata de la instalación del odio como mecanismo diferenciador y es el mismo odio que nos lleva a despreciar, por ejemplo, a los migrantes de a pie que cruzan el Darién (recuerdo con tristeza a muchos de mis compatriotas menospreciando a los caminantes pobres bajo el lema “esos no son como nosotros”), a criminalizar la diferencia o a aislar a quienes no parecen capaces de comunicarse con corrección. Cambian, sin duda, las dimensiones del problema, pero no su naturaleza. Todo esto a propósito de cumplirse un año de la guerra entre Rusia y Ucrania. Más allá de las razones que llevaron al conflicto, pienso en el sufrimiento humano que esta confrontación ha causado, en la angustia de los miles que han sido desplazados, en las pérdidas humanas y materiales y en la posibilidad de que el conflicto se amplíe y traspase las fronteras que hasta ahora lo han limitado. La verdad es que hemos aprendido poco y parecemos dispuestos a destruirnos. Es asombrosa la poca disposición que encontramos para buscar una solución diplomática que ponga un cese al fuego y que, por el contrario, los enfrentamientos sean cada vez mayores y más intensos, lo que habla muy mal de nuestra condición humana. El protagonista de la mosca enfatiza en su discurso que los insectos no tienen política, lo que los hace crueles y despiadados (Me recuerda un poco a Arendt). Al final parece que todos, de una manera u otra, participamos en la triste danza de los insectos, lo que nos lleva a entre-devorarnos sin piedad.

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Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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