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La primera vez que vi una de las fotografías de la Condesa de Castiglione —de las cientos que se conservan— me impresionó su mirada fija y alerta a la cámara. No era algo habitual en el siglo XIX, cuando la fotografía apenas nacía y la cámara era aún una criatura por descubrir. Pero en lugar de mirar con cierta perspicacia o quizás prudencia, la Condesa lo hacía con una atención vivaz. El rostro relajado, una sonrisa leve y maliciosa en los labios redondeados. Y eso le daba un aspecto moderno, tan contemporáneo que cuando después leí su historia, me costó creer que hubiese vivido casi dos siglos antes que yo.
En todas sus fotografías, la Condesa de Castiglione aparece en un glorioso primer plano. El cabello abundante y grueso suelto sobre los hombros. El cuerpo en una postura de leve arrogancia. Las imágenes rezuman poder y algo parecido a una serenidad extraña que por años, nadie supo imitar. No fue una mujer bella —no al menos, en los términos modernos— pero su apariencia fue tan magnética que desconcertó a los pioneros de la cámara y sobre todo, a esa sociedad que no comprendió muy bien su obsesión por la imagen. Con toda seguridad por ese motivo, la Condesa continúa siendo un personaje raro y fascinante que desconcierta con su historia, tanto como por su aspecto. Era la prima del Conde Cavour, el hombre que orquestó la unificación alemana y por más de veinticinco años, fue considerada una belleza deslumbrante que escandalizó por su «desvergüenza» que consistía en esencia, en mostrarse en la plenitud de su cuerpo curvilíneo y su rostro fresco. Fue la amante de Napoleón III y se le conoció en Beau Monde de París del Segundo Imperio como una «mujer temible». Más de una vez, se acusó a la Condesa de «provocadora» y por último, de «misterio entre misterios» en un intento por definir la cualidad que la hacía escandalosa y sobre todo, inolvidable.
Pero el verdadero rostro de la Condesa Castiglione se mostró frente a ese invento desconocido llamado fotografía. En 1856, comenzó a posar para el lente de Mayer y Pierson, los fotógrafos favoritos de la corte Imperial. Y siguió haciéndolo por cuatro décadas. Cientos de sesiones y miles de fotografías que conmemoran no sólo la belleza de la Condesa sino también, ese inédito afán de permanencia y memoria que comprendió antes que nadie y que la fotografía fructificó con total naturalidad. Un legado que analiza no sólo la cualidad de la belleza en un siglo donde aún la idealización pictórica era parte de una idea más amplia sobre la mujer, sino que además elaboró una versión inmediata sobre la imagen íntima. Castiglione no sólo permitió que se le fotografiara tantas veces como su curiosidad, vanidad y misteriosa necesidad de reconocimiento le permitió, sino que además profundizó en la recién nacida idea de la intimidad a través de la imagen. Antes que cualquiera pudiera siquiera imaginarlo, la Condesa asumió a la fotografía como una obra de permanencia y observación de lo personal y lo íntimo. Y dejó un numeroso testimonio de su ambición por trascender a la mera idea del tiempo.
La vida de la Condesa estuvo marcada por el drama de folletín: nacida con el nombre de Virginia Oldoini, la Condesa llegó a París en la navidad del año 1955 del brazo de su marido, el Conde Verasis de Castiglione y su hijo Giorgi. Por entonces, era una mujer anónima a pesar de su esplendorosa presencia física y uno de sus objetivos en la ciudad considerada el centro del Mundo, fue hacerse famosa. Así, sin más. Sin otro apelativo que demostrar que la belleza y sobre todo, el donaire podían conquistar a la buena sociedad de la época. La versión oficial insistía en que la Condesa —por entonces de dieciocho años— y su familia, llegaban a la ciudad para devolver la visita a su prima, cuyo marido, el conde Alexandre, era el hijo de Napoleón I. Pero, a la distancia, es evidente que había toda una componenda discreta en la llegada de esta mujer de impactante estampa a una corte conocida por sus intrigas de alcoba y riñas de salón. Más tarde se comprobaría que el Conde de Cavour, ministro de Víctor Manuel II, rey de Cerdeña y el Piamonte, le había enviado para conquistar a Napoleón III para sus objetivos. Y lo había hecho, prendado de la belleza de una mujer que parecía representar el paradigma de la belleza de la época: voluptuosa, con sus rasgos pequeños y delicados, una abundante cabellera clara. Para entonces Castiglione, era una pieza en un complejo entramado en donde se movía a través de calculados golpes de efecto.
A los Castiglione le llevó muy poco tiempo ser presentados a la corte: La Condesa decidió asombrar a las cabezas coronadas europeas con entradas dramáticas que sorprendían y maravillaban por su desparpajo. Siempre tarde, obligaba a su marido a que la escoltara a una esquina del salón y luego aparecía sólo cuando el Emperador la saludaba con paso lento y ceremonioso, cubierta de joyas y con los peinados más elaborados que el dinero podía comprar. En una época en la que el valor social se medía a través del aspecto físico, Castiglione se convirtió de inmediato en una estrella en alza.

No obstante, como buen peón en un juego mucho más elaborado del que podía entender, la Condesa se limitó a un bello objeto en disputa en medio de una corte conocida por sus batallas interinas de influencia y poder. Del éxito de su misión para conquistar a Napoleón III se sabe poco. De hecho, más de un historiador coincide que en el Emperador supo manipular a la Condesa para convertirla en un doble agente involuntario que luego desechó sin miramientos. Tal vez por eso, el real papel que la Condesa cumple en la historia sea la predecesora de una obsesión que en nuestra época conocemos muy bien: esa mirada insistente y en ocasiones, temeraria sobre lo privado como objeto de arte. Esa noción sobre la identidad como parte de la construcción de la memoria colectiva y sin duda algo más complejo: la vanidad comprendida —y aceptada— como una forma de expresión estética.
Castiglione posó en más de 400 sesiones frente a la cámara de Pierson. El resultado es una magnífica obsesión que permanece como un estudio formal sobre la belleza, el tránsito del tiempo, la vanidad, la ambición y sobre todo, una curiosidad extraordinaria por la capacidad de la identidad humana para crear una pieza visual trascendente. Antes que Cindy Sherman creara sus incesantes y complejas variaciones sobre la identidad, mucho antes que Francesca Woodman se reconociera libre e imperfecta frente a la cámara, predecesora de las grandes divas de la pantalla grande que la emularon después, la Condesa de Castiglione fue la primera celebridad de la historia obsesionada por su imagen. Un referente directo a la actual necesidad de componer la identidad colectiva a través de símbolos de poder estético.
Cada uno de los pequeños triunfos de la Condesa en la corte de Napoleón III y luego como dama aristocrática admirada por derecho propio, se retratan en una serie de imágenes que muestran su evolución personal con meticuloso detalle. Cada uno de los momentos de la vida de la Condesa formaban parte de una ingente colección de fotografías que creó un concepto por entonces nuevo y asombroso: la de la modelo que además es su propia artífice. Pierson le permitía tomar decisiones artísticas sobre las fotografías, le ayudaba a preparar elaborados escenarios y le permitió una libertad de decisión sobre las fotografías que al final, creó todo un nuevo concepto sobre la fotografía que resultó desconcertante para una época donde la personalidad debía ser un calco al estereotipo de la fama y la idealización. Castiglione parecía incapaz de conformarse con ser una «beldad de la corte» y a través de sus imágenes, logró encontrar una forma desconocida de personalidad y reafirmación.
La obsesión de la Condesa por la fotografía tomó dimensiones extraordinarias: Cuando su colaboración con Pierson dejó de serle satisfactoria —el fotógrafo comenzó a opinar de manera muy directa en las sesiones de fotografía— buscó continuar bajo el auspicio de otros fotógrafos que aceptaran sus en ocasiones insólitas exigencias. No obstante, Castiglione tenía un carácter difícil y sobre todo, un clarísimo conocimiento sobre su imagen y lo que deseaba obtener de ella que resultó chocante a los fotógrafos de la época. Se decía que la condesa había roto su retrato de Baudry cuando alguien sugirió que éste era más hermoso que ella misma. Y un retrato de George Frederic Watts nunca fue terminado porque según contó el pintor, «el excesivo amor de la Condesa por la adulación me era tan desagradable que preferí abandonar el proyecto, sabiendo que nunca la iba a complacer».
El trabajo de Castiglione y Pierson, también incluyó momentos de intimidad fotográfica muy poco frecuente en un siglo donde lo decoroso y el pudor de una mujer eran exigencias sociales que no eran tan sencillo ignorar. En algunas imágenes, Castiglione muestra con aire seductor sus hombros a través de nubes de tul, lo que desató todo tipo de habladurías y la condenó al ostracismo de la corte. En otras, está recostada y cubierta con un delgado chal que revela sus pechos sin corsé. Un juego erótico que la Condesa creó a riesgo propio y que cuando se hizo público, dañó de manera irreparable su reputación. Pero para la Condesa, obsesionada ya por su imagen pero sobre todo por su capacidad para mirarse a través de la fotografía, esas consideraciones del buen hacer y el buen sentido de la cortesía carecían de valor. Se esforzó por llegar al límite del escándalo: hay varias imágenes en las que muestra sus piernas regordetas mientras se sube las faldas. La cabeza de Castiglione no aparecía en esos retratos, que eran chocantes en su tiempo, por la desenfrenada adoración del siglo XIX por las piernas y pies femeninos que se escondían bajo capas de crinolina. Incluso para actuales espectadores, estos trabajos aún contienen una carga erótica.
Castiglione estaba fascinada por la posibilidad de lo impúdico y lo ilícito. Como otras mujeres con estilo en los altos círculos, la condesa sentía una poco disimulada admiración por las cortesanas elegantes, las prostitutas bien arregladas cuyas extravagantes vestimentas y posturas adoptó en su repertorio. Castiglione incluso se aventuró en su oscuro mundo de glamour y cenó una vez con Giulia Barucci, quien se jactaba de ser «la grande puttana del mondo». Durante años se murmuró que la Condesa frecuentaba burdeles y casas de poca reputación, en busca de inspiración para sus fotografías. Por entonces, el rumor de su desmedida vanidad captada por la cámara provocaba escándalo y sorpresa. Se habló de sus «prácticas escandalosas» y para cuando una de sus fotografías llegó a manos del Emperador (en ella se le ve tendida de costado sobre un sofá de orejas de terciopelo, vestida apenas con una camisola de canesú) su reputación estaba tan herida de muerte que no tuvo otro remedio que abandonar París en medio de la vergüenza.

La flor de Narciso se marchita lentamente
Luego de su discreta expulsión de la corte, la vida de Castiglione toma tintes cada vez más trágicos. En el año 1861, Castiglione regresó a Francia, luego de una breve temporada recluida en Nápoles por motivos de salud y se fue a Passy, donde tenía de vecinos a Pierson —con quien ya se había reconciliado y volvía a compartir pasión artística— y al famoso doctor Blanche, cuyo hijo era el artista eduardiano Jacques Émile Blanche.
Hacia el año 1963, Castiglione fue expulsada de iluminados salones de la realeza: eclipsada por los múltiples escándalos en que se vio envuelta y su actitud arrogante, no sólo sufrió la expulsión de los predios del poder sino además, de la buena sociedad que la rodeaba. Las damas de la corte de la Emperatriz tuvieron un papel preponderante en su ostracismo; la princesa Metternich escribió en sus memorias que si Castiglione «hubiese sido simple y natural, habría conquistado al mundo. Por supuesto, estamos felices de que la condesa no fuera más simple…»
A pesar de ello, la condesa continuó canalizando su talento dramático en sus retratos. Una imagen la muestra admirándose en un gran espejo que Pierson tenía en el estudio. Como lo anotan Pierre Apraxine y Xavier Demange, críticos de fotografía, Pierson y Castiglione tenían una sofisticada forma de transmitir la emoción, drama e incluso movimientos con las limitadas técnicas con que trabajaban. Pero más allá de eso, había una verdadera intención artística en cada una de las imágenes: Castiglione sabía que se trataba de algo más que una mirada fugitiva y accidental a través del ojo de la cámara. Quizás en una de las fotografías más memorables, Castiglione asienta una disimulada mirada de soslayo al observador a través de un marco vacío de una pintura; detrás de ella se puede ver el instrumento que se utilizó para mantener fija la cabeza de la modelo durante el largo tiempo que requerían las exposiciones. En otras, es captada fuera de foco, abstracta, una ensoñación de otro.
Luego de la muerte de su hijo en 1879, la condesa comenzó a mostrar signos de extremo desequilibrio mental. En un nuevo departamento en Place Vendome, hizo decorar las habitaciones de negro. Las persianas se mantuvieron cerradas y retiraron los espejos: La condesa no podía enfrentar su decadencia física. En esta fúnebre atmósfera, clava la mirada en los testimonios de Pierson, huella de su belleza. No es extraño que simbolistas y estetas como Jacques- Emile Blanche, su buen amigo y posible amante, el poeta Robert de Montesquiou y la Marquesa Luisa Casati, aristócrata italiana, se obsesionaran con esta visión, un vestigio decadente de un período considerado licencioso y amoral.
A veces, Castiglione salía de su hermetismo para ser captada una vez más por Pierson. Los resultados son dramáticos y revelan el desengaño y demencia de Castiglione. En las fotografías, ella ha perdido su figura, diente y pelo; con su endurecida cara maquillada como prostituta y su ropa raída como vagabundo. En una, quebrantada u artrítica, yace en un sofá en una extraña evocación de la antigua seductora, mientras en otra, posa con un abrigo de terciopelo rodeado de piel de armiño de sus tiempos de gloria, ahora arrugado y apolillado como ella. En un eco macabro, incluso tiene sus pies y tobillos hinchados captados por la cámara de Pierson.
Un poco antes de su muerte, la Condesa hizo un desesperado último salto a la inmortalidad al planear una muestra como parte de la Exhibición Universal de 1900, la Gran Exposición de París. Ella propuso mostrar con el título «La mujer más bella del siglo» casi 500 imágenes de sí misma en sus horas brillantes. En la víspera del nuevo siglo, muere a la edad de 62 años y su proyecto quedó en la nada.
Incluso, uno de sus últimos deseos, era ser enterrada con un vestido que usó en Compiégne (la casa de campo de Napoleón III) en 1857, fue ignorado. En cambio, los recuerdos de su vida fueron rematados. Todas sus posesiones terminaron en manos de la excéntrica marquesa Casati, la musa de Gabriel D’Annunzio y Montesquiou compró la mayoría de las fotografías en venta. El libro homenaje que publicó en 1913, puede incluso haber favorecido a su protagonista. Más tarde, la colección de Montesquiou se dispersó en museos como el Metropolitano y el Compiegne, asegurando, como lo deseaba la condesa, que sus enigmáticos retratos permanecieran como persistente testimonio de su fascinante belleza.
Una imagen radiante, un sueño esporádico donde la vanidad, la locura y una muestra inigualable de imaginación se alzan para recrear la búsqueda de la estructuración detrás de la imagen. Como fotógrafa, los retratos de Castiglione me han fascinado desde la primera vez que los vi, por su magnífica expresión de una idea frágil y quebradiza de la belleza. Una irreal contundencia, una visión hecha realidad. Como autorretratista, me asombra la compulsión de la imagen como identidad, de la belleza y el estereotipo como símbolo del poder creativo. Entre ambas cosas, el trabajo de Castiglione sigue pareciéndome intrigante por su poder de seducción y doloroso, por su caída en el simple dolor humano. Un documento visual único.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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