La madre de la escritora Mary Shelley fue una mujer trágica. No sólo se trató que Mary Wollstonecraft fuera una libre pensadora adelantada a su tiempo, sino que de alguna manera, esa noción de la mujer con capacidad para comprenderse a través de la idea, la condenó a un tipo de ostracismo social del que nunca pudo zafarse. Murió marginada, destrozada por el prejuicio de su época y aplastada por el habitual anonimato al que la historia somete al sexo femenino. Unas décadas después, su hija crearía un monstruo literario espléndido tan solitario y aislado como ella, en una alegoría inquietante de la que quizá la brillante escritora no fue del todo consciente.
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Como escritora y artista en formación, de vez en cuando me sobresalta el pensamiento que como tantas otras mujeres de la historia, Mary Wollstonecraft pareció destinada de origen a carecer de nombre e importancia. Como si el mero hecho de ser mujer —esa percepción de la feminidad como un todo que estigmatiza y elabora una identidad esencial cultural— no sólo convirtiera el arte creado por mujeres en una especie de curiosidad cultural sin mayor importancia, sino en una idea abstracta sobre la que no se medita demasiado. Después de todo, hasta hace relativamente poco tiempo, la mujer artista —la personalidad creativa femenina— fue considerada una especie singular, un rara avis de la que se comprende muy poco. Pocas décadas atrás, la mujer que crea, simplemente no existía.
Siempre supe que deseaba fotografiar y escribir. El “siempre”, asumido como una idea que nació en algún momento de mi adolescencia y me acompañó durante toda mi primera juventud. Creaba con la compulsión de la niñez, con esa obsesiva necesidad de la novedad y con el transcurrir del tiempo, descubrí que expresar ideas complejas a través de mi producción artística —ya fuera fotografiando o escribiendo— era parte de mi visión del mundo. No obstante, para quienes me rodeaban, no resultaba tan sencillo. Mucho menos comprensible. Más de una vez me tuve que enfrentar a esa incredulidad, a esa exigencia de “sentar cabeza” que parecía condenar mi vocación artística a una cierta perplejidad espontánea carente de verdadera sustancia.
“Es una etapa, ya se te pasará. Todos empezamos en la vida queriendo ser artistas, ser famosos, ser reconocidos. Escribimos, pintamos, bailamos. Creemos que es fácil hacerlo y nos emociona creer que seguiremos en eso toda la vida. Pero sólo es una etapa, creéme”, me dijo en una ocasión una de mis profesoras de secundaria, que impartía la asignatura de Literatura con cierto desgano práctico. Lo hacía por un salario, para cumplir cierta función educativa, no por pasión y más de una vez lo admitió en voz alta con toda tranquilidad. Y por supuesto, le llevaba esfuerzo entender mi amor por la palabra escrita, mi definitiva necesidad de asumir el mundo a través de la literatura.
Su punto de vista me dolió. No sólo porque pareció desacralizar mi idea sobre la necesidad artística, sino que la vulgarizó, convirtiéndola en un mero capricho pasajero. Ya por entonces, consideraba escribir era una idea importante. Lo suficiente como para que abarcara una buena parte de mi vida, como para que formara parte de mis aspiraciones a futuro y sobre todo, esa expresión personal que todos tenemos sobre nuestra forma de comprendernos. Escribía porque lo necesitaba, porque no podía ser otra cosa y porque esa necesidad —impaciente, devastadora— ocupada cada espacio vacío en mi vida. Lo hacía desde muy niña, abrumada por un impulso vital difícil de explicar a quien no lo sintiera y desconcertada por el poder de esa persistencia del deseo de vivir para escribir, que no al contrario. Por ese motivo, no podía comprender la pasividad de la profesora, la manera superficial como asumía mi impulso creativo. Pero ella continuó haciéndolo durante todo el largo año que fui su alumna —recordándome cada vez que podía que ser escritor era un asunto largo y tedioso que en realidad no formaba parte del mundo de la mujer— hasta que finalmente, me rebelé contra esa percepción simplista y llana de la creación de la mejor manera que podía: escribiendo.
—¿Y esto qué es? —me preguntó cuándo dejé en su escritorio un fajo de hojas escritas a mano. Me las arreglé para sonreír. — Un regalo para usted.
El “regalo” casi me cuesta la expulsión del colegio: se trataba de un cuento donde una criatura cebosa y peligrosa muy parecida a la profesora, acechaba en los pasillos de un colegio idéntico al mío. Las escenas, abigarradas y llenas de referencias nada disimuladas a los monstruos fabulosos de Lovecraft, convertían a la mujer pasiva e insulsa del aula de clase en una aparición imposible, temible, peligrosa. La describían como una especie de supra conciencia totalitaria y amenazante que se alimentaba del entusiasmo de sus desprevenidas alumnas. Y aunque en ningún momento le mencioné directamente, el parecido fue tan obvio que terminé castigada por meses en la dirección de la Escuela. La monja que fungía como directora simplemente no lo podía creer.
— No entiendo como hiciste algo semejante —comentó entre dientes, cuando leyó el cuento y por supuesto, encontró parecidos razonables entre la profesora y mi monstruo—, es una grosería como jamás pensé podrías cometer.
Luego vino un largo sermón sobre la santidad de la escritura, sobre el hecho que preclaras mujeres como Sor Juana Inés de la Cruz y Santa Teresa de Ávila jamás habrían utilizado la palabra para herir de la manera grosera y descarada como yo lo había hecho. Me recordó que la creación era una capacidad divina y que utilizarla de esa forma había sido poco más que un oprobio no sólo contra la profesora —pobre alma dulce— sino contra la escuela, que me estaba educando como una mujer de bien. Escuché toda la diatriba, un poco asombrada por la insistencia en la bondad de la escritura y sobre todo, su supuesta capacidad redentora.
—Una mujer escribe para ser excelsa, para expiar el pecado original con arte —me dijo por último la monja—. Piénsalo y trata de alcanzar un instante de paz que te permita asumir lo que haces como un trabajo divino.
La frase me sonó extraña pero sobre todo, infinitamente asfixiante. Ya por entonces, admiraba profundamente a mujeres como Simone de Beauvoir y Virginia Woolf, para quienes la escritora era una forma de vida y no una exaltación de una supuesta bondad en la que ninguna creía. No se trataba solo que ambas fueran las escritoras que secretamente yo deseaba ser —salvando las distancias evidente entre ambas y mi propia circunstancia— sino del hecho, que tanto una como la otra creaban por necesidad, por egoísmo, por una profunda alegría hedonista basada en el arte que entendía mucho mejor que todo el pregón de la santidad inherente a la idea de la mujer artista. Obsesionada con la escritura como lo estaba, la mera idea que hacerlo fuera una manera de conectarme con un planteamiento generoso sobre lo que podía crear —y deseaba crear— me parecía no sólo impensable sino también, profundamente despiadado. Después de todo, escribía por deseo, por la necesidad más irrevocable y dura. No tenía nada de beatífico ni mucho menos sagrado. Escribía por dolor, por furia, por alegría, por deseo, por la recién descubierta capacidad para la lujuria, por la recién nacida visión del mundo que me proporcionó la adolescencia. ¿Qué tenía que ver eso con alguna visión ultraterrena y divina?
Quizás por ese motivo, me obsesionaba Virginia Woolf más que cualquiera otra escritora. Woolf no era santa, amable ni mucho menos correcta. Era una mujer de su tiempo, llena de defectos y con pocas virtudes que destacar, a no ser su maravilloso talento. Sínica, obsesiva y sobre todo, profundamente carnal, a Virginia le gustaba fumar tabaco, jugar a los bolos y escribir a máquina. Nada de las largas estelas románticas a lo Bronte y a lo Austen. Virginia se inclinaba sobre la máquina de escribir y tecleaba por horas, un tac tac tac continuo que marcaba como un metrónomo el paso de sus pensamientos. Y es que Virginia era compleja en su humanidad, en su portentoso talento para contar el mundo. Para escribir por deseo, por furia. Por razones oscuras y obscenas que la hacían profunda y demoledora.
—Escribía como un hombre —me dijo en una ocasión uno de mis profesores universitarios— y no se trata de un comentario machista o que busque denigrar su enorme capacidad creativa. Se trata que hasta entonces, la mujer escritora —la artista en general— era una especie de espléndida beldad delicadísima, sufriente y trágica, que dedicaba su impulso vital a escribir para sustituir la presencia del marido, los hijos, incluso de la salud. Por siglos, se consideró que la mujer que escribía echaba en falta algo. El amor familiar, el carnal, el emocional, el romántico. Los hijos. Ninguna mujer escribía sólo por desearlo. Eso era inconcebible.
Mi profesor era devoto de lo que llamaba “la furia infernal femenina”, un término casi medieval para definir el poder creativo de la mujer, ajeno a cualquier virtud teologal que la cultura insistía en endilgarle. Para mi profesor, crear era un asunto pérfido, más cercano al pecado que a la bendición. Y por ese motivo insistía que la mujer que crea, estuvo sometida a la idea de la castidad intelectual tanto tiempo como para resultar castrante. Solía decir que para la historia, la mujer y la creación eran términos contradictorios. Después de todo, no había forma que una mujer se expresara artísticamente y se mantuviera alejada de placeres reservados para los impíos. Como si el arte, con toda su carga simbólica y primitiva, no pudiera sostener la santidad que solía achacársele a lo femenino.
—Mira, para occidente la mujer que crea es una puta. No hay manera que una mujer sea artista sin que pierda esa cualidad de pureza que tanto se le insiste en achacar —me dijo en una oportunidad, mientras debatimos la extraña y maravillosa vida de la filósofa Simone Weill, que por décadas tuvo que disimular su inteligencia para formar parte de los círculos más preclaros de estudiosos de su época: una contradicción espeluznante—. La mujer que piensa, que crea, que escribe, pinta, baila, no se debe a la tradición, a la historia y a la herencia social. Es independiente, poderosa, única. Y eso es impensable y oprobioso para una sociedad obsesionada en que sea justamente lo contrario.
“Estudien, estudien ustedes Historia, damas y caballeros españoles, antes de acusar de extranjerismo a un feminista”, escribía por el 1917 la escritora y política feminista María Lejárraga, alter ego lúcido de su esposo Gregorio Martínez Sierra. “Háganlo por la supervivencia de su mente y su capacidad para ser únicas” añadía, desde los labios de su esposo, que por décadas la había forzado a escribir ocultando su talento en su beneficio. Pero entonces, Lejárraga, una asombrosa dicotomía que poca gente comprendió en realidad, convirtió al marido explotador en títere y le hizo proclamar no sólo un novedoso pensamiento de reivindicación de género, sino algo más complejo: la libertad de la mujer para construir su propia circunstancia. María, con su excelsa capacidad para asumir la ambigüedad y un cierto hermafroditismo mental, no sólo sentó las bases de la capacidad de la mujer futura para asumirse creadora por derecho propio, sino para evitar que la trampa en que cayó y sufrió la mayor parte de su vida, pudiera atrapar a cualquier otra mujer creadora. O al menos, eso era lo que pensaba mi profesor, quien fue el primero en hablarme sobre ella, su obra a la sombra del anodino Gregorio Martínez Sierra y sobre todo, su increíble historia.
—¿Lo ves? Hasta hace muy poco, la mujer que crea debía masculinizarse, hacerse a sí misma como hombre y hacer así, menos chocante su independencia intelectual —me explicó en una oportunidad—, eso es la complejidad del arte femenino. Se trata de una doble lucha: contra la tradición que aplasta y el género que limita.
Algo de eso debió reflexionar Aurora Dupin cuando se transformó en George Sand, pienso con frecuencia. La escritora fue una de las primeras en asumir que necesitaba encontrar un espacio en el mundo literario de su época —íntegramente masculino— a través de un juego de espejos de género que sorprendió y escandalizó en su época. Porque Aurora fue George, escribió nueve tomos de maravillosas novelas, impactó a la sociedad que la leía con avidez, habló de mujeres libres… pero fue hombre a todos los efectos de la presunción de su capacidad creativa. Quizás era la única manera en que podía haber escrito sobre héroes libres e independientes, sin resultar chocante, abrumadora, desconcertante. Y fue esa dualidad femenino y masculino lo que hizo de la figura de George Sand un símbolo de la restricción social de la mujer que expresa, la mujer artista, la mujer poderosa.
Solía pensar en Aurora —que no en George— durante los difíciles años de transición entre apasionada por la escritora, novata sin verdadera motivación y ese tránsito hacia el hecho de asumir la escritura como mi profesión. O al menos, una de mis maneras de crear. Muchas veces, me pregunté cómo había tomado Aurora la decisión de hacerse hombre, cuánto valor había necesitado, para atreverse a enfrentarse a la historia que silencia desde su personal perspectiva. Me pregunté si había sido una decisión consciente, la de evadir esa noción de la mujer fácil y puta que crea, para deambular en la periferia. Por supuesto que no debió serlo, me digo en ocasiones, abrumada por la sensación de encontrarme en un terreno blanco y desconcertante de crear mi propia historia. Debió ser un trayecto escarpado, durísimo, pero necesario. Porque Aurora creó su propia vereda, su propia circunstancia, la puerta abierta hacia algo más. Y con ella, afianzó el camino de la escritora que existe a pesar de la presión social.
Hace poco, leía que María Fernanda Ampuero, escritora y periodista de Ecuador, ponderaba sobre el hecho que la mujer que escribe es un fenómeno reciente en nuestra patriarcal, machista y conservadora latinoamérica. Hasta hace muy poco, la mujer creativa de nuestro continente debió enfrentarse a esa dicotomía insistente entre lo que la historia requiere de ella y algo más abstracto. Y mucho más que sus contemporáneas en otras partes del mundo: Mientras Virginia Woolf ya se preguntaba por el año 1945 que necesitaba una mujer para escribir, en nuestros países, la idea continuaba siendo inquietante e incluso desagradable. Después de todo, la mujer estaba allí para completar el ciclo creativo, para acompañar y consolar. Como comenta Ampuero: “las que callaron a los niños porque papá estaba escribiendo, las que sirvieron litros y litros de té en silencio, las que mantuvieron el orden obsesivo del susodicho, las que organizaron veladas literarias en las que no podían ni debían opinar, las que hornearon tartas, asados, panes, las que vivieron pobrezas y sobresaltos… Es muy difícil hacer que la vida doméstica no irrumpa como un estruendo en el proceso creativo. Qué gusto debe de haber sido para estos señores nunca encargarse de nada de eso”. Y en la ligera crítica, en el dolor que subyace debajo, hay toda una inclemente visión de lo que debía enfrentarse la mujer creativa latina. Esa noción de la tradición que intenta abrumar el impulso de construir sólo por el mero hecho de favorecer la tradición.
Quizás por ese motivo, Clarice Lispector (Chechelnik, 1920–Río de Janeiro, 1977) sea toda una visión reivindicadora de esa percepción de la mujer que debía abandonar la necesidad en beneficio de lo que las exigencias de género. Se suele decir que Clarice no sabía freír un huevo ni tampoco tenía ninguna habilidad en los quehaceres domésticos, pero escribía. Y lo hacía tan bien como para que formara parte de su vida, su circunstancia, sin atenerse a ninguna idea cultural que pudiera constreñir su deseo de escribir. “La recuerdo con una máquina de escribir en su regazo, tecleando absorta en medio del salón principal de la casa entre los ruidos de los niños, el teléfono o la empleada. Por tanto, no tenía nada de escritora maldita que necesitaba aislarse del mundo para encontrar la inspiración”, cuenta su hijo Paulo Gurgel, quien no sólo admiraba el poder creativo de su madre, sino sabía —y probablemente comprendió desde la infancia— que era el principal impulso que la animaba. “Mi madre escribía por placer, trabajo y necesidad. Lo demás era subsidiario a esa necesidad”, concluye, dejando en claro que para Clarice cualquier otra compulsión además del arte —incluyendo la maternidad— parecía encontrarse fuera de toda consideración. Una contradicción a la idea sobre la mujer que crea en nuestro continente e incluso, de la cultura occidental.
En una ocasión, Susan Sontag comentó que nunca caía bien a nadie. Que todos quienes la conocían solían decir que era una mujer insoportable. “No soy alguien agradable” insistía con una cierta ferocidad acerada y sobre todo, muy consciente que contradecía esa imagen de lo femenino que impone la cultura. Una mujer introspectiva, dura e incluso severa, que no hacía el menor esfuerzo por agradar, resultar encantadora e incluso amable. Sus críticos tomaron su largos y empecinados silencios como una demostración de su soberbia. Pero en realidad Susan Sontag siempre fue una mujer que asumió el poder de la palabra como una parte indivisible de su personalidad: esa percepción de la palabra que crea, construye y elabora nuevas fronteras. La palabra como frontera entre el mundo personal y el mundo real. Y por ese motivo, quizás sufrió esa noción de la severidad y dureza que se le atribuye a la mujer que crea, que muy pocas veces se comprende. Que en ocasiones resulta desconcertante e incluso limitante. Una ruptura con el tópico de lo que la mujer debe ser a través de una idea recurrente sobre el género que resulta incompleta para definir a la mujer que crea.
A veces, tengo la impresión que no he hecho otra cosa en mi vida que fotografiar, escribir y leer. Y esa sensación en ocasiones es profundamente egoísta, visceral y primitiva. Lo hago porque lo deseo, porque me place y me satisface y no por ninguna visión romántica sobre la creación trágica. Aún así, sigo preguntándome cómo concibe la cultura donde nací a la mujer que crea —que construye— y si esa percepción comienza a evolucionar o en todo caso transformarse en algo mucho más profundo de lo que es. Por ahora, sigo intentando comprender el sentido de esa idea creativa femenina y sobre todo, la manera como concibe a un nuevo tipo de artista, que intenta no definirse a través de una tradición cultural y mucho menos, una opinión cultural.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
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