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Desde la fecundidad hacia la miseria, desde la templanza hacia lo lascivo, no puede haber más que una transgresión. Incrustada en una llaga ciega, se retuerce sin piedad hasta abrirla toda y dejar que arda a la intemperie. El quiebre consciente en su ciclo de sanación emancipa a la costra, que ya tarde volverá a formarse blanda para ser mancha, piel muerta sobre piel viva.

Esta metáfora se articula como centro y reiteración íntima en el heptaedro tarkovskiano, la obra fundadora de la reinvención del lenguaje del cine en pleno siglo XX. Empieza como una posibilidad, como un viaje exploratorio. También como una semilla inmensa que se pierde en mar abierto imaginando tierras fértiles. Todo eso es siempre “La infancia de Iván” (1962) que, sin embargo, no separa ni significa un rompimiento entre abismos, pero tampoco escatima en lo sublime de su apuesta radical. Sin ser una ópera prima consigue proclamarse la progenitora de un solo poema que se prolonga a sí mismo bajo los pliegues armoniosos del celuloide, para ser comienzo y ser final.

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Con semejante spoiler, inicia la miniserie Disclaimer (que absurdamente decidieron titular para Latinoamérica como “Desprecio”), a la cual accedí nuevamente —luego de un primer intento fallido que no me motivó a pasar del segundo episodio.

Lo verídico en su máxima expresión es el registro virgen del tiempo y, a la vez, lo irracional dentro de la realidad. Porque es esa la belleza y la genuina intención sagaz de las posibilidades mediatas del lenguaje cinematográfico –en esta época, tan prescindibles para los cultos de la inmediatez–, aquellas formas de las que se erige su dualidad inherente (y eterna) en  la metáfora y el matiz; ya no su causa última pero sí su fuente contradictoria.

Existe en las películas que materializan estos principios desde la mera consciencia, una pureza necesaria, radicalmente innegociable. Es de hecho esa pureza la que conjetura con asertividad en el aprovechamiento, sino máximo al menos completo, de sus signos.

No ha habido quizá nunca antes en la historia un cineasta tan absoluto como Andrei Tarkovski, que entendiese con toda sensibilidad estas sutilezas. Y, para bien o para mal, puede que nunca vuelva a haber uno. Ocurre lo mismo con la figura del poeta, quien todo lo apuesta por la palabra y que muere en ella, mientras en lo profundo de sí mismo, desnudo, se pasea flagelándose por las calles negras de un mundo vacío, entregado tanto al consumo que lo consume en toda su complejidad humana; pero para no morir en vano dentro de su vientre, se inmola con ella y renuncia a su memoria. Y entonces es olvido, es polvo, es poesía. No hay dudas de que Tarkovski se quemó. Tan radical fue su apuesta por el cine que renunció al estético oficio de filmar y hasta en su exilio murió entregado al humilde pero sublime título de “escultor”.

Esculpió sus películas como quiso, desde el ejercicio puramente irascible; como alma inquieta y fiel sufridor. Desde el principio recogió las siembras de sus propias vivencias y sus pasajes oníricos. Recreó imágenes de sus cotidianidades, y las ajenas, de alguno u otro modo, las hacía suyas partiendo de la fatal transformación en cuerpo orgánico independiente pero atado a los más profundos espacios vacíos de su creador.

De adentro hacia afuera hay así –y tiene que haberlo– un culto llano a las memorias íntimas en su atesoro perpetuo, un elogio inmoderado que se extiende sobre el reflejo de la infancia y reposa en esa fidelidad acusada de exceso autobiográfico. En todo caso, un exceso puro y plácido, sin titubeo al desgarre. 

El clamor por el arraigo no peca sin embargo en idealización. Lo sugerente por lo explícito no decanta las formas bélicas, tampoco las profana, sino que sabe de su existencia, su padecimiento, y prescinde de su desinteresado rostro vano por el rostro de la inocencia. Porque importa más su sombra que recubre toda búsqueda.

La cámara que serpentea y se queda quieta, no es cámara, sino la única ventana libre para el espectador. Por eso no se sienten filmados las vueltas en espiral ni los barridos espectrales;  se sienten posibles. La cámara tiesa sobre la escalera que registra la vigilia, no es cámara, sino la perspectiva acaso más realista de lo que en literatura llamaríamos voz testigo. Una voz callada pero presente; somos nosotros mismos dentro del paso al clímax, en el único hueco libre para el respiro. 

Fuera de los bordes de la ventana y dibujado con especial meticulosidad en la frontera de lo más profundo, en el hontanar de las imágenes y sus secretismos, está la verdadera riqueza viva y reveladora para el más atento:

Una infancia perdida es como el tallo enfermo del vástago. La ausencia de cimientos en las condiciones externas y la desgracia humana entrometida, determinaron su pobre destino inmóvil y pasivo, llevándolo a su irremediable mutilación. Hay muchas personas tallo y fundamentalmente dos tipos de los cuales se desprenden largas variantes.

Unas que tuvieron la suerte del entorno pero no el cultivo, que se pasan la vida sin más remedio que la calma sencilla de lo trivial. Sucumben ante píldoras de comicidad barata a costa de entretenimiento efímero, lamiéndole los pies a la industria que los invita a celebraciones interminables en detrimento de la moral; asistiendo así sin plena consciencia a la más cruda podredumbre normalizada y defendida por las mayorías.

A lo asumo se limitan al esfuerzo engañoso del trabajo impuesto por una Sociedad-Estado que espera su ciega retribución a cambio de tiempo. Y ello ocurre así por la falta del cultivo primario en toda niñez sin libre expresión y descubrimiento, sin ratos de ocio, música y lecturas, sin contacto con manifestaciones culturales y paisajes que abran la mente, sin actividades que extiendan intuiciones y despierten identidades.

Sin amor en todo eso, amor ágape, acompañamiento y constante discusión, independencia y sentido de pertenencia, alejado de toda contaminación superficial que no busque avivar la sed de conocimiento contra el mero goce o placer vacío de lo material. Son tallo, en este sentido, muerto.

Luego, en cambio, hay otros que ni siquiera tuvieron esa suerte del entorno. Por eso mismo estos son los más desamparados y a la vez los más bondadosos, porque aún en la nada hay quienes se las arreglan para proteger su llama a punto de apagarse a causa de vientos alisios que con crudeza los arrastran al despojo. Muchos de estos personajes tallo no son casos perdidos –como sí puede ocurrir con los otros– al contrario de como suelen creer los pesimistas que profanan la libertad como si se tratase de una invención inmaterial y no la esencia de los fines últimos del alma que, en la práctica y el entendimiento pleno del albedrío, materializa la salida voluntaria de la decadencia más feroz.

La infancia es el sustento de nuestros ideales, la fuente necesaria del descubrimiento interno, el bálsamo puro de la ingenuidad humana; el cultivo de la semilla íntima de las virtudes, la intuición y la sensibilidad. Es una obligación retrotraerse a ella, a la infancia de siempre, a la infancia perdida, como la de Iván.

Pero ello supone un esfuerzo irreductible, pues toda introspección sin el previo ejercicio de la voluntad no es más que pura actividad inútil. Diría incluso que resulta inútil aún más la vida (y el cine) que no es toda introspección ni examen. En estos casos no hay sumergimiento posible, no hay arte. 

Por lo mismo es que desde donde se le mire no es una película tranquila. Invita, en cambio, a tranquilizar desde la incomodidad. Y da paz, alivia sin proponérselo porque consigue la curiosa intromisión y el papel activo del espectador desde el esfuerzo que supone indagar hacia dentro, despojándose de balsas y lastres en un grato naufragio prolongado.

Todo retorno tiene su causa última en el devenir del yo poético del ensueño. Qué será del niño pobre, deshabitado, solo, sin madre, amo de sí mismo, cuya infancia enajenada consigue de cuando en cuando en sus momentos de más desgracia y soledad y, aún sobre la mano asfixiante de la miseria, elige la bondad desconocida. Es en cada pasaje onírico donde construye su refugio: en el espejo que es el pozo, en la planicie de agua dulce, en el juego ingenuo en la penumbra –quizá el que más atesoro de toda la película– cuando se le mira inmerso y nos sugiere pasado, odio y esperanza, lucidez eterna, miedo, amor.

La deuda perenne está en los pasajes y en los símbolos. El árbol recurrente, el pozo revelador, el fruto abundante, el agua inacabable. Por ellos conocemos más al Iván ingenuo y en calma, su preparación para el encuentro con la muerte, ese último pedazo de su vida y la realidad ante la cual no se subordina pero perece. Por ellos existe esa ingeniosa articulación que rompe todo molde a cambio de algo más satisfactorio –y por ende, mediato– que la belleza narrativa y estética: el sentido poético de la imagen. El vuelo de una mariposa contenido en un par de segundos y la mirada vaga. El vuelo del niño. La periferia altísima del árbol.

Y así es como comienza y termina la composición cinematográfica en su plenitud más viva, aquella en donde los planos responden a un tiempo lógico y a uno poético que dictamina su extensión precisa. Es este el cine que atesoro y del que me nutro, al que espero y al que añoro, al que deseo y en el que me pierdo satisfecho, el que me llena y el que me abarca. El único, entrañable.

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Rafael R. Vargas
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Escritor venezolano, poeta y crítico de cine