Luego de un año el COVID ha empezado a afectar nuestros mecanismos de defensa emocional. La entereza inicial y las expectativas de solidaridad automática que parecían hacerse presente en los momentos iniciales de esta crisis global, han ido lentamente desapareciendo para dar paso a preocupaciones individuales y colectivas de amplio rango. Un número importante de psicólogos y psiquiatras han advertido acerca de los efectos de largo plazo que sobre nuestra salud mental tiene el encierro. A mí en particular me cuesta un poco hacer seguimiento del tiempo que transcurre mientras intento mantener la locura a raya y construir una cierta normalidad cotidiana que me permita no morir en el intento. Los seres humanos somos a fin de cuentas seres sociales, nuestro desarrollo evolutivo se produjo en el contexto de comunidades humanas más o menos coherentes en las cuales un amplio rango de interacciones era posible.


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Ciertamente estamos acostumbrados a que nuestro quehacer cotidiano este referido a los demás, a la conversación con otros. Nuestra identidad se construye de manera diferenciada dentro del colectivo al cual pertenecemos, dentro del cual se produce nuestro proceso de socialización, que implica la adquisición de un sentido que nos permite valorar lo normativo, comprender el juego de las reglas sociales e identificar los rangos dentro de los cuales nuestras actuaciones con las demás son aceptables a no. Un poco dentro de las dinámicas de los nuevos tiempos nos hemos visto obligados a limitar de manera rigurosa nuestras interacciones, la distancia social impone una deconstrucción del tipo de asociación al cual estábamos acostumbrados. Ya no es posible tomarnos la mano al saludarnos, lo que ha puesto fin a una larga tradición humana que simboliza el gesto de aceptación del otro como un igual al cual no estamos en la disposición de agredir, tomarnos la mano implica confianza en algún otro a quien no vemos como agresor y a quien no vamos a agredir.
Cuando un recién nacido se incorpora a la comunidad humana, lo hace habiendo recibido un nombre. Con esto le damos la bienvenida a la sociedad. Lo reconocemos como un sujeto con el potencial eventual de conversar con nosotros, de intercambiar puntos de vista, de construir junto a nosotros y, sobre todo, junto a los miembros de su generación un espacio político dentro del cual la convivencia colectiva es posible. Según Hanna Arendt, con ese que se incorpora a nuestra vida se inicia una interacción primaria que tiene como punto inicial una pregunta: ¿Quién es este que está acá con nosotros? Este sujeto que empieza a vivir necesita, durante muchos años, de la ayuda de los demás para realizar su potencial y materializar el contenido de sus aspiraciones. Diría el premio Nobel Amartya Sen, pero vivir una vida que valga la pena ser vivida o, para para Rawls, alcanzar un porcentaje significativo del Plan de Vida que este sujeto ha decidido para sí a lo largo de su vida. Una vida en la cual nos encontramos con mucha gente, mucha de la cual genera un impacto imborrable en nosotros.
Me gusta mucho el último poemario de Arturo Uslar Pietri. Él es uno de esos personajes inolvidables que terminan influyendo desde la distancia, su programa “Valores Humanos”, muchos de cuyos capítulos pueden ser vistos en la Red, son, sin lugar a dudas, una de las mejores muestras de la inteligencia venezolana del siglo XX que uno pueda encontrarse, tanto que deberían incorporarse al proceso de formación de los venezolanos del presente y del futuro; más allá de la información que comparte, se trata de piezas geniales de orfebrería intelectual; pero, mas aún, se trata de un intento por formar ciudadanía en un país en el cual aquella es, más bien, un bien escaso.
Permítanme una pequeña digresión: En Venezuela hemos formado profesionales de primera línea, eso es indiscutible. Mucha de nuestra gente esta realizando una labor profesional de altísima calidad en muchísimos países dentro de la lógica de un mundo globalizado, lo que da cuenta de la efectividad de nuestros procesos educativos, esto a pesar de los pesares y reconociendo el profundo deterioro de los últimos tiempos.
Sin embargo, hemos fallado terriblemente en la formación de ciudadanos, en la materialización del acatamiento por las normas básicas de la convivencia, del respeto a los demás, del reconocimiento del otro en tanto que un sujeto equivalente a nosotros mismos. Creo que, si hubiéramos leído de manera masiva y cuidadosa a Doña Bárbara, hubiéramos visto con mayor recelo cualquier aventura autoritaria y hubiéramos lanzado menos vítores a los caudillos de turno; quizás si hubiéramos leído, de manera masiva y cuidadosa, aquel angustioso Mensaje sin Destino, nos hubiéramos visto obligados a buscar con mayor tesón ese país que se nos ha ido perdiendo de a poco. Al de la historia no basta con ser buenos, y el alma venezolana lo es, para que las cosas funcionen de manera adecuada. Nos hemos acostumbrado demasiado al voluntarismo y menos a los caminos institucionales. Preferimos la imposición a la cooperación, nos falta confianza en nuestra capacidad para emprender un esfuerzo colectivo que nos lleve a establecer y lograr un fin común acordado entre todos. Los caudillos nos siguen encantando, como aquel flautista que llevo a los niños de Hammelin a la perdición.
Decía entonces que, en el Hombre que voy Siendo, aquel Uslar de la Madurez da cuenta de su propia transformación. La idea de la trasmutación es siempre una idea poderosa, nunca somos los mismos, nuestro proceso de transformación es permanente y acumulativo. De allí la necesidad de aprovechar la experiencia de los ancianos –ya lo reconocía Platón– para generar aprendizajes trasmisibles generacionalmente. La memoria es escasa y tendemos a olvidar. Ya la humanidad había vivido pandemias similares que estaban enterradas en la bruma de los tiempos, como si nunca hubiesen pasado, y cuyas enseñanzas nos hemos visto en la necesidad de rescatar. Nada de esto sería posible si no fuese a través del contacto humano, siempre hace falta alguien que cuente las historias. Uno se pregunta qué hubiera sido de la humanidad si los bardos no hubiesen cantado públicamente las hazañas de los antiguos héroes, o si los libros que nos legaron los antiguos no hubiesen sido resguardados en las entrañas profundas de las bibliotecas medievales.
Popper señalaba alguna vez que una cosa es sobrevivir a un holocausto en el cual las bibliotecas han sido destruidas y otro hacerlo en un mundo en el cual los libros sobreviven. En el primer caso la humanidad debe reiniciar su recorrido desde cero, lo que implica inventarlo todo nuevamente. En el segundo, el proceso de reconstrucción es realizable desde el conocimiento resguardado en las páginas. Uno entiende que nuestro objetivo fundamental en una época de crisis como la que vivimos en sobrevivir, salvaguardar nuestra salud física y mental, ganarle al virus y a sus mutaciones. Pero, creo que es necesario llamar la atención que debemos hacerlo sin perder de vista la necesidad de mantener dentro de cierto rango algún espacio para la conversación colectiva. Es terrible la idea de sustituir el tiempo de la convivencia por el tiempo frente a la pantalla. Preocupan los informes que señalan cómo se ha ido incrementando de manera masiva el uso de las redes como un mecanismo de sustitución de la interacción humana, lo que termina convirtiéndonos en autómatas dependientes del estímulo visual.
Somos, a fin de cuentas, sujetos que se definen colectivamente, que se necesitan. No se los demás, pero a mí me cuenta mucho sustituir el abrazo de un ser querido por las frías piezas del teclado. Por suerte nadie puede quitarnos la opción de volver a los libros y vivir, desde allí las aventuras maravillosas que nos regalan. Sin duda vivimos tiempos interesantes, llenos de entuertos y laberintos. Tiempos que nos llevan a endurecernos por necesidad. Ojalá no olvidemos que al final de la historia la solidaridad, la comprensión y el respeto son elementos fundamentales para la supervivencia colectiva.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Esta columna busca reflexionar sobre el momento contemporáneo, sobre los retos que enfrentamos como sociedad y los elementos que ponen de manifiesto la condición humana.