Virginia Woolf escribía siempre. Lo aseguran sus biógrafos, su doliente marido, su hermana, cualquiera de sus amigos y conocidos. No sólo escribía, conversaba en voz alta con sus personajes, se paseaba de un lado a otro, repitiendo en voz alta parlamentos imaginarios de un mundo extraordinario que sólo ella podía ver. Como si su mente se encontrara a una distancia considerable de lo mundano, lo simple y lo vulgar. Pero Virginia, trágica y espléndida, también era una mujer hedonista, venática y que disfrutaba de lo real con una impulsividad que aún asombra a quienes la imagen, pálida y lánguida, como escritora trágica. Porque Virginia Woolf era muy terrenal, durísima: le gustaba fumar puros —y lo hacía con el desparpajo del experto—, jugaba bolos con mucha habilidad y escribía a máquina a toda velocidad. Lo hacía riendo en voz alta, gritando cuando había necesidad. También era feminista, pacifista, una crítica literaria, una libre pensadora muy elegante y directa. En suma, Virginia Woolf resumió esa época de transformaciones y de cambios que le tocó vivir.
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En una ocasión, le ofrecieron un doctorado honoris causa que rechazó con una nota tajante, educada pero que no dejaba lugar a equívocos. Cuenta Leonard, su devoto viudo, que cuando le preguntó el motivo de la respuesta, la furiosa y siempre cínica Virginia le respondió con una frase aparentemente sencilla: «no todo está dicho». Una síntesis curiosa y muy sincera sobre su vocación por la escritura: escribía por pasión, en el entusiasmo de la inspiración, con los dientes apretados, tecleando con una fuerza tan contundente que más de una vez se quejó que ninguna máquina de escribir soportaba «sus raptos de felicidad». Porque para Virginia, escribir lo era todo: las palabras creaban el mundo a su alrededor, lo reconstruían a conveniencia. Escribir, para Virginia, era no sólo un medio de comunicación sino su firme convicción de luchar, a brazo partido y de la mejor manera que conocía, contra sí misma.
Virginia agonizaba lentamente. Más allá de esa ferocidad suya, de ese hedonismo salvaje que muchas veces fue considerado imprudente e impúdico para una dama de su época, Virginia padecía los rigores de la depresión. Una tan profunda, tan insoportable, que la hacía permanecer encerrada en su dormitorio, muriendo a cuenta gotas, sintiendo ese dolor de la soledad que hiere, del aislamiento espiritual que nada vence. Era entonces, cuando a pesar de eso —o quizás debido a ese sufrimiento misterioso y abrumador— Virginia comenzaba a escribir. Sin detenerse, rememorando la belleza de campos en flor y cielos siempre azules, dotando de vida a personajes extraordinarios que le sobreviven. Virginia Woolf luchaba entonces contra la oscuridad, la que se acechaba, la que consumía ese ardor suyo por vivir. En medio de una época pesimista y melancólica, en medio de los trozos perdidos de un siglo movedizo y sin identidad, Virginia Woolf luchó contra el desconsuelo con la palabra. La enarboló como la única bandera reconocible, como la única capacidad de redención posible. Entonces se recuperaba, Virginia la extraordinaria: disfrutando de manera muy visible la vida, fascinada por el amor conyugal, de la cercanía de sus amigos, de esa Londres que amó y odió a partes iguales. De contemplarlo todo, para escribirlo después, para verterlo en la hoja, para crear algo nuevo a partir de lo corriente, lo obvio. Para Virginia Woolf ningún tema carecía de importancia: todos tenían el brillo que podían inspirar un párrafo, una reflexión, una imagen perdurable. Escribía para consolarse y también para comprenderse, para afirmar su intuición que estaba construyendo una carrera basada en las letras —a pesar de su época, su sexo, la mirada reprobadora de una sociedad limitada—, y continuar recorriendo el mundo a través de su mente.
Una vez, Virginia Woolf le contó a uno de sus íntimos amigos que jamás dejaba de imaginar lo que deseaba escribir. Lo comentó en medio de una de esas reuniones tumultuosas en casa de su buena amiga Lady Ottoline Morrell, por quien sentía una extraña combinación de simpatía y amargura. «Nunca nada está completo, siempre debe revisarse, reconstruirse, reescribirse». De nuevo, la insistencia en el mundo incompleto, a punto de derrumbarse, quebradizo, sin sentido. Y es que Virginia y sus contemporáneos, heredaron una época triste y oscura, una postguerra que destrozó el mundo victoriano y creó algo más, mucho más incierto y real. Virginia solía meditar sobre el mundo que le había tocado vivir asumiendo que «eran los restos de una guerra no sólo de armas, sino de épocas» y mirando las heridas recién abiertas como una forma de aprendizaje. Como hedonista que era, Virginia intentó recrear el siglo trastocado en imágenes —«muchas, impensables imágenes»— y también en pequeños diálogos imaginarios —«toda época tiene un rostro»— hasta crear una manera de comprenderse a sí misma y a su trabajo literario amplia y rotunda. La mujer que escribe lo que mira, la mujer que escribe lo que sabe.
Pero Virginia no escribía sólo como un ejercicio de ficción o como un interminable análisis cultural. También lo hacía en un meticuloso diario que llevó años tras año y en el cual contó no solo su personalísima perspectiva sobre el mundo, sino el otro rostro de la Virginia pública, la enfurecida defensora del derecho a ser —en una época donde la mujer aún era parte de algo más amplio que sí misma— y, sobre todo, de esa Virginia risueña que intentaba sostener con todas sus fuerzas. Es en sus diarios donde Virginia es más sincera, y no sólo por el elemento privado, sino por el hecho que fue la manera más personal que encontró para hablar sin tener que luchar contra su propio dolor. Un diario al año, escrito en volúmenes de páginas en blanco, encuadernados por su marido en la editorial que les pertenecía, Hogarth Press. Siempre escribiendo, para sí misma, el lector más voraz, critico y cruel. Sumaban veintisiete cuando se suicidó el 28 de marzo de 1941. Curiosamente, no llevó ninguno de ellos en el bolsillo con las trágicas rocas que evitaron que su cuerpo flotara. Tampoco escribió nada sobre su inminente decisión en ninguno de ellos. En realidad, sus anotaciones se habían hecho más secas, dolorosas, aterrorizadas quizás. El mundo colapsaba a su alrededor. La guerra —la real, no las historias como las que había crecido— se extendía por el mundo con una rapidez de pesadilla: Hitler se había apoderado del mundo o así lo parecía y Londres era atacada con una ferocidad que parecía anunciar una destrucción impensable de la ciudad. Un infierno de calles rotas, de cielos color perla que reflejaban la melancolía de un dolor secreto, interminable.
Para Virginia Woolf fue el final de un largo transitar por el dolor, entre las sombras. La depresión se volvió pertinaz, insoportable. Sólo pensaba en la muerte, a toda hora, por todos los motivos. Pensaba en la de su marido Leonard, quien era judío y lo que podría ocurrir si los alemanes invadían Inglaterra. Releía sus libros en la búsqueda del consuelo, de alguna palabra que pudiera reivindicar el dolor, la angustia incesante. Pero no lo encontró. Recorría Londres, la ciudad con la que tantas veces pareció identificarse y luchar, como un espíritu errabundo, incapaz de reconocer en los escombros los lugares que hasta entonces había amado. Debió ser insoportable para Virginia, que el mundo en penumbras de su dolor más intimo se hiciera visible, evidente, cercano. Real.
A medida que la Guerra se hizo incontestable, Virginia Woolf sintió que los síntomas de la locura —ese yo fugitivo al que tanto temió por tanto tiempo— comenzaron a ser más obvios, cercanos. Ese trastorno mental invalidante, destructor. Le atacan terrores inconfesables, una sensación de angustia que era incapaz de controlar. «Muero un poco cada noche, en este silencio interminable», escribió atónita y agotada, cada vez más cercana a la brecha definitiva. Porque a medida que el dolor se hizo tan agudo como insoportable —esa herida intelectual que caló hondo y fuerte en su psiquis— Virginia descubrió con horror que el remedio que siempre había utilizado para alejarse del miedo —la palabra constante, la adición a la palabra que siempre logró sostenerla incluso en los momentos más duros— comenzaba a diluirse. A ser mucho menos efectivo. Eso, a pesar de que Virginia nunca perdió el temple literario, esa tentativa insistente de crear un estilo que fluyera al compás del tiempo, que pudiera desmenuzar la realidad en cientos de visiones y escenas distintas. Pero en sus últimos años, su prosa tiene algo de huida, algo de dolorosa pérdida. Algo de esa angustia de continuar en movimiento a pesar de los dolores, la abrumadora sensación de haber perdido hasta los últimos elementos de sí misma.
Esa pulsación entrecortada e infinita de la escritura de Virginia Woolf es quizás su huella más perdurable en la literatura. Decía que lo había aprendido de Proust, maestro en el arte de atrapar el tiempo en frases inolvidables, una manera de conjugar el presente y el futuro en un verbo simultáneo que quería abarcar esa métrica incesante del tiempo. Pero además de eso, Virginia supo imprimir a su trabajo literario una vulnerabilidad que roza la fragilidad sin serlo, un lento y doloroso análisis del mundo que creó una visión del mundo a medio camino entre la confesión y la observación. Quizás lo aprendió del Ulises de Joyce, que solía decir «le había afectado en lo esencial de cualquier escritor» pero muy probablemente, lo aprendió sola. Esa yuxtaposición de las perspectivas de lo real, lo imaginario, lo profundo y lo venial. Esa interpretación de lo que se escribe como un todo extraordinario que abarca el mundo. Para Virginia era importante esa perspectiva universal, de abarcar hasta el último detalle. Obsesionada con no ser tomada en serio, solía pensar que toda literatura, debe lograr englobar el mundo, «comprenderse a sí misma», en un laberíntico análisis de perspectivas cada vez más complejo.
Sus biógrafos suelen comentar que no descansaba nunca. De hecho, jamás dejaba de estar en movimiento: una laboriosidad incesante que combinada con su necesidad de escribir a toda hora la dejaba exhausta. Un extravío que parecía provenir de una necesidad muy concreta de no tomar un segundo para pensar o analizar, de escuchar al mundo que la rodea. Con frecuencia insistía que quería lograr una forma de escribir fluida y abierta que contenga la vida, sin menosprecio o falsificación alguna. Y para eso había que vivir, al borde, en la pasión, a toda hora, llenando cada minuto del día de palabras, pensamientos, quehaceres, vivencias. Que no quede nada para el vacío, que no haya nada para el extravío o el dolor.
Quizás, por ese motivo, Leonard descubrió de inmediato que algo grave sucedía cuando no le encontró trabajando el día de su muerte. Lo supo porque Virginia jamás descansaba, nunca se detenía. Cuentan que corrió de un lado a otro, bramando su nombre, muy consciente que Virginia no se encontraba allí, que la pequeña casa de la editorial estaba vacía sin el movimiento radiante e imparable de Virginia. Cuando encontró la carta que Virginia había dejado para él, la leyó aterrorizado, pero sin sorprenderse. Porque sabía que una vez que Virginia decidiera detenerse —un minuto, un jadeo de pánico— el mundo también se detendría para siempre.
El diario del año 1941 quedó inconcluso, una oda a esa vertiginosa carrera para huir del horror de sí misma. Muchos años después, Leonard se dedicó con esa paciencia que siempre dedicó a su mujer en vida, a leer diario por diario hasta encontrar lo esencial de cada uno. Los reúne y crea un nuevo libro, que después sería llamado el mejor libro de Virginia Woolf: A Writer’s Diary. Un testimonio profundo, doloroso y bellísimo sobre el oficio y la certidumbre de escribir. Una mirada amplia y profunda sobre la palabra como método de creación y salvación. Una palabra que resume ese mundo incompleto, irrealizable, de la Virginia Woolf trascendental y eterna.
Quizás, finalmente Virginia encontró la manera de decir todo lo que deseaba expresar: Una imagen difusa, elegante y sensible sobre sí misma, más allá de la muerte. O quizás, gracias a la muerte misma.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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