Por Manuel Planchart Arismendi.
Escuchó un ruido, semejante a un animal pasando entre ramas, cesó, observó durante unos minutos para asegurarse de que el perro de al lado no se había pasado a su propiedad, no lo vio y dejó de prestar atención y continuó leyendo en el fondo del jardín; nuevamente, ese sonido de pasos cortos agitados; así que decidió levantarse a ver dónde estaba el carlino del vecino, una criatura carente de amor, intuía que había parado en esa casa, porque quizás había sido un regalo de alguien, o el capricho de su esposa como si se tratara de un juguete al que se le ha perdido toda la gracia. Aún, así la criatura no se veía por ninguna parte. Otra vez el ruido, hasta que finalmente su vista dio con el origen: una guacharaca había caído en una trampa jaula del vecino, quien suele atrapar gatos, él ha dicho que le suelen mear la casa, y que está harto. En otras ocasiones les dispara con un “flower”; por ese motivo, suelen verse uno que otro felino tuerto
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Decidió entrar a la casa y llamar al vecino por teléfono, y avisarle lo ocurrido para que liberara al ave. Tiene más de treinta años viviendo al lado de esa gente, los conoce, el trato entre ellos siempre ha sido cordial, de lo contrario no podía ser, se trata de una pareja del Opus Dei, él un hombre casi nonagenario, inteligente, ingeniero de alto calibre, al que muchos industriales vienen a hacerles consultas técnicas, es una persona bien relacionada, su hija se casó con un hombre que posee una fortuna heredada de sus ancestros, y éste ha sabido ingeniosamente mantener a flote sus empresas en un país que dejó de serlo hace un tiempo; aunque se rumorea que no le quedó más remedio que pactar con los amos del accidente geográfico que limita con los demás países.
A pesar de tantos años de conocerse, él y su vecino habían tenido un trato escaso, ni siquiera se sabía su número de teléfono, ¡que descuido! Inapropiado visitarlo, sería romper con las normas sanitarias de distanciamiento social a las que tanto se ufana defender: el virus es muy agresivo. Así que le preguntó a su madre, una viejita que a pesar de que está parcialmente sorda y le falla la memoria, decenas de números telefónicos los almacena intactos en su cabeza y, si no, ella guarda cuidadosamente una libreta, que tiene como cincuenta años con nombres, direcciones, números de teléfonos de personas que aún viven y otras que han desaparecido; eso de guardar contactos en el celular queda descartado, ella dice que es impráctico, que tiene a una amiga que se le estropeó el artilugio, y perdió toda su lista, pero lo seguro es que no lo sabe hacer. No hizo falta consultar la libreta. De pronto su padre de noventa años, lúcido, quien había escuchado desde la cocina, le pareció extraño que su hijo quería hablar con el vecino:
−¿Y para qué quieres hablar con él?
−Hay una guacharaca que quedó atrapada en su trampa jaula.
−¡Shhhh! −llevándose el índice a los labios en señal de silencio−, no lo digas alto, que tu mamá no te escuche, sino prende un alboroto.
−Bueno, pero hay que sacar a ese animal de allí.
−No chico, Anselmo me contó hace un par de días que las guacharacas le han comido las flores del araguaney y los nísperos, y me dijo que las va a exterminar.
−¡Pero eso es el colmo! ¿Qué daño pueden causar? Las guacharacas, las guacamayas, las ardillas, los loros y demás pájaros que vienen para acá forman parte esta escena natural. ¿Y tú qué le dijiste?
−Nada, me quedé de piedra, él se dio cuenta y me cambió el tema.
−¡Que salvaje!
−Sí chico, para que tú veas.
−Yo sé que no le gustan los animales. El perrito que tiene siempre anda mugre, solito en el jardín, nunca le vi hacerle el más mínimo cariño. Por cierto, a esa criatura no la he visto más.
−Oye, yo tampoco.
−Pero bueno, volviendo a lo de la guacharaca me parece algo inaceptable. Ya la atrapó, ajá, y ahora qué piensa hacer con ella, ¿matarla? Eso sería una crueldad. No papá, yo lo voy a llamar.
−No lo hagas, ¿para qué meterse en problemas? Y me vas a delatar, porque él me lo dijo como un secreto.
−Papá en la vida hay que ser asertivo ¿sabes lo que eso significa?, asertivo con “s” −su padre se encogió de hombros, y el hijo prosiguió−, es actuar sin renunciar ni negociar tus principios y derechos. Ah, ¿que no lo llamemos, porque se va a molestar? Ajá, ¿y la pobre guacharaca?
−Chico no te metas en eso, ¿para qué ganarnos un problema con el vecino? Mira, hay gente así, donde las vidas de otras especies no valen nada, porque los consideran seres inferiores y, a la más mínima molestia, resuelven aniquilándolos: esa es su formación.
−Es comprensible una cucaracha, un mosquito, una rata; en fin, las plagas que transmiten enfermedades, pero eso de matar a una guacharaca, porque molesta o vienen a comerle los nísperos, como si los vendiera o se alimentara exclusivamente de esa fruta, eso es primitivismo. Es hasta bonito que vengan esos animales a recrearnos el paisaje. Para mí resulta incomprensible que un hombre tan preparado y tan bien relacionado socialmente se ponga en esas necedades tan ruines… ¿Y qué edad tiene Anselmo?, porque está bien grandecito para ponerse en esas tonterías.
−Debe tener mi edad. A lo mejor es mayor que yo.
−Ah, a no ser que el coco le esté comenzando a patinar.
−Seguramente… ¡Claro que es eso!, por supuesto que sí es eso. Ahora más aún me das la razón. Entonces no te metas, es una pelea perdida, lo que te vas a ganar es una mentada de madre, te va a decir que esa es su casa y que, dentro de ella, él hace lo que le da la gana. ¿Y qué vas a hacer cuando te diga cuatro groserías?, ¿vas a insultarlo tú también?
−Bueno la otra vez leí en “twitter” que metieron presa una muchacha por maltrato animal, y otro por vender loros en unas condiciones terribles. ¡Pobres criaturas!
−Entonces qué, ¿vas a llamar a la policía para que se lleven a Anselmo preso?, ¿tú crees que a un viejo de su edad se lo van a llevar preso, porque tiene a una guacharaca en una jaula en el patio de su casa?
−Pero papá la va a matar.
−Eso no te consta.
−Pero te lo dijo.
−¡A mí no me metas en eso!
El hijo se dio media vuelta, anduvo hasta la sala, estaba agotado, y se acostó boca arriba en el sofá, cerró los ojos, dudada si llamar al vecino o no, ¿qué le iba a decir?, se fue calmando y, sin darse cuenta, cayó rendido, sus ronquidos le despertaban intempestivamente, y volvía a dormirse. Irrumpió el grito desgarrador de una guacharaca seguido de un cacareo y, otra vez, la misma secuencia. No era un sueño. No puede ser, se dijo, se levantó, el corazón le retumbaba, un nudo se le hizo en la garganta, ¡ese viejo enfermo está matando a la guacharaca! Corrió hacia el jardín, miró al lado, a través de la reja que atrapaba a una maraña de cayenas, aún permanecía la guacharaca dentro de la trampa jaula. ¿Y dónde estará Anselmo? Nada, me hago el loco y le comento que acabo de ver por casualidad a esa guacharaca y le preguntaré qué piensa hacer con ella. Esperó un rato, y nada que aparece el vecino. El grito desaforado de la guacharaca vuelve a rasgar el aire, la desesperación de no poder hacer nada volvió a agitarle; consideró brincar la reja y liberar a la gallinácea, pero eso sería transgredir la propiedad privada, ¿y si lo ven?, tamaño lío. Los gritos seguían, y se percató que era otra guacharaca desde un árbol de mango cercano. ¿Será su pareja que está desesperada?, se preguntó. En una rama de una mata otro congénere imita el chillido, ¿será que lloran de dolor? Llamaré al viejo y le digo que estaba en el jardín que por casualidad vi a una guacharaca atrapada… Como que mi papá tiene razón. ¿Qué hago? Lo ideal sería que el vecino saliera a su jardín para abordarlo de una, y fingir una conversación espontánea, y él al verse descubierto, liberaría al ave por vergüenza, pero nada que sale.
Había notado que en el jardín del vecino el monte estaba crecido, en algunos sectores de un metro de altura, realmente bastante descuidado, no había árboles frutales, y la mata de níspero no se veía en ninguna parte, ni hortalizas; el frente de esa casa tiene tres entradas, y una de ellas la tapiaron rústicamente, sin ningún decoro, ni siquiera frisaron la pared, el ladrillo rojo quedó al descubierto, y ya tiene bastante tiempo. Recordó que hacía meses que no recogían las hojas de los árboles que caían al frente de esa casa, habían optado por quemarlas en plena calle, porque la esposa de Anselmo le había comentado en una oportunidad que las bolsas plásticas estaban muy costosas.
Regresó a la casa, encontró a su padre en la cocina, horneaba un pollo.
−El jardín de Anselmo está bien descuidado, y su casa se nota deteriorada −observa al pollo dentro del horno−. A menos que… ¿no será qué están mamándose un cable, y te dijo aquella excusa? ¿No será que no tienen con qué comer y se pusieron a cazar guacharacas?
−¿Qué carne puede tener una guacharaca?… Aunque recuerdo que hace un par de semanas, antes que me lo volviera a decir decididamente, Anselmo me comentó, en presencia de Tomás, el jardinero, el que viene para acá, que hay gente que come guacharacas, que son una plaga y, que sería bueno hacer una limpieza. Cuando se fue Anselmo, Tomás me dijo, que acaso ese hombre cree que uno come cualquier animal que camine o vuele, y eso de matarlas así por así… Que la verdad ese hombre no tiene necesidad de esas cosas, que por la maleta se mira quién es el viajero, que ese hombre no sabe lo que dice, porque todo el mundo, según Tomás, sabe que la carne de guacharaca es más dura que una tabla.
−Fíjate papá allí te lo dijo, anda pelando. Va a comer guacharacas.
−No, Anselmo dijo que hay gente que…
El hijo lo interrumpe:
−Él no te va a decir que es él, por orgullo propio. Allí te lo está diciendo, se está justificando. Fíjate y te lo reafirma el jardinero. Papá es obvio, la pelazón que tienen; además no es de extrañar, aquí todo el mundo anda sobreviviendo. Se nota que la hija y el yerno no les pasan ni un centavo.
−Eso se nota, pero no me creo que estén cazando para comer, no creo que estén en ese extremo, no se visten con harapos, y tienen un buen carro. Tampoco para tanto, no exageres.
−Que importa cómo se vistan o en qué cascarón de cuatro ruedas anden. Empieza a creerlo. No son los únicos, la gente huye de este mal llamado país, porque no tiene cómo comprar la comida. Pregúntate, ¿cuánto puede recibir de jubilación?, yo mismo te responderé, no le alcanzaría ni para comprarse un kilo de yuca.
Volvió al jardín, se asomó a través de las cayenas, la trampa jaula había sido mudada de lugar, vacía: la guacharaca ya no estaba. Giró y desanduvo hasta la casa y decidió no seguir pensando en ello, en el fondo le sobrevino la calma al concluir que el vecino sobrevivía, y que está en todo su derecho.
« FIN »
Manuel Planchart Arismendi
Publicista y fotógrafo, ha desempeñado cargos gerenciales en marketing en diferentes empresas privadas. Ecologista y preocupado por el presente y futuro de la democracia mundial. Tiene una novela publicada en Amazon: “Azul incierto”.
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Escritor, fotógrafo y publicista. Colaborador articulista en The Wynwood Times