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Lo último que me llevé del efficiency fueron los discos de Calamaro y me mudé al hostal Bikini. Esa tarde llovía mucho.

Mientras Joe, el manager de Pizzas By the Slice, no estuvo al tanto de que andábamos juntos no hubo problema, aunque ni bien lo supo me asignó el day shift con días off lunes y martes, y a Karina el night shift con off miércoles y jueves. Hasta entonces la pasamos bien. Muy bien. Laburábamos de día y teníamos libres los miércoles y jueves. Los miércoles dormíamos hasta las doce, luego hacíamos el laundry e íbamos a Publix, y entre las bolsas traíamos una entraña o un vacío, y sacábamos la parrillita al área de la lavandería con una botella de Trapiche y nuestras sillas plegables. Los jueves, en cambio, pedíamos Domino’s o algún delivery y veíamos películas y yo colaba café y ella ponía música de Calamaro. Karina no había podido volver a su país y una de las pocas cosas que le quedaban de recuerdo era la remerita de Boca que usaba para ir a los recitales del Andrelo. Yo tampoco había vuelto al mío. Ninguno tenía papeles. Las tazas de café se nos iban entre Marlboros y fantaseando con el día en que los tuviéramos. Podríamos estudiar. Comprar un auto. Viajar a nuestros países. Lo que hacen las personas normales, boludo. 

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Eso duró unos meses. Siete u ocho, no más. Luego en un par todo se jodió por los cambios de horarios. Entonces nos dejábamos notas pegadas en la nevera, con la lista de Publix con happy faces al final. Esto duró unas semanas. Dos o tres, tampoco más. Después se terminaron los happy faces al final de las notas. Y después se acabaron las notas. Y después casi no nos veíamos. Y si nos veíamos yo estaba cansado porque acababa de salir de la pizzería. O ella reclamaba para que apagara la luz e intentara conciliar el sueño. En mis días libres busqué otro trabajo que cuadrara con los horarios, pero no tuve suerte.

Del Bikini me fui cuando cobré mi último pay check en By the Slice. Quería alejarme de Miami Beach y fui a parar a un efficiency a la Coral Way, cerca de la Miracle Mile, y conseguí trabajo en el valet parking del Capriccio Bakery, y aunque el chalequito aterciopelado negro del uniforme era sofocante, no estaba mal: era de diez de la mañana a ocho de la noche y los clientes dejaban buenos tips. Los otros dos valets eran un par de roommates conocidos como los peruchos, que cada vez que llegaban se anunciaban desde la esquina cantando «O le, le, O la, la, llegaron los peruchos, qué chucha va a pasar». Los peruchos me invitaron al bar Normandy a tomar cervezas los miércoles, al Waiters Night, donde los meseros, bus boys, cocineros y valets teníamos special discounts. Lo de Karina me tenía desanimado, no supe más de ella desde que nos separamos, y aunque esa era la idea, estuve por marcar su número más de una vez. A los peruchos no les dije esto, les dije que debía organizarme antes de gastar lo poco que me quedaba tras la mudanza.

Mi rutina al salir del bakery era trotar en el Phillips Park, y luego, en el efficiency, preparar un sandwich de pavo o una ensalada de atún con tomate y acostarme a ver Netflix. Estaba haciendo un ciclo de películas por actor, y empecé con Al Pacino. Cuando no tenía muchas ganas de encender la tele, ponía algún disco. Y por lo general era alguno de Calamaro. Y era inevitable Calamaro sin volver a Karina. Antes de conocerla no era muy aficionado a su música, me resultaban familiares sus canciones «Flaca», «Loco», «El salmón», nada más.

Al Waiters Night fui al segundo mes. Los peruchos además invitaban a su amiga Clarita, y ordenábamos dos buckets de diez Miller’s, con un side de wings cada uno y armábamos la noche. Los peruchos eran expertos en pedir wings: only drums, medium sauce, con ranch, blue cheese y celery. Cerca de las once ya no cabía una persona más en la barra del Normandy. Resultó que Clarita y yo vivíamos en el mismo bloque de efficiencies al cruzar la Douglas. En las ratas. ¿Ratas? Sí, parce, o acaso no se ha dado cuenta que son del color de las ratas. Regresando juntos en una ocasión, Clarita me comentó sobre su curiosidad por vivir en la playa, siempre quiso irse para allá, aún no lo descartaba. A mí, le dije, me encantó. Me encantó la playa y la extrañaba. ¿Y si tanto me gustó y tanto la extrañaba, parce, por qué me había ido? Le conté de Karina, tema que fue largo y seguimos la charla en mi efficiency, con Bacardí, Coca-Cola, hielos y limón.

—Conmigo no se complique —dijo Clarita, camino al baño, con una tanga violeta que se le perdía entre las nalgas, después de ganarle la batalla a un segundo orgasmo que se anunciaba pero que tardó en llegar. Ella solo quería pasar bueno, cero compromisos. Cero complique.

Entre el valet, los peruchos, Clarita y el Normandy, mi vida parecía tomar forma hasta que recibí un text de Karina. Hola, decía. Hola, respondí. Viste esto, preguntó, y mandó un link de Ticketmaster en el que, al abrirlo, aparecía Andrés Calamaro con sus Ray-Ban negros. El sábado 8 de octubre tocaría en el Fillmore de Miami Beach.

«¿Puedes hablar?», escribí.

«Llamá».

Karina me hacía por North Miami, no por Gables. Ella estaba bien, seguía en By the Slice. Le hablé de los peruchos, del Waiters Night, del bakery, de mi efficiency. Y, mirá, ¿andas con alguien? interrumpió. A pesar que había amanecido con Clarita, y que ya era una regla tácita regresar juntos del Normandy, le dije que no, que no tenía a nadie. ¿Y tú? ¿Ella? Ella estaba con Joe. De pronto la conversación perdió el sentido, o al menos no recuerdo por dónde siguió, solo se me venía a la cabeza la cara de ese hijo de puta disgustado because two employees no podían andar juntos. Debo alistarme para ir al trabajo, dije. Antes de colgar, Karina preguntó si me compraba ticket para el concierto.

—No.

—¿Por?

Insistí en que debía alistarme para ir al trabajo.

Los días siguientes fueron como los primeros cuando llegué a Gables: saliendo del valet al Phillips Park y después a ver Netflix. El actor esa vez era De Niro. ¿Unas aguas más tarzán en el Normandy? Paso, les dije a los peruchos. También Clarita me texteó saliendo del Normandy, a preguntar por qué no les había caído y que si quería que fuera a mi efficiency. Respondí al día siguiente, tenía gripe y un malestar de mierda, mentí, y estaba metido en la cama. 

—Uy, parce, avise si quiere que me meta con usted para quitarle la maluquera.

Le dije que no era necesario, pero igual pasó por mi casa con una caja de Dayquil y una Caribbean Chicken Soup del Pollo Tropical. Hablamos del Waiters del día anterior unos minutos en las escaleritas de afuera y se fue porque tenía que ir a mercar.

—Tómese esa sopa calientica —escuché a mis espaldas al cerrar la puerta.

A Karina no le importó que le dijera que no me comprara ticket para Calamaro, y me envió un text con una foto de ellos. Son de los caros, che, te veo en la puerta del Fillmore el 8, beso, K. Más tarde, esperando a que Clarita se desvistiera sentada al pie de la cama, se lo comenté. Cuando solo le quedaba el brassiere volteó, por los bordes asomaba el color canela de sus pezones, y dijo que le parecía de lo más normal la propuesta. Algunos manes éramos unos enrollados. Especialmente yo, marica, que estaba muy cansón con ese tema. Vaya y pase bueno, no tiene ni que pagar la boleta. Luego me puse el condón.

El 8 de octubre me bajé en el bus stop del Fillmore media hora antes del concierto y Karina silbó desde unos metros más allá, vestida con la camiseta de Boca. ¡La remerita! dijo con las manos en la cintura, cuando la tuve enfrente.

Joe no estaba al tanto de nuestra ida al concierto, Karina le dijo que fue con unas amigas. El tipo me tenía unos celos de mierda. De la remierda. Ni en By the Slice se podía mencionar mi nombre. La salida de Calamaro al escenario nos cortó: las luces se apagaron y el público se puso de pie. Era su primer concierto en Miami y lo celebraba con tequila, en el suelo tenía una botella de Herradura que prometió terminar. Presentó a su banda y abrió con «Quién asó la manteca», siguieron «El salmón» y «Mi gin tonic». En «Siete segundos» recordé la tarde en que me llevé los discos del efficiency. Karina estaba en By the Slice. Esa tarde llovía. Llovía mucho. El agua bañaba las aceras rojas y agrietadas y el cielo era una masa color periódico. Ya la cocina había perdido su olor a café con humo de cigarro, en la nevera acaso algunas botellas de agua y yogurt, y en el closet varios de los que fueron mis ganchos esperaban por otros pantalones. Escondí la llave bajo el tapete de la puerta, así me lo pidió Karina. Y así fue.

El concierto cerró con el clásico «Paloma» y sin una gota en la botella de Herradura. Karina dijo para tomarnos una última y terminar la conversa. Joe salía de la pizzería a las cinco de la mañana, no había quilombo. Quería ir al Al Capone, el barcito en la Washington donde íbamos cuando empezamos a conocernos. Le propuse mejor ir al Bikini, para charlar con calma, ahí tenía pensado dormir, porque a esa hora no pasaría el bus a Coral Gables. Antes hicimos una parada en el Art Deco Market y compramos un six de Heineken.

En la habitación destapé un par de botellas, dejé el six en la mesita de noche y me desparramé en el tapete de rombos azules y grises, con la espalda recostada contra la cama. Karina se quitó la camiseta de Boca y me la lanzó, es para vos, dijo, en el bolso tenía otra para después. Se sentó a mi lado, con su brassiere blanco. Olí la camiseta. Saqué mi celular, no tenía mensaje ni llamadas perdidas, le mostré un selfie con Clarita y los peruchos en un Waiters Night. Le dio risa ver los platos con los huesos de las alitas, ahí debían haber por lo menos cuarenta pollos mutilados. Veinte, dije. En cada uno había veinte pollos mutilados. ¿Y ese chalequito? preguntó. Mi uniforme en el bakery. Se te ve reputo, ¿sabes? Horrible, sí, horrible y acalorado, pero ya estaba acostumbrado.

—Salud —abrí otras dos botellas.

De pronto Karina dijo que se casaba.

Y se casaba ya.

En un par de semanas.

Joe le había propuesto matrimonio, para ayudarla con los papers. Tuvieron cita con un paralegal, el chabón parecía capo, les explicó step by step cómo debían hacer las cosas, lo recomendable era casarse lo antes posible por el tiempo que ella llevaba ilegal. Además irían a pasar Navidad a Georgia, con la familia de Joe y quería presentarla como su esposa.

—Navidad en Georgia —fue lo único que atiné a decir.

—Y sí, ya sabés cómo es acá, hay que pasarla laburando o tomar pastillas para dormir; si no te metés un tiro. ¿Recordás la vez que nos tocó en la pizzería?

Esa Navidad Karina pasó la noche tratando de comunicarse con su vieja en Mar de Plata, pero fue imposible: all circuits estaban busy right now. Yo me entretuve apachurrando las bolas de masa para las pizzas y llenando una latita de Sprite con colillas de Marlboro, era mejor que prestar atención al programa de Don Francisco, en mute, que transmitía el televisor colgado de la pared. El único sujeto que entró en By the Slice compró una Coca-Cola y la mezcló con un ron de cajita que sacó de su bolsillo.

(…)

(…)

(…)

Se hizo un silencio espeso. Breve pero espeso. Entonces me preguntó si quería que se fuera. Le dije que no. Le dije que así estaba bien, que aún quedaba cerveza. Nos acomodamos en la cama, con jeans, con zapatos. Yo boca arriba, mirando el techo, con el celular sobre la barriga. Y Karina boca abajo, con la cabeza sobre la remerita y mirando hacia la puerta.

 

Relato inlcuido en el libro: La chica más pop de South Beach,

de Pedro Medina León.

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Pedro Medina León
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Escritor y conferencista

Columnista en The Wynwood Times:
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