Un jardín que parece el escenario de un cuento de hadas, se transformó en la obra de arte más grande de Claude Monet. Un largo camino de autodescubrimiento lo llevó a darse cuenta de que su misión tenía más que ver con semillas de flores que con pinceles. Aquí estudiamos su evolución un cuadro a la vez.
Estos son algunos de los retratos de Claude Monet. Se hizo famoso con sus caricaturas.
Con el polvo de las balas nació un artista
Se repite en la historia del arte cómo los pintores lucharon años por vender sus trabajos, pero este no fue el caso de Claude Monet. Desde los 12 años, generaba sus propios ingresos vendiendo caricaturas en una tienda. Ridiculizando los rasgos más evidentes de sus clientes, logró ganar popularidad en su pueblo natal.
“Veía a los clientes haciendo colas y admirando mis trabajos, señalando sus detalles como si fuesen grandes obras de arte. Estaba casi ahogado en vanidad y satisfacción propia”, confesó en una entrevista que realizó con Thiébaut-Sisson.
Desde pequeño sentía confianza en sus talentos. Los cumplidos de sus clientes le habían dado seguridad, pero solo trabajaba con papel y carboncillo. Eugene Boudin, un pintor francés que vivía en su pueblo, lo invitó a pintar con él en exteriores, con óleo y lienzo.
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Carmen Mondragón, la artista fatídica que seguramente no conoces
A la pintora Carmen Mondragón poca gente la conoce. Su alter ego, Nahui Olin resulta un poco más familiar, aunque sigue siendo una figura periférica dentro del mundillo artístico de su México natal.
Para Monet fue el primer acercamiento a la vida de un pintor. Sentarse frente a un lienzo al aire libre le encantó, pero no era su momento. Boudin lo enseñó a mirar la naturaleza, pero no estuvo mucho tiempo a su lado y la verdad, tampoco entendió mucho la idea de pintar las “impresiones del momento”.
Debido a su servicio militar, debió mudarse a África y fue entonces cuando la magia de los instantes capturó su atención. “Nada me atraía tanto como las interminables cabalgatas bajo el sol abrasador, las razzias, el chisporroteo de la pólvora, las noches en el desierto bajo una capa”, todo para él era precioso, confesó a Sisson.
Pasó dos años en Argelia viviendo la guerra desde cerca. Aunque para el momento era un soldado y no un artista, su vena creativa se mantenía latiente: “En mis momentos de ocio, intentaba plasmar lo que veía. Las impresiones de luz y color que vi ahí, contenían el germen de mis futuras investigaciones”, comentó. Fue herido y tuvo que regresar a casa.
Seis meses estuvo en cama buscando recuperarse y su compañera de sanación, fue la pintura. Cada pincelada que daba, lo ayudaba a descubrirse y a reconectar con su hobby de la niñez.
La búsqueda de la luz, lo volvió un rebelde
Para descubrirse como artista, estudió con Charles Gleyre un pintor suizo de estilo academicista pero no le gustó. Monet buscaba encontrarse fuera de los convencionalismos. A su vida llegó poco después Johan Barthold Jongkind, un paisajista neerlandés que lo transformó en el artista que siempre quiso ser.
“Él fue mi verdadero maestro y es a quien le debo toda la educación de mi visión”, confesó. Jongkind se destacaba por sus cuadros llenos de sensaciones, Monet quería captar lo mismo: una explosión sensorial, como todo lo que había visto en la guerra.
“La terraza de Sainte-Adresse” por Claude Monet de 1867.
Su visión no concordaba con los estándares academicistas, por lo que su rebeldía comenzó. Para Claude Monet, los contornos de las formas no eran importantes, únicamente cómo la luz logra transformar la percepción de lo que ves.
Él dedicó su vida al estudio de la luz como fenómeno fundamental e inseparable del objeto. Toda su existencia se resume impresiones de tiempo, luz y espacio. Que los impresionistas hayan sido bautizados gracias a una de sus pinturas, no es casualidad.
Su impresionismo es sinónimo de inmediatez. “El impresionismo no es nada más que sensaciones inmediatas”, explicó a Evan Charteris, un biógrafo de la época.
En su búsqueda por inmortalizar el instante, se volvió enemigo del tiempo. Estudió los cambios de color por la luz con tanta efusividad, que pintaba bocetos de cuadros cada 30 minutos. Tras no resultar en lo que buscaba, los destrozaba sin piedad.
Monet no tenía interés alguno en pintar lo que veía, sino cómo lo veía y sobre todo: el recuerdo que le dejaba impregnado. Se convirtió en un hombre retraído, solitario y enfocado únicamente en la pintura. En lugar de disfrutar de las algarabías de París, buscaba recluirse para poder pintar solo. Los jardines, parques y estanques eran sus lugares favoritos.
El retrato de un cadáver
Incluso cuando su mal carácter y su personalidad evasiva, consiguió el amor con una modelo francesa, su nombre era Camille. Aunque sus comienzos fueron atravesados por grandes problemas económicos (que incluso, lo llevaron a intentar suicidarse en el Sena), se casaron en 1870.
Estaban lejos de ser una pareja perfecta, pero él la utilizaba como motivo para casi todos sus cuadros. La relación musa-artista se mantenía intacta. Tuvieron dos hijos que le recordaban con sus ocurrencias, la naturaleza rebelde e incontrolable del mundo que lo rodeaba.
Camille estaba muy enferma por tuberculosis y murió poco tiempo después de que nació su segundo hijo. Monet presenció la agonía de su esposa, y cuando la vida abandonaba lentamente su carne, decidió pintarla. La retrató en medio de un huracán de tonos grisáceos y azules.
“Camille en su lecho de muerte” en 1879 (a la izquierda) y “Camille con un perro pequeño” en 1866 (a la derecha).
No como un homenaje, ni siquiera esperando transformarla en una obra de arte, fue un arranque psicótico de estudio del color. George Clemenceau, amigo íntimo de Monet y político francés, lo describió así:
“Al contemplar a Camille en la mañana en su lecho de muerte, se dio cuenta de que a pesar de su dolor, estaba preocupado sobre todo por los diferentes tonos de color de su rostro. Su instinto fue notar los tonos de muerte azules, amarillos y grises. Con horror, se sintió atrapado en su experiencia visual”.
Después de ese episodio, Monet quedó devastado y deprimido. Aunque su relación con Camille no era buena, ella representaba un centro de estabilidad al que estaba acostumbrado.
Después de su muerte se negó a asistir a nuevas exhibiciones de arte y comenzó a buscar espacios cada vez más íntimos para pintar. Todo sucedió en 1879, para 1883, se mudó a Giverny y su mundo cambió para siempre.
Un jardín que lo ayudó a controlar su mundo
Se mudó a una casa inmensa, pero humilde en Giverny. Llegó con los dos hijos que había tenido con Camille y también, le dio la bienvenida a Alice Hoschedé, la nueva mujer de su vida quien tenía por su parte seis hijos más. Juntos formaron una familia.
Monet disfrutaba enormemente pintar la refracción de la luz sobre el agua.
En medio de sus investigaciones, encontró inspiración en la naturaleza. Con un terreno a su disposición, decidió crear un jardín que le sirviera de escenario para sus nuevos trabajos artísticos. Se inspiró en el paisajismo japonés y buscó crear un espacio que pudiera controlar.
Si bien los paisajes habían sido parte de su vida, la frustración por no poder capturar la impresión de los colores en el segundo que los veía, transformaron su pasión por la pintura en un suplicio.
“Todos los días descubro más y más cosas hermosas. Lo suficiente como para volverme loco. Tengo muchos deseos de hacerlo todo. Mi cabeza está explotando”, escribió en una carta. Quería hacer tantas cosas, que comenzó a volverse loco. El único lugar donde encontraba paz, era en su jardín.
Sus flores eran su obsesión. Transformó su frustración, en un control absoluto de lo que lo rodeaba. Medía cada espacio del terreno, elegía personalmente cada semilla. Diseñó de forma empírica cada rincón, sus pinceles se volvieron pétalos de colores.
“Todos nos dedicamos a la jardinería; Yo mismo cavé, planté, desmalecé. Por la noche, los niños regaban. Es quizás gracias a las flores, a las que le debo haberme convertido en pintor”, comentó.
Este jardín, le dio todo el control que necesitaba para poder pintar lo que quería. Organizaba las flores de forma precisa, pero dejándolas crecer en libertad. No le gustaban los jardines ordenados (como los campos de tulipanes). Su hambre por los colores vivos y su gusto por el salvajismo de la naturaleza, lo llevaron a crear una obra de arte natural.
Queriendo siempre abarcar más, construyó un puente estilo japonés y también, experimentó con los nenúfares de agua.
“Me tomó tiempo entender mis nenúfares. Los cultivé sin pensar en pintarlos, uno no aprecia un paisaje en un día. Y de repente, tuve una revelación de la magia de mi estanque. Cogí mi paleta y desde este momento, casi no he tenido otro modelo”, confesó.
Claude Monet pintó más de 250 nenúfares de agua y más de 100 pinturas alrededor de su jardín. Para poder contactarlo, sus asesores y amigos, debían pautar una cita y las conversaciones se daban mientras caminaba por su jardín.
Descifrando su instantaneidad
Aunque gracias a sus trabajos había logrado popularidad en París, no todos entendían su misión artística. Todo se puede resumir en una frase que le escribió a su curador Durand Ruel: “Trabajo mucho para conseguir lo que busco: la instantaneidad”.
Todo lo que tenía a su alrededor vivía en una transformación constante, incluso sus flores. No siempre florecían y debía pasar meses esperando las estaciones. Cuando encontraba un espacio que le gustaba, la luz hacía que cada 30 minutos, lo que conocía dejaba de existir y se transformaba en algo nuevo.
La mansión de Giverny tiene muchas de sus pinturas y los planes de su jardín intactos.
Su investigación artística giró en torno a ver cómo la luz afecta las formas y no a estudiar las formas, como hacía el academicismo. Él dejó de contornear sus trabajos, para solo crear balances de luz y color. “El color se ha convertido en mi obsesión, mi amor y mi tormento. Todo cambia, hasta las piedras”, escribió.
¿Cuál era su obsesión? Captar el momento justo en donde los detalles de un espacio se funden con las sombras, pero lo encontraba muy difícil. “Toda mi vida ha sido un fraude, estoy persiguiendo a la naturaleza sin poder atajarla”, dijo en sus memorias.
Aunque hoy Claude Monet es uno de los artistas más icónicos de la historia del arte, él jamás se sintió a gusto con su trabajo. Para el final de su vida, sufrió de cataratas, una enfermedad visual que nubló su percepción y lo hacía ver únicamente nubes de color. Su mundo se oscureció y nada fue igual.
“No puedo pintar afuera por la intensidad de la luz, mi vida se ha transformado en un tormento”, escribió ya poco antes de su muerte. Para él, pintar en un estudio no tenía sentido. Todo lo que pintaba afuera, tenía impregnada la vida.
Monet buscaba la disolución de la forma en la luz. Destruyó la forma en búsqueda de alejarse del academicismo. Sus cuadros no tienen trazos firmes, son explosiones de color que buscan conectarnos con la belleza y espontaneidad.
“Me gustaría pintar como cantan los pájaros”, dijo una vez, ahora, cada vez que nos enfrentemos a un Monet, dejemos de buscar formas y comencemos a escuchar colores.
Su casa en Giverny está abierta al público para visitas guiadas y también, muchos de sus nenúfares se encuentran en el Musée de l’Orangerie en París. ¡Gracias Monet!
Él también construyó el puente japonés para tener una visión más completa de los pozos de su jardín.
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Periodista Cultural
Columnista en The Wynwood Times:
Por amor al arte