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La profesora atendía con dedicada paciencia a cada estudiante que entregaba en diferido sus evaluaciones de lapso.

—Ustedes sabían que el lapso para entregar los trabajos era hasta el 29 de noviembre, ¿cierto? Solo recibiré los trabajos de los profesores que están en el plantel. Los que no, deben comunicarse con ellos.

Los estudiantes guardaron silencio delante de la profesora, aunque sus cuerpos dejaban en evidencia su rabia, en algunos casos miedo, en otros impotencia. Salieron de la oficina profiriendo insultos hacia la profe Lena. Nunca una reflexión desde donde asumieran su responsabilidad. Son hijos del porque sí obligatorio, del medalaganismo exacerbado. Salieron del liceo, excepto una chica, ensimismada por la rabia.

—¿Ya vienes en camino? No me voy a calar que esa vieja me joda así de fácil. ¡Apúrate!

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Dice al teléfono y tranca la llamada. Tensa, se va hacia uno de los jardines del liceo. Decir jardín es un exceso, la decadencia entre árboles resignados a morir de pie, es la imagen elocuente de un país que resiste y se agoniza, tal vez como gesto de un falso estoicismo donde pende su dignidad arrasada.

—¿Por dónde vienes? ¡Apúrate! ¿No te das cuenta que esa perra se puede ir del liceo?

Otra llamada, colmada en ira. ¿Qué edad puede tener? ¿14 años? ¿Tanta rabia cabe en un cuerpo de esa edad? Quedo sorprendido por la beligerancia con que habla. Segura de su carta bajo la manga, una tejida por el resentimiento más abyecto: creer que se puede pisotear la dignidad del Otro, porque es un derecho adquirido por la arrogancia. Recibe una llamada, la desesperación la delata al contestar.

—¿Dónde estás? ¿Afuera? Sí, si puedes pasar con la camioneta… ¡Pasa ya, coño!

Tranca con mayor tensión, como si sus músculos ahorraran energía para el próximo acto. La camioneta entra al liceo, una Humer de año, cuyo costo alcanzaría para beneficiar a muchas personas en situación de riesgo psicosocial. Se estaciona, abre la puerta. Y se asoma un hombre, imantado en lentes Calvin Klein y la tensión de un uniforme pulcro, sin ningún vestigio de arrugas ni manchas. Un militar, ese minotauro fuera del laberinto.

—Papá, ¿por qué tardaste tanto?

—¿Dónde está la profesora?

—Te hice una pregunta, contéstame.

La deja entendiendo con su rabia, mientras pasa al liceo y va hacia la dirección. Un grupo de personas espera para ser atendidas, pero a él le importa un bledo. Pasa por delante de las personas, entra a la oficina y cierra la puerta, como si se tratara de su cuartel.

—¿Y quién se cree usted para entrar de ese modo a mi oficina? Dice la profe Lena.

—Soy el papá de Sofía Aristizabal. Me notificó que no le quiso recibir los trabajos. Quiero saber por qué.

—Ah, es su hija. Yo pensé que el papá de Sofía estaba muerto. Como nunca se le ha visto la cara por acá, una…

—Le hice una pregunta.

—Yo también.

—Y le dije que soy el papá de Sofía…

—¿Y eso lo autoriza para entrar a mi oficina sin ser autorizado?

—Usted no me da órdenes, señora.

—Ni usted a mí, amigo.

—Conteste mi pregunta.

La profesora Lena lo observa acuciosamente. Trata de calmar su rabia. Respira. Se conecta con las ideas para dar una respuesta coherente y salir del paso ante un hombre que no sabe mediar ni siquiera una palabra. Lo detalla, tratando que sus palabras se transformen en su memoria, como un dictado de algún cincel antiguo, de tenaz precisión.

—Su hija quiso entregar las evaluaciones dos semanas después de la fecha pautada. Y como comprenderá, amigo, la responsabilidad es medular en el rendimiento académico. Como Sofía no se hizo responsable, no le serán recibidas sus evaluaciones. Es una cuestión de justicia.

—Profesora, ¿qué es la justicia?

—Ajustar lo desajustado, amigo. Como la responsabilidad de su hija, por ejemplo.

—Profesora, ¿sabe usted qué es la justicia?

—Perfectamente.

—Excelente. ¿Y sabe quién es la justicia en este momento?

—La educación, amigo.

—Profesora, ¿se da cuenta que soy militar?

—¿Y qué quiere usted que haga yo con eso? ¿Sentir miedo? Por favor, amigo. Ubíquese. Yo no le tengo miedo a usted ni a su institución. Y si pretende intimidarme, pierde su tiempo.

El militar la mira como el ave que evalúa a su presa antes de dar el zarpazo. De un grito llama a su hija, quien aparece con la carpeta de trabajos en mano y una ansiedad galopante, que la desborda en pasos torpes que la hacen tropezar y caer al suelo.

—¡Levántate! Le grita su papá.

La profesora Lena va apresuradamente y la recoge del suelo, junto a las carpetas donde están sus trabajos. Sofía es un manojo de nervios. Y ante la ansiedad de ordenar las carpetas, traspapela todos los trabajos, caen al suelo, los pisa sin querer… e inevitablemente estalla en un llanto descomunal.

—¿Para eso me hiciste venir? ¿Para mostrarte débil ante esta profesorucha? ¡Cállate! Cállate o si no…

—¿O si no qué, amigo? ¿Piensa golpear a su hija por ser humana y llorar?  

Sofía se abraza al pecho de la profesora. El militar las mira con desprecio y sale de la oficina.

—Te veo luego. Dice. Y se va.

La profesora Lena hace esfuerzos por calmar la crisis de llanto de Sofía, que tiembla, palidece del trance. Ambas se sientan en el suelo, sobre los trabajos, las lágrimas y el dolor de Sofía, víctima de la beligerancia y la indolencia de un padre monstruoso. Sofía se abraza más fuerte a la profesora, buscando un refugio donde estar a salvo. Su rostro se hunde en su pecho y desciende hasta el vientre, donde termina de desahogarse.

—Perdóneme, profe.

—Te perdono, hija.

—No quiero ser como soy.

—Eres como eres, Sofía.

—¿Y qué puedo hacer?

—Ser responsable.

—No sé hacerlo.

—Tranquila, yo te enseño.

Sofía descansa en el vientre de la profesora Lena, mientras avanza la tarde, en el único trabajo que era necesario llevar acabo ese día: sentir compasión.

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Yorgenis Ramírez
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Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter

Colaborador articulista de The Wynwood Times

Columna: Apuntes desde el vértigo