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Apuntes desde el vértigo: Alberto | Crónica de Yorgenis Ramírez

Día 1.

Dile a tu papá que le pague al proveedor de los vegetales. En verdes, claro. No hijo, ellos no aceptan transferencias en bolívares. Ya te dije que no. Haz lo mismo con el de los refrescos y la charcutería. Cuando yo vuelva me encargaré de arreglar los libros con el contable. Cuídate. Un beso.

Día 2.

Delicioso almuerzo, ¿no le parece? No puede decir que la hemos tratado mal. Nuestro servicio es de primera. Vino, calamares rebozados en una exquisita salsa de parchitas brasileñas. Ensalada libanesa… más que un plato, una experiencia. Dígame, ¿no se siente usted amada? 

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A las 72 horas.

Caracas luce como un cementerio. El aislamiento es fuerte. Aunque la gente no tardará en salir a la calle. En este país, o te mueres de Coronavirus o te mueres de hambre. La gente ha perdido el miedo, no así la viveza.

Día 4.

Sí mi amor, todo está bien. Estoy tranquila. Aprovecho para hacer el rosario a la virgen de Fátima, todas las tardes a las 6pm. No te preocupes. Al principio me costaba conciliar el sueño. Ahora duermo como una bebé gracias a la Bromazepan. No, no me volveré una adicta. Es solo por un tiempo… Te amo.

Día 5.

Las clases serán por Zoom, te guste o no. Y Dios te libre que yo me entere que no te levantas a estudiar. Desde aquí puedo chatear con tu orientadora, vía Facebook. No te equivoques. O estudias, o estudias. No quiero fallas. Te tengo vigilado.

 

Sexto día.

¿Cómo estará mi mamá? ¿Se habrá tomado sus medicamentos? No seas pendeja, allí hay mucha gente que puede ver por ella. Relájate. Que ellos resuelvan. Ahora estoy para mí. Esta experiencia es inédita y necesito aprender lo máximo que sea posible.

 

El séptimo día.

No pienso pagar el aumento del condominio. ¿Cómo se les ocurre llevar la mensualidad de 30 a 300 dólares?  Yo soy dueña de un automercado, no una enchufada. Que se ubiquen. A mí no me van a estafar con su usura.

 

Día diez.

No sabemos nada. La falla eléctrica es fuerte y el apagón será por días. Hay que tener paciencia. Aunque tengamos la certeza de que todo saldrá bien, hay que tener paciencia.

 

Día 13.    

—Gracias a Dios tienen planta eléctrica y puedo mantenerme comunicada con mi familia.

—Nuestro servicio es de primera, Sra. Fátima.

—¿Hablaron con mi esposo?

—Sí.

—¿Y qué les dijo?

—Ya todo está arreglado. Es cuestión de unos días, a lo sumo tres.

—Ojalá. Tengo atrasado el trabajo. Los muchachos necesitan mano dura con los estudios. La casa y su mantenimiento no es cosa de mi marido, aunque diligente, muy flojo para los quehaceres.

—La entiendo.

—Sí, lo que muchas mujeres necesitamos, ser comprendidas.

—En mí tiene a un amigo…íntimo.

—Nunca he sabido lo que es un amigo a ese nivel.

—Yo me encargaré de hacérselo sentir.

 

Día 15.

Un fuerte apagón nacional los mantiene incomunicados. La incertidumbre hace su trabajo desde lo profundo: miedo, angustia, irracionalidad. La paciencia bordea la fantasía anunciando un posible brote psicótico, con imágenes catastrofistas. Una carta se desliza por debajo de la rendija de la puerta. Alberto corre y la toma desesperado. Lee.

 

—Alberto, estoy bien. Atte. Fátima.

 

Alberto queda tembloroso, sumido en lo único seguro de su estado emocional en crisis: sentirse vulnerable.

 

Día 18.

Los hijos de Alberto y Fátima han caído en un estado de desenfreno. Los límites construidos por la crianza de su madre, se deshicieron en solo quince días, desnudando la ilusión de una familia “perfecta”, que se cae a pedazos.

 

—Mira, papá, a mí me dejas en paz con mi vida loca. Ya tengo quince años, y no soy ninguna carajita. ¡Quiero sexo! O sea, ¿tú no cogías con mi mamá? ¿O mi hermano y yo nacimos por obra y gracia del Espíritu Santo? ¡Par fa var!

—De aquí no vas a salir a tener sexo con ningún hijo de puta.

—Papá, María Gracia ya no es ninguna carajita. Además, ese dulce ya se lo comieron.

—¿De cuándo acá hablas así, Alberto Andrés?

—El liceo hace lo suyo, papi. Por cierto, necesito me des dinero, y en dólares, para ir a ver a Raymond, mi novio.

—¿Tu novio?

—Sí papá, Mariíta tiene novio desde hace rato. Lo que pasa es que ustedes viven en sus burbujas de trabajo y hacer dinero, que la mayor parte del tiempo se lo dedican a la administración del automercado, ¿y nosotros, papá? Tu familia es el dinero.

 

Día 21.

Alberto se debate entre la espera a la que se ha visto sometido producto del secuestro de su esposa, Fátima, o irse, abandonar el hogar y huir de tan angustiosa situación. Su propio criterio moral respecto a la vida se lo impide. La fe católica que desde niño ha profesado, lo une a un delgado hilo de esperanza, y prefiere esperar, seguir esperando en una agónica paciencia que no da para más. La mente lo quema con preguntas que solo tendrán solución cuando esté frente a Fátima. “¿La habrán torturado? ¿La estarán sometiendo a pasar hambre? ¿Y si la abusaron sexualmente? Dios, no desampares a mi mujer”. Alberto enciende una vela a la virgen, ora. Cierra los ojos tratando de conectarse con la fe profunda que guarda en su interioridad. Imágenes de su noviazgo atraviesan su memoria, conmoviendo la entraña desde donde le profesa un amor devoto a Fátima: la primera ida a la playa juntos, el viaje a Francia, la noche donde las creencias religiosas quedaron vencidas en el desenfrenado sexo que hizo de sus cuerpos uno solo. Y termina conmovido hasta las lágrimas, penetrado por un dolor indecible, el de imaginar que más nunca pudiera ver a Fátima.

 

Día 24.

Alberto sigue con el automercado abierto. No puede permitirse cerrar, la economía que durante años ha construido se vendría a pique. Los clientes de confianza preguntan por Fátima. Él sortea las constantes preguntas diciendo que se encuentra de vacaciones por un mes. Los clientes, más acostumbrados al chisme que a la sincera solidaridad, sospechan, murmuran, hablan entre sí. Vuela el rumor a la velocidad de la pólvora. ¿Vacaciones? ¡Ja! A mí me huele a que lo dejaron por otro. ¿Y si fue él quien la dejó por otra? En este país el machismo es brutal y no me extrañaría que tenga una amante en su casa. El chisme aumenta las ventas. La incógnita de saber dónde estará Fátima hace que los vecinos y clientes se mantengan fieles con las compras, solo por el hecho de alimentar sus más oscuras hipótesis. Pero lo más doloroso que Alberto ha tenido que tolerar, es la visita de los secuestradores al mercado para abastecerse y alimentar a su mujer. Caminan como si nada, dos o tres clientes más de los que no se tiene ni la más mínima sospecha. Llevan las exquisiteces que le encantan a Fátima. Alberto dibuja sus rostros en la memoria con la acuciosa mirada de quien sabe que tendrá su derecho a réplica. Pero lo único seguro del futuro es la incertidumbre. Uno de los secuestradores se acerca y le habla.

 

—Su mujer está bien. No, no haga gestos. Quédese tranquilo, patrón. En una semana estará con ustedes. Mientras tanto siga cooperando, mandando el efectivo en dólares. Nosotros venimos con todo respeto a buscar la comida.

—¿Qué me asegura que Fátima se encuentra con vida y que está bien?

—La confianza, patrón. La confianza. ¿O se va a poner a pensar lo contrario?

—En lo único que pienso es en ver sana y salva a mi mujer.

—Y lo hará, confíe. ¿Usted es católico? Bueno, préndale una vela a la virgen de Fátima, la madre de Jesús, me refiero.

—¿Es todo lo que se piensa llevar o falta algo más?

—No, esto nada más. Si falta algo le avisamos.

 

Día 30.

Han pasado seis días desde la última vez que Alberto tuvo noticias de Fátima. Su mente ya le juega sucio: la escucha despertarlo todas las mañanas para el desayuno, la ve, en su caminata matutina rumbo a la primera misa del día. La siente, al borde de la piel, cuando el deseo sobrepasa la incertidumbre y cuerpo se vuelve hoguera donde arder. La paciencia no cabe un día más. Alberto ha decidido avisar a las autoridades, aun poniendo en riesgo la vida de Fátima y los suyos, principalmente la suya, conejillo de indias de una banda de secuestradores que se dan la gran vida a costa de su sufrimiento. Suena el timbre de la casa. Una, dos, tres veces. La mente de Alberto atraviesa el umbral del sinsentido y no escucha. Cuatro, cinco, seis. Nada. Fuera de este mundo, Alberto explora la posibilidad de desparecer. Siete. Alberto escucha. Impulsado por el caminar anodino de sus pies, avanza hacia la puerta. Son las 11:30 AM. Probablemente sus hijos vuelven del colegio y debe enfrentarse a las exigencias de siempre: hambre, reproches, citaciones, la violencia joven desgarrando cualquier certeza de futuro promisorio. Alberto abre la puerta, y el relámpago de una mirada impredecible traspasa su aliento: es Fátima. ¡Fátima!, dice con el último aliento de sus pulmones flagelados por el terror. Y se desmaya.

 

Día 190.

La puntual gota de la vía sanguínea atraviesa la sonda. El bip del marcapasos es un abismo donde pende, sin darse cuenta. El febril olor de la ampicilina ocupa en recinto con una presencia tenaz, para no eludir la realidad con frustrantes fantasías. Y la soledad, afincando el diente sobre el cuerpo de una vida despojada de todo. Alberto lleva seis meses en coma producto de un ACV isquémico, luego de encontrarse con su mujer, tras un mes en cautiverio, quien tuvo por bien llevarlo de emergencia a la clínica, antes de darse a la fuga con sus secuestradores. La única razón de la vuelta de Fátima, era terminar su relación con Alberto. El vertiginoso frenesí sexual que despertaron sus secuestradores en ella, la hicieron cautiva de la aventura. Era necesario cerrar el ciclo de una vida gris y arriesgarse a ser devorada por el deseo infame de quienes no tienen ningún respeto por la vida. Sus hijos no saben nada de ella. No saben siquiera qué hacer con sus vidas. La postración de su padre fue un cable a tierra que los sumió en el miedo. Alma, la señora que se ocupa del mantenimiento de la casa y atención a los muchachos, cuida devotamente a Alberto. Cada día relee las pocas palabras que Fátima dejó en una nota para su familia, despertando el odio de sus hijos y la conmiseración de Alma, quien cree que todo se trata de una cruel pesadilla de la que pronto despertarán. “Me voy, Alberto. Solo vine a decírtelo, dándote la cara. Me harté de la vida políticamente correcta de madre perfecta y ama de casa. Me arriesgo a vivir, pase lo que pase, sintiéndome dueña de mi cuerpo, mis emociones, de mi vida. Gracias por tu manutención durante años. Sinceramente no te debo ni un ápice de afecto. Quédate con tus hijos, míos ya no son. Ojalá despiertes de tu trance. Ojalá puedas volver a vivir tu vida de mierda”.

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Yorgenis Ramírez
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Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter

Colaborador articulista de The Wynwood Times

Columna: Apuntes desde el vértigo