MADRID, 24 DE JUNIO DE 2022. Quedamos estupefactos con los hechos del pasado Lunes: Mano Bacci, prolífico exponente del arte performático, era asesinado por un hombre en el marco de su obra Tetrálogo, donde exhibía su cuerpo desnudo sobre una alfombra roja y disponía una estantería con diversos objetos (frutas, perfumes, telas, látigos, martillos, cuchillos, incluso una pistola cargada…) para que los espectadores le hicieran lo que quisiesen.
Lo critiqué duramente en directo para mi programa de radio por plagiar Ritmo 0, la performance donde Marina Abramović hacía exactamente lo mismo, casi cincuenta años antes.
El comisario aclaró que Bacci no exploraba el mismo concepto que la artista serbia; el punto de la obra no estaba en el público sino en un precepto, la sugestión, la propia idea de maldad: «podemos hacer daño a un cuerpo sin que éste se defienda», comentó, «lo que despierta nuestro lado maligno, y es tal evidencia de intrínseca maldad en quienes aparentan candidez lo que más perturba».
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La explicación no hizo que dejara de parecerme una tontería y menos después de acercarme a Bacci en plena performance y ver que lo más fuerte que le habían hecho era escribir la frase maricón de mierda en su baja espalda. Era meritorio el compromiso del artista, sí, pero no era novedoso ni audaz, como lo calificaron mis colegas.
Y eso pensé hasta las cinco de la tarde, cuando ocurrió la tragedia. De pronto ese hombre, llamado Carlos Baroja, de aspecto inofensivo, se acercó a la mesa de objetos, cogió la pistola, miró a Bacci por unos segundos y le disparó, acertando en el pómulo. En el video de la cámara de seguridad se observa un diferencial de tiempo entre la estupefacción de los presentes y la asunción del hecho, como de dos o tres segundos. Parece poco al decirlo pero, ¿vivirlo?, debe ser una eternidad.
Algunos corrieron, otros —inclusive— se acercaron al cuerpo inerte para comprobar su deceso. En general no hubo consenso de reacciones pues el miedo o la incertidumbre se exteriorizan de diversas maneras. Pero sí podemos hablar de la reacción del asesino, quien, como congelado en la toma, puso el arma en la mesa, metió las manos en los bolsillos y se alejó caminando. La capacidad de respuesta de la seguridad fue tan inepta que el hombre logró llegar a la esquina entre Marqués de Cubes y Zorrilla, donde la policía le interceptó.
Me bombardeabais por Twitter con la noticia en caliente, pedíais mis impresiones al respecto, pero no hice nada más que lamentar la muerte de Bacci porque no sentía responsable dar una opinión elaborada hasta que las autoridades investigaran, aunque no negaré haber pensado en organizaciones islámicas o el Opus Dei, cuyos legionarios ya habían repudiado las performances de Bacci de forma violenta.
De hecho, recordé el incidente de 2019, durante la controversial performance titulada El dedo de Dios, donde Bacci, con la cabeza cubierta por un hiyab, era penetrado por el culo con un gruesísimo dildo de madera donde había escrito aleyas del Corán referentes al papel de la mujer en la sociedad: un chico de dieciséis años salió del público y le cayó a tortas. Le dio tan fuerte y tantas veces que le partió un par de costillas. Su objetivo era matarlo, sin duda. Por eso no me sorprendió que alguien lo hubiese hecho al fin, lo que no me esperaba eran las informaciones que vinieron después…
En sus pesquisas, la policía ingresó al exquisito piso de Bacci junto al Hotel Wellington, que relucía de pulcritud.
—Jamás hubiese pensado que alguien tan bohemio como él vivía en un lugar así — mencionó la detective Pilar Jordano (líder del operativo) en una entrevista que me concedió el martes en la mañana—. Sobre todo me sorprendió que estuviese tan limpio.
Respondí al comentario de la mujer con una risilla: «era uno de los artistas más cotizados de la escena contemporánea, no sólo de España. Y cuando el arte paga, lo hace muy bien. Te da para tener a alguien que limpie tu casa por ti».
Me contó que la idea del allanamiento era encontrar indicios de amenazas por parte de grupos terroristas. Aunque tampoco descartaban que Bacci tuviese alguna conexión con mafias y que el crimen se tratase de un ajuste de cuentas. Pero entró a su estudio y entendió que las conspiraciones criminales o fundamentalistas no casaban con el caso. Encontró una nota escrita a mano en su escritorio. «Es mejor que la leas tú mismo», me dijo cuando le pregunté sobre su contenido. Acto seguido, me dio unos guantes de látex y luego el documento envuelto en un material plástico. Tuve que esforzar mucho la mirada para leerlo; la letra era realmente pequeña. Al final, logré hacerlo y… simplemente flipé.
El título del texto era Tetrálogo y era una carta explicativa de su obra, dirigida a un anónimo: primero hacía una reflexión sobre lo frívolo que se ha vuelto el mercado del arte, invadido por toda clase de intrusos, «personas tan arrogantes como para cuestionar el arte desde una posición mediocre hasta quienes ven el dinero como fin último de una obra». Asumía, además, sus culpables contribuciones a la permanencia de un «asqueroso sistema» por las millonarias ventas de sus performances.
Proponía un intento de solución o al menos empujar los cimientos para que la gente se cuestionase si estaba bien o no. Una obra magnánima, sin precedentes, que ocurriría en cuatro actos, como explicó en el Tetrálogo, cito textual:
- La falsa polémica. Pensarán que en mi próxima performance habrá sexo, política o religión, mis temas recurrentes. Y en este primer acto les daré justo eso, lo que creen que soy. Alimentaré manías y entregaré armas argumentativas para que me ataquen, quizás hasta plagie una obra para que puedan pisotearme con mayor gusto.
- La real polémica. Estas cosas ya no llaman la atención. Gente que se desnuda y practica sexo en exposiciones hay de sobra, así como gente que habla mal de políticos y clérigos. Aburren. Para captar miradas debo morir —en efecto— durante la performance, concretar la última consecuencia de un alto nivel de compromiso en estos oficios. Para mí estaría bien, pues hacer arte no me llena tanto como en el pasado. Hemos hablado de esto antes, ¿verdad?, del gran desenlace que cerrará mi trabajo y el tuyo; éste ocurriría con el agotamiento de nuestra creatividad e influencia.
- La confusión. Las especulaciones sobre mi muerte desorientarán a mis atacantes. Sus propias concepciones sobre la vida los asustarán, pensarán que el infierno será su castigo, sentirán culpabilidad por haber incitado el odio en mi contra. Sólo pocos se alegrarán de lo sucedido, mis enemigos más encarnizados, y para ellos está reservado el último acto de la performance.
- La redención. Esta nota será encontrada y expuesta al mundo. Será entendida como un manifiesto de amor hacia el arte y hacia ti, porque no es otra cosa sino eso. Será mi redención, mi boleto hacia la inmortalidad y la consumación de mi más
profundo deseo: morir joven, rápido y de la forma más poética posible. Desnaturalizará a mis enemigos, poco a poco los convertirá en meros descriptores (…)
En todo momento le habla a un anónimo con intenso amor. Comparte anécdotas varias y códigos inteligibles, como cápsulas de complicidad que guían la acción al momento fatídico. A algunos les resultaría un derroche de romanticismo probablemente criminal en estos tiempos, pero hay que tomar en cuenta algo: existen dos preceptos que diferencian al buen arte del malo; el primero es, sin duda, la capacidad de trasmitir emociones, y el segundo es la complejidad; admiramos a los grandes porque hicieron cosas únicas hasta cierto punto.
Mencionemos también el extraordinario carácter premonitorio de la obra de Bacci. Una vez que la gente tuvo acceso a su carta (que otro anónimo filtró a la internet), los comentarios hacia el artista cambiaron, muchos seguían siendo negativos, pero ninguno omitía el carácter heroico de la hazaña. Lo digo por mí; mis lectores saben lo que lo he criticado en esta columna. En general pienso que el performance está lleno de vicios indefendibles, sobre todo la tendencia a utilizar lo grotesco para llamar la atención, es cansino. Pero el Tetrálogo de Bacci ha sido esa obra rompedora que necesitábamos para entender adónde nos llevaría todo esto: lo relativo acaba en la muerte de todo, termina la vida de los creativos que se sienten incapaces de aportar algo más.
Pero el Tetrálogo está inconcluso. Falta desarrollar el cuarto acto, y es aquí donde el mayor crítico de Mano Bacci se ha visto involucrado sin querer:
Llegó el miércoles y lo único que sabíamos de Carlos Baroja era su disposición a declarar ante un reportero. El juzgado se lo negó y la decisión se mantuvo así hasta el miércoles al mediodía, cuando hubo un cambio de parecer. Entonces muchos medios pidieron la exclusiva, hasta dinero ofrecieron, pero el abogado aclaró que su cliente sólo hablaría con Armando López Vidal, o sea, yo.
Por cosas del destino, vi la alocución en directo mientras escribía la anterior versión de esta columna. No pude creer lo que mis oídos habían escuchado. Casi un minuto después de que me mencionara, mi teléfono se llenó de notificaciones y repiques de gente que, quizás pensando que yo no lo había visto, llamaba para avisarme. No atendí o escribí a nadie para no generar expectativas, pues tenía que pensar. Haber presenciado con detalle el desarrollo del Tetrálogo de Bacci me hizo consciente de que incluso mi participación estaba medida, y no me agrada que me controlen.
A altas horas me encontraba en un estado de inacción del que sólo pudo sacarme la detective Jordano. Tocó a mi puerta a eso de las ocho para pedirme que fuera a entrevistar al asesino, que si bien no era obligatorio, la ayudaría a agilizar el caso. Terminé aceptando, pero nunca dejé de preguntarme si lo hice porque me interesara escuchar lo que Baroja tenía que decir o por la presión pública. Como dije anteriormente, me desagrada verme metido en cuestiones que no controlo y esto tenía mala pinta.
Nunca antes había pisado una sala de interrogatorios, tampoco creí que la pisaría por primera vez en tales circunstancias, aunque encontrarme con el cándido rostro de Carlos disipó cualquier miedo. Siempre he pensado que alguien capaz de matar debe tener un atisbo maligno, pero en este caso era distinto. Aun así, no estaríamos solos. Nos acompañarían dos oficiales.
Me senté y empezamos a hablar. La evidente primera pregunta fue sobre mi presencia allí, por qué él me había elegido para difundir lo que quería decir (y cuando dije él, me refería al difunto Bacci).
—El arte no siempre tiene una razón de ser más que los hechos sorpresivos que le sobrevienen —dijo Carlos con una voz muy solemne—. No te eligió. Yo lo hice porque eres la única persona que puede comprender lo sucedido como a él le hubiese gustado.
Guio hábilmente la conversación hacia una especie de recuento de las diferentes obras de Bacci, intercalándolas una tras otra como si de una saga se tratase. Su propio nacimiento supuso el inicio de un periplo artístico: su madre lo abandonó en una iglesia al sur de Zaragoza, en cuyo orfanato creció y sufrió miles de cosas, lo que sufren los niños abandonados. Carlos lo contrastó con su propia infancia y adolescencia en el seno de una familia acomodada del barrio de Malasaña, una familia a la que no le interesaba el arte en lo absoluto. Dos vidas se conectaron en un punto donde el fervor por la expresión artística tomó protagonismo y luego se invirtieron: mientras Bacci ganó mucho dinero, Carlos fue expulsado de su casa y condenado a la extrema pobreza debido a conductas que a su padre no le agradaban: perroflautismo, homosexualidad, desinterés por la religión…
Lo cautivó el trabajo de Bacci porque se hilaba en el desprecio a la indiferencia, creía que el arte era un juego entre el anonimato y la notoriedad, que no podía ser siempre uno de ambos. Asimismo, explicó que cada pieza produjo un organismo simbiótico capaz de poseer un cuerpo a través de mensajes codificados, como los de la carta. Capté el punto. Comprendí, sin habérselo preguntado antes, que la había leído antes que yo, y expresé: «pensé que eras su amante. Todos los piensan».
—Nada me hubiese gustado más —dijo—, pero entendí que mi propósito estaba en una acción distinta, no en un beso o en el sexo, sino en una bala. Él dio con los códigos que describían mi vida como si me conociera de siempre. Lo supe cuando miré sus ojos antes de matarlo: me correspondió con una sonrisa. Yo era quien complementaba su expresión artística, ese amado que había llegado a su vida como el trazo de un pincel. Éramos el uno para el otro.
El misticismo en sus palabras avivó aquel miedo que su simple presencia no pudo generar en mí, afloró un sentimiento sectario, típico de cultos donde el ser supremo provoca éxtasis conectándose con las vivencias mundanas de su séquito: el ser expone códigos al azar, algunos muy generales, que han de enlazarse con un perfil por mero hecho de probabilidades. Capaz no todos los códigos concuerdan a la vez, pero sí los más determinantes para que el individuo se identifique con el mensaje.
Este hombre creyó ser elegido por un maestro espiritual para cumplir con una tarea trascendente, lo que me lleva a pensar que Mano Bacci fue un genio maldito: creó una pieza que culminaría cuando los obnubilados historiadores del arte dejasen de hablar de ella, quizás la performance más larga jamás vista.
Ahora hago una pregunta a los lectores recurrentes de esta columna: ¿creen que Carlos Baroja debería ser condenado por lo que hizo?
Si bien la ley española permite el suicidio asistido, no está previsto que alguien pueda concertar ser despojado de su vida en un ámbito privado sin antes avisarle al Estado, y mucho menos está permitido el modo usado para este evento: la bala. No crean que con ello intento responder a la cuestión previamente planteada, aunque sí me gustaría relacionarlo con algo que escribió el propio Bacci en su Tetrálogo a modo de conclusión: «pagarás las consecuencias de un sistema que no comprende lo que comunicamos con nuestro cuerpo. Lo que para nosotros es bello y justificable, para ellos es una aberración y debe castigarse. Teme al Estado que oprimirá nuestra expresión con brutalidad y entrégate a él, pero piensa que tu consciencia estará tan intacta como la de aquellos que se maravillaron al ver lo ocurrido».
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