En ocasiones, los domingos por la tarde me da por pensar en esta frase: «Algunas personas se ejercitan en el arte de ser humanas, otras se obstinan en ser parientes». Son palabras de Miguel Gomes y se ubican en su relato «Anuncios clasificados», integrado por una serie de minicuentos. El texto más bien califica de aforismo desde ciertas perspectivas. Por ejemplo, es una frase que se ajustaría perfectamente para epígrafe de un ensayo crítico sobre lazos familiares y herencias en la Literatura Venezolana. Sin embargo, he pensado nuevamente en esta frase al terminar de leer las aventuras y desaciertos de los personajes de otro Miguel, héroes sosegados y apesadumbrados que se ejercitan en otras costumbres. Me refiero a Miguel Hidalgo Prince, narrador que combina en sus apellidos dos formas de la distinción, el ucevista, el valle-cochero, el chino, como a veces es llamado por sus amigos; el vecino, el hermano y, seguramente, una de las pocas personas cuyo rechazo por el chocolate no luce como afrenta a la sociedad de consumo, sino más bien como el gesto que sella su autenticidad.
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De la existencia del mal: deja que Hannah Arendt te lo cuente| Crónicas de una feminista
Este autor, en contraste con la lapidaria frase de Miguel Gomes, ha creado personajes de excesiva humanidad que se han ejercitado en el difícil arte de fracasar, y esta obstinada actividad ha terminado por emparentarlos.
Los diez relatos de Todas las batallas perdidas (2012) establecen una escuela de la derrota, todos ellos, ya sea Leo, El Feo, Daniel o Freddy, concluyen sus historias con un Ph.D en desengaños y desilusiones. Sus vidas avanzan por un derrotero donde carece la celebración o esta suele ser fugaz. Se desvían por las arterias de la insensatez y asumen su rumbo impreciso como una manera de resistirse a las señales que indican la esperanza.
Todas las batallas perdidas nos ofrece una lección. Una lección que no olvidaremos en mucho tiempo. Estas experiencias se quedarán un buen rato con nosotros después de leer la última de sus historias. Sus personajes nos acompañarán en el día a día como un hematoma en el pensamiento. Es muy probable que en nuestro peregrinar nos topemos con perdedores tan parecidos a estos héroes y se nos hará imposible evitar pensar Vaya, este cajero, o este administrador, o este policía o este kiosquero o este inmamable burócrata se escapó de algún cuento de Hidalgo Prince.
Hidalgo Prince nos muele a golpes en el cuadrilátero de sus páginas. Cada párrafo es una pelea angustiosa en la que riñen la vida, el vacío, el ocio, la amistad y, sobre todas estas cosas, la remota posibilidad de vencer; de vencer y convertirse en el pilar que apenas sostenga y salve una infame vida que siempre estuvo a un segundo de desplomarse.
Las historias de Todas las batallas perdidas nos enseñan que la mayoría de las veces ganar es una falta total de decoro; que la verdadera mística de ser caballero, o de ser hombre sin cansarse, está en la prodigiosa voluntad de saberse perdedor antes del primer puñetazo que nos desprenda el tabique, nos desajuste la quijada o nos agite el cerebro; de aceptar, como diría Julio Cortázar, que hay que comenzar de nuevo o retirarse a otras peleas, pues siempre existirá la promesa de otro ring para desquitarnos, pero antes debemos acumular más visitas a la lona que nocauts atizados a lo que se nos opone. Esa es la gran lección de Todas las batallas perdidas, un libro que nos nutrirá con toda clase de pedagogías sobre el pesimismo.
Round 1
Este volumen se abre con una pelea llamada «Grasa», protagonizada por dos solitarios que comparten un denso temor sobre ellos: el miedo a perderse. Se desplazan en un vehículo tres ruedas, modelo Tío Rico, «de los que uno no sabe a ciencia cierta si se parecen más a una moto o a un carro» (p. 10). En su irregular avance por las calles de Caracas se plantean seriamente el robo más absurdo de la historia: hurtar toda la cantidad de grasa de cerdo posible para vendérsela a cirujanos. El desenlace de esta primera historia es tan pesimista que cualquier amago de felicidad corre el riesgo de ser tomado como un exabrupto: la contemplación de una Caracas disminuida y ajena por la distancia aceita un final atroz.
Round 2
El siguiente relato obtuvo en 2010 el Segundo Lugar en el Concurso de Cuentos de la Policlínica Metropolitana, y lleva por título «Noticias de la frontera». En él descubrimos que para los soldados de la frontera el ocio es una dimensión en la que no se concibe volver a ser el mismo después de que matas a un guerrillero, o de aguantar los gritos histéricos de tus superiores, o que, ya en el más severo de los casos, tu mujer pasa de enviarte nudes con poses artísticas a enviarte nudes dignas del hardcore más bizarro de la industria porno a dúo con otro tipo experto en poses del Kama Sutra más hardcore. Los soldados de este relato custodian la frontera de Venezuela, pero los límites de su vacío existencial ya han sido violados, invadidos y minados, no les ha quedado otra que desertar de sí mismos.
Round 3
En «El Show de Leo» su protagonista es una suerte de Mr. Hyde de la sobriedad: cuando bebe no habla, grita, monta su espectáculo en la tarima que se le antoja la barra de un restaurant chino. Allí desahoga entre whiskeys y lumpias sus «reflexiones etílicas» (p. 39): la biografía de su «perra vida» (ibidem) apunta hacia un horizonte retrospectivo, matizado por esa nostalgia de un pasado en el que alguna vez fue feliz al lado de su mujer.
Round 4
El relato «Es solo música» narra la organización y consumación de un menage a trois, esa fantasía tan «sobreestimada» (p. 52). El anodino héroe comprueba que esta variante de la sexualidad está mejor posicionada en la teoría que en la práctica: más que asistir activamente en la acción es testigo, o, si somos justos, su «presencia ahí era de extra» (p. 52). Es una historia en la que sus personajes tienen más cosas en común que sus mutuas colaboraciones íntimas: Maribel, Kimberly y él desean volver a lo suyo y olvidarse de algo, sacarse algún clavo con la misma naturalidad de tomarse una pastilla para el dolor de cabeza.
Round 5
Es sin duda «La isla de Xisca» uno de los más hermosos y humanos relatos que he leído en nuestra narrativa. Digo esto sin temor a exagerar. En él se puede inferir entre la biológica pesadumbre de sus protagonistas una poética del autor: «Detesto las frases largas. Suelo enredarme con ellas. O mi discurso se enreda. Da lo mismo. Otra cosa que detesto es quedarme sin título» (p. 59). Más adelante, el narrador nos expone, a su manera, la eterna disputa entre los académicos y biógrafos: «Siempre he dicho que una cosa es la ficción y otra la realidad» (p. 60); así inicia sus reflexiones para luego sumar ejemplos a la premisa: «El médico argelino que se quedó atrapado en la ciudad plagada por la peste no existió salvo en el libro de Camus. Mandrake no es Rubem Fonseca ni vicerversa. Henri Chinaski no es Charles Bukowski ni viceversa» (p. 60), para concluir que «si lo son es lo que menos importa» (p. 60). El sentido primigenio de «La isla de Xisca» lo encuentro justamente en un relato de uno de estos autores citados: «Suma cero» de Rubem Fonseca (2004). El siguiente diálogo entre dos amantes revela con fría certeza su atmósfera predominante:
—La vida es un juego de suma cero.
—¿Qué quiere decir eso?
—Un juego en que la suma de las ganancias y las pérdidas de los jugadores es siempre cero.
—¿Y lo que acabamos de ganar es cero? ¿Lo que ganamos todos los días es cero?
—Solo al sumarlo con las pérdidas, las pérdidas nunca son cero. (pp. 203- 204)
«La isla de Xisca» resultó ganador del Segundo Lugar en el vi Concurso Nacional de Cuentos Sacven en 2007, así como «Restos de una generación inmunda» en la vii edición de este mismo certamen dos años después. Como nos hemos dado cuenta, Hidalgo Prince se ha convertido en una especie de cazarecompensas de accésits literarias; ha tenido buena puntería, sí, pero lo extraño es que muchos lectores coincidimos, con el perdón o sin él del jurado o parte del jurado, que eran los mejores cuentos de esas ediciones. Hidalgo Prince repetiría en la edición viii su tradicional Segundo Lugar con «Mi padre el veterano», y en agosto del 2013 obtuvo, ya al fin, el primer lugar en la Bienal Julián Padrón con un libro de relatos aún inédito y que seguramente en un futuro reseñaré. Por lo pronto, invito a leer «Mi padre el veterano», un relato que la primera y segunda y probablemente tercera vez que lo leí, me sacó lágrimas. Lo pueden ubicar en De qué va el cuento (2013), antología de Carlos Sandoval, no cabe duda que la más completa y seria en cuanto al género de lo que va de milenio.
Sigamos.
Round 6
«Antenas» es una historia juvenil protagonizada por Daniel, una leyenda adolescente llena de fama e infamia a partes iguales, que cambiaba sus ideales con la misma facilidad con la que podía envenenar al perro del liceo caraqueño Luis Urbaneja Achepohl por ladrarle cada vez que lo veía o de tramar en el baño de niñas un atentado terrorista apoyado en sus conocimientos químicos. La evolución de Daniel parecía acoplarse cuando pisó los treinta: su gran ilusión era acabar con todos los impuros de la Tierra para que solamente seres de luz la habitasen. Antes de llegar a ese punto de raciocinio o elegante locura apocalíptica, nos cuenta el narrador de este relato que Daniel «[h]abía sobrevivido a todo. A su madre, al asma, al acné, al más absurdo rechazo social, a miles de palizas, a una retahíla de parasistemas. Luego fue barman, taxista, vigilante en un banco, extra en una novela de Venevisión» (p. 88) entre otra cantidad de oficios intrascendentes.
Round 7
El relato que le da título al libro trata sobre la inseguridad de un vendedor de seguros a quien le tiemblan las manos y los ojos, y a quien su esposa lo sustituye por otra mujer. Un día, entre tanto desasosiego económico y sentimental, despierta de malísimo humor. Esa resaca de emociones le proporciona una lucidez de lo que realmente es la vida y se dice con la convicción apocalíptica del Daniel de «Antenas» que «[s]i tuviera los recursos y el tiempo, habría hecho estallar el planeta entero» (p. 108).
Round 8
De «Quería fumar esta noche» se podría afirmar que junto a «Grasa» son los dos relatos road movie, o más precisamente, road short story de Todas las batallas pérdidas. En un Malibú se traslada un staff variopinto de jóvenes tan desengañados como inmaduros. Uno de ellos es Freddy, un poeta mediocre que jamás había publicado un verso pero que aseguraba tener una Moleskine atiborrada de textos que pulía con paciencia y disciplina. Otro, Jonás, el piloto, no había sido expulsado de la universidad como Freddy, pero sí de su apartamento por la máxima autoridad de su hogar: su exmujer. En breves kilómetros en automóvil, este grupo de jóvenes carbura su fracaso.
Round 9
«Restos de una generación inmunda» sucede en un tiempo en el que, como dice el protagonista, «Locomía era lo máximo» (p. 136). Hacia el final de la historia comprende que «el olvido es algo triste (…). Tiene sus ventajas en pequeñas dosis» (p. 142).
Round 10
«Tarde de perdedores» cierra el volumen, un ágil relato que condensa los resultados de todos los héroes que confluyen en este poderoso libro: todos tienen un cero a su favor.
En estas historias sencillamente se nos insinúa que la noción integral de lo que debe ser el éxito, ya en los oficios, en los amores, en la vida, más que un lenguaje del fondo, está cifrada en la fuerza que administraremos para sobrevivir el golpe que nos dejará tendidos en la lona de la existencia (o de la insistencia). Estas historias nos harán saber, como bien decía Hemingway, que tanto la victoria como la derrota nunca serán definitivas. Siempre hay algo más, después del punto y final, siempre hay algo más de las últimas frases, de aquellas últimas famosas palabras, como las del protagonista de «Tarde de perdedores» que, en un momento de alucinante contemplación, balbucea: «No puedo hablar de los demás, pero después de ahí a mí todo se me puso en blanco» (p. 153).
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Narrador y cronista venezolano
Columnista en The Wynwood Times:
McGuffins’s Café