Creer que ‘infantil’ es un insulto en lugar de un halago, es un error garrafal. Para poder abrirnos ante el mundo de Henri Matisse, necesitamos dejar a un lado los prejuicios y sumergirnos en nuestro “niño” interior. Hoy, estudiaremos a Matisse desde la perspectiva de cómo el color cambió su mundo, gracias a su rebeldía y a su inspiración “infantil”.

Sus primeras pinturas no reflejaban en lo absoluto su personalidad. En la izquierda: «Mujer leyendo» de 1894 (su primera novia, Camille). En la derecha: «Naturaleza muerta» de 1895.
El niño que no conocía los colores
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Pese a que el pueblo parecía funcionar sin inconvenientes, Henri Matisse jamás se sintió a gusto. La depresión y la ansiedad comenzaron a atacarlo muy joven. Su padre, en búsqueda de sacarle utilidad, lo impulsó a estudiar leyes. Una vez graduado de abogado, trabajó para un despacho del pueblo, pero lo odiaba. Se dormía en el escritorio y estaba cada vez más irritable. Detestaba su carrera tanto como detestaba su vida en el pueblo.
Miserable por completo, sucumbió ante una apendicitis. Fue operado de emergencia y se volvió todavía más depresivo y vulnerable. Su madre, al verlo en tan terrible estado, decidió regalarle un kit de pinturas, pequeño y amateur. Sin saberlo, le cambió la vida por completo en ese instante.
Una cajita de pinturas lo salvó de su dolor

«Estudio debajo del alero» por Henri Matisse en 1903. Encontró en el arte el refugio que había buscado toda la vida.
Para Henri Matisse aquel encuentro fue tan trascendental, que lo recordó toda su vida: “Desde el momento que sostuve la caja de colores en mis manos, sabía que esta era mi vida. Me lancé a ello como una bestia se avalancha sobre la cosa que ama”.
Como buen genio creativo, comenzó a adoptar los pinceles como una extensión de su cuerpo. El arte lo ayudó a sanar y a descubrirse. Se mudó a París en búsqueda de profesionalizar su nuevo talento.
Venía de un mundo tan minúsculo y cerrado, que la gran ciudad resultaba un paraíso. Aplicó para estudiar en la École des Beaux-Arts de Francia, la academia más importante del país. Para lograrlo, debía hacer un programa de preparación. Lo hizo de la mano de William-Adolphe Bouguereau, pero no se sintió a gusto y falló la prueba de admisión.
¿Cuál fue el problema? Matisse recurrió al arte como un mecanismo de liberación. Necesitaba soltar los nudos de represión que había tenido en su pasado. La misión de la academia era enseñar a copiar a los grandes y producir artistas con técnica perfecta, que siguieran el academicismo. Esto significaba muchas reglas, patrones y muy poca libertad.
Pero en la misma escuela, encontró un mentor que le dio la fortaleza que necesitaba: Gustave Moreau. Él lo enseñó a pintar desde la emoción, buscando darle personalidad a cada cuadro. No eran solo reproducciones, eran suyas, eran de Henri Matisse.
Con la confianza en su método artístico y gozando de cierta libertad se estableció en París y su carrera de pintor comenzó. Aunque había encontrado estabilidad copiando a maestros y siguiendo ciertos patrones, se sentía reprimido. Necesitaba más que un libro de reglas.
Para el momento, los impresionistas comenzaron a llenar las galerías con sus colores extraños y sus pinturas provocadoras. Enfocándose en la luz, lo efímero y netamente, la impresión, este movimiento novedoso, rebelde y completamente anti-academicista, lo inspiró. Por primera vez vio la oportunidad de crear un mundo nuevo, alejado de las reglas y enteramente enfocado en las emociones.
Abandonó las exigencias de la Academia y comenzó a buscar un estilo que se pareciera más a lo que sentía. Se inspiró en Pizarro y Cézanne, Van Gogh y Gauguin, y esto le dio las bases para un cambio trascendental que vendría muy pronto.

«Atardecer en Corsica» por Henri Matisse en 1898. Sus colores eran extraños, sus pinceladas bruscas y su estilo inimaginable. Jamás había pintado algo así.
Una luna de miel que lo llenó de luz
Mientras experimentaba con sus pinceles, Henri Matisse tuvo una aventura amorosa con una de sus modelos: Camille. Sin haberse casado y siendo una relación tabú ante el ojo público, tuvo una niña llamada Margarita. Él no podía manejar el estrés de mantener una familia, mientras buscaba estabilidad en su carrera. Camille terminó abandonándolo y se marchó junto a su hija.
Tiempo después, conoció a Amélie Parayre, una joven de familia muy bien posicionada que le ofrecería todo lo que podría ser necesario en una vida. Se casaron y disfrutaron de una hermosa luna de miel en Ajaccio, Corsica, una isla francesa preciosa. El tiempo que pasaron juntos además de hacerlos crecer como pareja, transformó a Matisse en un nuevo pintor.
Con el delicioso sonido del océano, los atardeceres en la playa y la luz entrando siempre por su ventana, el pintor conoció por primera vez el color. Sus cuadros se volvieron estallidos de color brillante que además de ser un experimento, eran retratos explosivos de su alma, que se encontraba en éxtasis.
Fue la exposición a la belleza y el amor constante, lo que le abrió los ojos a un nuevo mundo que no conocía: la felicidad. Era feliz por primera vez. Se regocijaba en el color de su entorno y habían quedado atrás los días grises del pueblo en el que nació. Quería llenar sus lienzos de la misma explosión de color, transmitirles a los demás lo que sentía.
Amélie lo apoyaba incondicionalmente. Lo impulsaba a pintar desde su corazón y fue para él una bendición enorme. Sus nuevos cuadros coloridos causaron terror en muchos de sus colegas y no fueron bien aceptados por la sociedad parisina. Él se encontraba extasiado por su nueva visión del mundo y no pensaba cambiar. La fuerza para seguir su nuevo instinto se la dio su esposa.
Corsica representó para él un mundo nuevo, le dio su propia visión. Comenzó a forjar una identidad que no tenía nada que ver con sus maestros, ni con sus colegas, por fin era Henri Matisse. Había abierto los ojos y sus pinceles tenían vida propia. Pero no todo fue sencillo, cuando regresó a París, nadie parecía entender sus lienzos y lo consideraban locos y hasta obscenos.
Fue un camino muy complejo, estuvieron al borde de la ruina. Los desafíos económicos frenaban cualquier impulso creativo y por meses Matisse vivió una profunda depresión. Cada vez que se sentía miserable, buscaba huir al sur de Francia, en búsqueda de la luz y el color que vivió en su luna de miel.
Un enfoque infantil cambió su visión del mundo

«Mujer con el sombrero» por Henri Matisse en 1905. Es un retrato de su esposa Amélie y uno de los cuadros más controversiales de toda su historia.
Para 1905, Henri Matisse decidió aventurarse en una nueva vida con su familia. Se mudaron a Colliure, un pequeño pueblo pesquero lleno de océano y libertad. Estaba tan alejado de las presiones de París y el academicismo, que por primera vez sintió que era libre de pintar. El calor del sur lo llenaba de vida, pero la inspiración llegó de la mano de sus hijos.
Con Amélie tenía dos pequeños: Jean y Pierre que rondaban los 4 años. En búsqueda de una familia completa, ella había decidido adoptar a la pequeña “bastarda” que tenía con Camille y juntos crearon un ambiente lleno de amor y apoyo para Matisse. Los niños disfrutaban de jugar con las pinturas de su padre y fue en la inocencia de sus juegos que el pintor se encontró a sí mismo.
Escuchar a un niño explicar sus creaciones es darse cuenta de que el mundo no tiene una sola forma. Henri Matisse, estaba cansado de las imposiciones artísticas de sus maestros y colegas, no sentía que lo que hacía representaba lo que sentía y en un arranque de valentía, decidió aplicar a sus lienzos la misma libertad que utilizaban sus hijos.
Cuando los niños se enfrentan a colores y pinturas, no hay reglas ni parámetros. Las formas dejan de ser importantes. Los dibujos que resultan abstractos para el ojo adulto, acostumbrado a formas nítidas, están para ellos, llenos de significado (La boa dentro del elefante, es un gran ejemplo).
Extasiado por sus nuevos descubrimientos, invitó a un colega, André Derain, para darle forma a un estilo provocador y explosivo inspirado por sus hijos. Juntos hicieron grandes producciones que cambiarían completamente su vida.

A la izquierda «Niña leyendo» en 1905. En la derecha «Autorretrato» en 1905. Ambos por Henri Matisse.
El nacimiento de la bestia: Fauvinismo
Henri Matisse y André Derain, estaban sobrepasando los límites de lo conocido. Ni el impresionismo había llegado tan lejos. Decidieron llevar sus trabajos a una exposición de París y el resultado fue el esperado: caos absoluto.
Una sociedad acostumbrada a la fineza del trazo academicista y enamorada de los clásicos, se enfrentó a unos cuadros llenos de colores extravagantes y espontáneos. Fue terrible, hubo burlas, caos e incluso peleas alrededor de su pintura. El famoso crítico de arte Louis Vauxcelles calificó su proceso de expresión como hecho por “les fauves”, que traduce del francés las bestias.
En ese momento, nació el fauvinismo, el movimiento que le dio a Matisse toda la libertad que necesitaba. Como llegó huyéndole a las reglas, no tenían un manual de cómo ser fauvista. Todos los trabajos se caracterizaban por un uso exagerado, espontáneo y vibrante del color.
Todos sus cuadros estaban completamente alejados de la realidad, porque Matisse no quería pintar realidad: “No puedo copiar la naturaleza de forma servil, estoy forzado a reinterpretar la naturaleza y rendirme ante el espíritu de la pintura”, dijo en una oportunidad.
¿Por qué la reacción fue tan adversa? Todo lo que se saliera de los moldes del academicismo era considerado atroz, porque nadie se había atrevido a hacer algo diferente. Quien lo hiciera, se le consideraba fuera de sí, loco e irrespetuoso.

«La danza» por Henri Matisse en 1909. Es una de sus pinturas más famosas y también, una de las más escandalosas por la forma de los cuerpos. Picasso la utilizó de inspiración para muchas de sus creaciones.
El color lo curó y lo transformó en un ícono del modernismo
Después de su primera exhibición en París con su nuevo estilo descubierto, comenzó a ser cada vez más intenso. No dejó que las críticas apaciguaran sus colores vibrantes y extravagantes. “La función principal del color debería ser servirle a la expresión tan bien como sea posible. Yo uso mis colores sin un plan preconcebido”, escribió en sus memorias.
Sus exhibiciones pasaron de ser problemáticas, a convertirse en mediáticas. Cada vez más espectadores querían ver lo que se traía entre manos el pintor “bestia”. Sus colores provocativos y espontáneos comenzaron a calar entre el público y a inspirar a lejanos –pero prometedores– nuevos artistas como Pablo Picasso.
Su fama le dio cierta libertad económica y viajó por toda Europa en búsqueda de inspiración. Conoció grandes artistas y trabajó de la mano de increíbles coleccionistas que admiraban su trabajo. Siguió siendo artista hasta el último día de su vida y jamás siguió ni una sola regla.
El trabajo de Matisse refleja que los grandes genios hacen sus propias reglas. Su producción artística sale de todos los patrones conocidos y es por eso que hoy lo conocemos como un grande.
Cuando nos enfrentemos a una de sus obras, pensemos en la gracia de la libertad de la niñez y en la osadía de un adulto que se enfrentó al mundo entero por defender sus colores.
Si quieres ver sus obras, hay un museo en Niza (Francia) en su honor y también, el Museum of Modern Art de Nueva York tiene una gran colección de sus pinturas.
¡Gracias Matisse!
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Periodista Cultural.
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