Algo que no me gusta de haber nacido en 1991 es que fui víctima de una estafa de la que todos mis congéneres también fueron víctimas, un timo que nos afectará más que a las generaciones X y Z. Hablo del Estado del Bienestar, ese mamotreto institucional que nos cuesta a los millenials (los que más aportamos para su manutención) cientos de miles de millones de dólares al año; carísimo en comparación con los ínfimos beneficios que brinda.
Los millenials fuimos criados bajo premisas que antes (mediados-finales de los ochenta y principios de los noventa) podían tener sentido, como que sacar una carrera universitaria era el único medio para «ser alguien en la vida»; se usaba esa frase, de hecho, con el objetivo de hacernos ver que sólo los universitarios vivirían dignamente y recibirían pensiones con las que pasar una vejez independiente. Pero hace bastante rato que algo así dejó de ser la norma y, por eso, hoy vemos cosas tan interesantes como chicos que pueden vivir bien de vender nudes por internet, o incluso adolescentes o niños que con un post patrocinado de Instagram ganan muchísimo más de lo que gana un cardiólogo al año.
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La cosa ha cambiado porque los mercados son impredecibles; es imposible saber lo que van a premiar o penalizar en el futuro, y aparte se han congestionado en muchas áreas causando que miles de estudiosos poco visionarios tengan aportes insignificantes o nulos a la economía. El mercado funciona en base a los deseos y necesidades, o sea, si nadie demanda sociólogos o filósofos estos no tendrán trabajo incluso si les fuese demasiado exigente prepararse en sus oficios; la dificultad de una carrera no asegura ni trabajo y mucho menos un salario alto.
Un ejemplo perfecto de esta realidad son los marketers o generadores de contenido, quienes escribimos para páginas web o redes sociales. Escribir un artículo no es necesariamente una tarea fácil; sin embargo, existen métodos que estandarizan la producción. Por otra parte, los recursos que se destinan para escribir son mínimos, prácticamente no hay costes asociados y eso hace que la oferta de escritores sea insondable. Cuando contrapesamos dicha oferta con la cantidad de lectores, entendemos por qué sólo unos cuantos afortunados pueden vivir de esto.
Y asimismo pasa con carreras que perdieron su deseabilidad, cosas que la gente de mi generación estudió prácticamente obligada para seguir el modelo de vida boomer ya caduco. ¿Cuántos comunicadores sociales, ingenieros informáticos, administradores de recursos humanos y economistas no hemos visto trabajando en call centers o vendiendo cosas por MercadoLibre para sobrevivir? Demasiados. Seamos sinceros, ¿es realmente necesario pasar cinco años en una universidad, pagando costosas matrículas, para dedicarse a escribir noticias en medios digitales o programar páginas web? Obvio que no.
La vida de los millenials ha empezado ahora, en la media de los treinta años de edad, porque es ahora que realidades como éstas son más visibles. Aprendimos a los coñazos que el hecho de poder trabajar en el mundo actual es un privilegio y que la inventiva y la proactividad quizás sean más importantes que pasar ocho horas en una oficina con el culo pegado al asiento.
Salud, educación, pensiones y demás estafas…
Recuerdo que en los noventa las aspiraciones de mis padres, que entonces tenían cuarenta años, se resumían a esperar la jubilación para comprar una casa y un carro. La idea se hizo añicos a mediados de los 2000, y más en la Venezuela socialista, porque los finiquitos que ahora daban las empresas no alcanzaban para lo mismo que antes; la inflación que el Estado generó fue brutal e indiscriminada. Pongo un ejemplo real: cuando mi padre recibió el pago de sus prestaciones sociales (dos años después de jubilarse), el dinero sólo alcanzó para pagar una sesión de quimioterapia en la clínica donde tratábamos su cáncer terminal.
Éste y otros ejemplos demuestran que las promesas de bienestar social que los Estado hicieron en el pasado son ahora incumplibles, y tiene que ver más con la naturaleza del sistema que con el dinero que nos sacan para pagarlas.
Empecemos por la salud pública, un timo inhumano que aún está en boca de todos como el culmen del buenismo político. Se considera bueno que el Estado nos quite dinero para pagar hospitales públicos, pero hay un problema: excluir al mercado de la industria sanitaria provoca que dichos hospitales sean lugares a donde la gente va a morir y que sean lujos aquellas clínicas donde uno sí podría curarse.
Los servicios del Estado son coactivos y, por tanto, no consideran las necesidades o preferencias de los consumidores; aparte, promueven el conformismo y el burocratismo, que los degradan al punto de la total ineficacia. Por eso todo aquel que puede pagarse un servicio de salud privada o mutual lo hace sin pensarlo; nadie quiere ir a un hospital público a sabiendas de que puede salir de allí peor de lo que llegó.
Los hospitales públicos son lugares nefastos, sucios, llenos de bacterias mortíferas y sin equipos necesarios para tratar todas las dolencias. Además, es triste ver cómo los pobres sufren horas de insoportable dolor en salas de espera desbordadas para que al final sólo les den analgésicos (que pueden comprarse sin prescripción médica) y les digan: «debes ver a un especialista; hay cita para dentro de cinco meses». ¿Cómo podemos llamar bienestar a semejante cosa?
Vamos ahora al sistema de pensiones de reparto, constituido como un esquema ponzi donde los nuevos agentes proporcionan el capital que paga los beneficios de los antiguos. Si ya han leído sobre esquemas ponzi o estafas piramidales (si no, les recomiendo mi artículo en The Wynwood Times al respecto), sabrán que llega un punto donde la cantidad de personas que debe ingresar a la estructura para que ésta se mantenga estable es superior al total de la raza humana, y es justo eso lo que lo convierte en una estafa, el hecho de que inevitablemente la mayoría de los socios perderá dinero.
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Para pagar una pensión equivalente a un sueldo mínimo se necesita que, por cada pensionista, haya al menos cinco personas cotizando. Capaz fue así cuando se ideó el sistema en la Alemania de mediados-finales del siglo XIX; entonces la esperanza de vida era menor a los sesenta años y, por tanto, la cantidad efectiva de personas que cobraban pensiones era pequeña. Ahora, sin embargo, más personas (por suerte) llegan a los sesenta años y viven mucho más de esa edad, eso sin contar que los jóvenes son cada vez menos, que la pirámide poblacional se está invirtiendo dramáticamente en casi todo el mundo.
Las proyecciones más optimistas calculan una proporción actual de dos pensionistas por cada cotizante. ¿La consecuencia? Los Estados, que ya no pueden expoliar más de lo que expolian, acarrean deudas incalculables que en su mayoría se destinan al pago de las pensiones (algunos Estados llegan a gastar hasta la mitad de sus partidas en esto), pasivos que se cargarán a los hombros de nuestros hijos y nietos.
¿Ven ahora el problema? Cuando nos llega el recibo de sueldo y vemos los descuentos de ley, entramos en una crisis existencial que nos hace desear eludirlos. Si ya nos parece mucho lo que nos quita el Estado y aun así no alcanza para financiar una pequeña parte del gasto en pensiones, ¿por qué aún no son mainstream las peticiones de derogación o metamorfosis del sistema?
Por otra parte está la educación pública, que aparentemente garantiza formación gratuita para todos, y no es más que una estructura de adoctrinamiento sistemático donde la poca flexibilidad y autonomía dentro de las aulas hace que los egresados tengan conocimientos de poco valor para la sociedad. Dicho entramado no promueve una mentalidad proactiva y emprendedora, sino que busca que sus titulados deseen trabajar lo menos posible por un sueldo mensual, un fin de semana libre a la semana y vacaciones pagadas.
Lejos de objetivos humanísticos y solidarios, la educación pública tiene la premisa de crear seres dependientes, esclavos de un Estado soberano incapaces de cuestionar hechos históricos, ideologías o a determinados personajes. En las escuelas públicas nacen las mentalidades guerreristas, no se aprende sobre las luces y sombras de los héroes, y tampoco sobre las circunstancias de sus víctimas o enemigos. Tampoco se imparte una educación financiera que enseñe a los individuos a gestionar sus ingresos o a reinvertirlos de manera productiva para acumular capital. Su propósito es esencialmente la destrucción de la capacidad crítica en favor de la distopía de uniformidad del pensamiento.
Una de las cuestiones que más ha desmentido el supuesto papel que debe tener el Estado en la educación son los emprendimientos on-line en el rubro. Udemy, Platzi, Canvas y plataformas similares, han ideado modelos de negocio más eficientes para quienes buscan una formación productiva en diferentes áreas, y es que cuando se trata de prepararse para el mercado laboral la mejor opción es la que va al punto y prioriza prácticas y experiencias. También está YouTube, hogar de creadores de contenido que ofrecen educación de calidad a cambio de aportaciones voluntarias en sus cuentas de Patreon. Todo se resume al internet; éste nos abre las puertas de un conocimiento infinito y descentralizado contra el que los Estados no pueden competir.
El futuro será libre, dios mediante
Hasta no hace mucho, la gente consideraba al Estado del bienestar como el ideal último. Se utilizaba el ejemplo de los países nórdicos para la promoción de esta idea y, por tanto, del intervencionismo político. Recuerdo haber visto materias en la universidad diseñadas para alabar a países como Noruega o Suecia y a sus enormes Estados. Pero eso empezó a cambiar cuando los apasionados creyentes de la política pública fueron a esos países a vivir (sobre todo después de la Gran Recesión del año 2008) y a darse cuenta de sus realidades.
Lo primero que NO encontraron fueron países socialistas como esencialmente se describe en la teoría de Marx; todo lo contrario, eran sitios bastante capitalistas, con actividad comercial vertiginosa y libertad económica en ámbitos impensables, como el de las regulaciones a las empresas. Aparte tienen circunstancias únicas que no son replicables en el resto del mundo, una cultura en torno a la excelencia y un pacifismo envidiable, y es que a diferencia de otros, para quienes la tradición guerrerista de sus naciones se atesora demasiado, los escandinavos se vanaglorian de ser neutrales y de haber resuelto importantes conflictos a través del diálogo.
Otra cosa que notaron es que los sistemas fiscales nórdicos son curiosos por su regresividad, o sea, la acumulación de riqueza no supone el pago de mayor proporción de tributos sino al contrario, estabilidad en el porcentaje de impuestos a pagar. Por poner un ejemplo, un ciudadano sueco que gane alrededor de cincuenta mil euros al año pagaría un tipo medio del treinta y dos por ciento en Impuesto Sobre la Renta, mientras que un español que gane esa misma cantidad pagaría un treinta y siete por ciento.
Suena chocante en nuestro mundo actual donde la consigna fiscal más laureada es: «que paguen los ricos»; sin embargo, allá en el norte parecen claros de que son los ricos los que justamente generan ese empleo productivo que ha hecho prosperar a sus territorios, y es por eso no los castigan tanto. Sin mencionar que, si bien los Estados nórdicos son enormes, lo son sólo por su expolio, no por su burocracia, la justa y necesaria para cumplir eficientemente las labores y que no haya tantos incentivos para corromperse.
Es lógico pensar que esos países, al haberse enriquecido tanto gracias al capitalismo, se pueden dar el lujo de confiscar y repartir más riqueza que otros (no se puede repartir lo que no se ha creado previamente). Sin embargo, el laureado Estado del bienestar nórdico enfrenta los mismos jaques históricos que caracterizan al modelo y que lo conducen a su moderación: el impecable reino de Noruega, por ejemplo, sufrió la enfermedad holandesa después de su boom petrolero de los años setenta, y después de varios altos y bajos, su último devenir fue una crisis presupuestaria a principio de los noventa que se dio en el marco de otras crisis internacionales, como la crisis sueca, que halló a ese país en un momento infame de su presión fiscal, casi setenta por ciento sobre el PIB.
Después de esto, las autoridades en los países nórdicos se percataron de que no podían tener niveles de gasto público alocados y se decantaron por reformas liberales que dieran paso al mercado y a la diversificación de la actividad productiva. Fueron dichas reformas las responsables de los envidiables países que conocemos hoy. Sin duda no hablaríamos de Finlandia ahora si no fuera por su apuesta en favor del comercio internacional, y menos de Dinamarca si no fuera por la flexibilidad de su mercado laboral, que mantiene sus tasas de desempleo en torno al tres por ciento.
Lo que está pasando ahora en Europa en cuanto al cuestionamiento de sus Estados del bienestar tiene mucho que ver con el cambio en la dinámica de los países nórdicos, que parecen preferir (muy poco a poco, eso sí) modelos con menor participación del poder en la vida pública, más explícitamente en Suecia. Por otra parte, el que Noruega haya tenido que avanzar hacia un peligroso sesenta por ciento de su deuda sobre el PIB para poder financiar su gasto social evidencia que ni siquiera los ricos se pueden dar el lujo de redistribuir riqueza de la forma indiscriminada en que quieren los socialistas, cuyos exponentes más radicales hablan de quitarle a los ricos el setenta por ciento de sus rentas. Tamaña locura, ¿no?
Resistencia al expolio
Para los hispanohablantes, el referente principal de este cambio de mentalidad es VOX, el partido político español de mayor crecimiento en los últimos años. Pero partidos como éste han surgido por todos lados, dándole a la política internacional un matiz de conflicto que llevaba tiempo sin tener. Si bien tales organizaciones no cuestionan las estructuras fundamentales del poder (como sí lo hacemos los libertarios), se atreven a opinar contra cuestiones que en su momento fueron consensos irrompibles. En cuanto a VOX quizás sean más notorios sus ataques al sistema educativo de España y sus propuestas para transitar hacia un modelo más descentralizado donde los padres tengan mayor poder sobre los contenidos que sus hijos aprenden.
También está el fervor libertario argentino que ha dado referentes como Javier Milei y otros tantos que buscan conquistar altos cargos de la administración pública para dinamitarla desde adentro. De hecho, podemos considerar a Argentina como el epicentro libertario de Hispanoamérica, aun incluso estando gobernada por lo peor que la progresía criolla tiene para ofrecer.
Ahora que hay más difusión de estas ideas y disponibilidad de éstas en medios donde todo el mundo accede, las aspiraciones de la juventud están cambiando: los jóvenes quieren tener vidas útiles más largas, quizás trabajar hasta el día antes de morir o ahorrar efectivamente para no estorbar cuando envejezcan, una meta chocante para el pensamiento progre dominante que no termina de comprender que nuestros países están quebrados por el afán de mantenernos sin trabajar por veinte o treinta años. Aparte, lo meritorio de esto es que resulta de una imposición de nuestra naturaleza creativa y emprendedora sobre las pretensiones artificiales de las castas políticas.
La prosperidad inusitada de estos tiempos ha supuesto que debamos trabajar más para poder disfrutar más; nos ha vuelto más individualistas y ambiciosos que generaciones anteriores. Los millenials y sus sucesores generacionales tenemos más sueños y somos más hedonistas, por eso tendremos hijos muy tarde o nunca los tendremos; estamos conscientes, además, de que nuestra vejez será distinta, muchos no tendremos a nadie que nos mantenga y tampoco tendremos pensiones públicas.
No por casualidad se han puesto de moda los estilos de vida saludables, en torno al ejercicio y las buenas dietas; todos queremos envejecer con la menor cantidad de achaques posibles, queremos escapar de esa inutilidad e inacción que caracteriza nuestros padres y abuelos, que tienen la suerte de que, a duras penas, aún los podemos mantener. Y es de suponer que esta realidad, que para muchos es incluso un ensueño, nos convertirá en personas con mayor consciencia de libertad e independencia, críticos de esos grandes proyectos de ingeniería social que pretenden sistematizar nuestras vidas.
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Escritor y periodista
Columnista en The Wynwood Times:
El escribiente amarillo