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¿Alguna vez habrá escuchado o leído sobre la existencia de cursos para hacer fotografía con el celular?, ¿o los certificados profesionales para auxiliares de biblioteca, limpieza de oficinas, de carretillero u otros oficios extremadamente básicos? Sin contar con la extensa oferta académica a nivel universitario de pregrado, maestría y doctorado; incluyendo a una titulación existente desde hace algunos años denominada post doctorado. ¿Seremos sorprendidos en el futuro cercano con una titulación superior al post doctor?

El deseo de superación es un derecho y este deseo se ha convertido sin escrúpulo alguno en un negocio muy lucrativo. Una cantidad significativa de titulaciones académicas son inútiles –lo digo con crudeza– y no me atreveré ni siquiera a mencionarlas para no caer en la ofensa. Casi todos somos, inconscientemente, cómplices de esta realidad. La titulación universitaria ha sido interpretada, en muchos casos, como un salvoconducto que garantizará una vida exitosa en el mundo laboral y social porque seremos “alguien” con el papel bajo el brazo y, obviamente, con el aval oficial para que surta validez y efectos como por arte de magia.

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Muchas de las ofertas laborales, gerenciales o de asistentes, requieren solamente el dominio de la Regla de Tres, cálculo de porcentajes, operaciones aritméticas básicas, saber leer y escribir, un poco de sentido común, cortesía, en síntesis, conocimientos a nivel de primaria, sin contar con la paciencia, resistencia, y experiencia, cualidades que se van adquiriendo a lo largo de la vida. ¿Qué sentido tiene la exigencia de un título universitario y, en ocasiones, con postgrado para estos casos?

En cargos de mayor responsabilidad, en casi todas las empresas y entes públicos solicitan, además del título universitario, algún doctorado cuando en realidad las capacidades requeridas son las ya mencionadas, agregando: cálculos básicos de trigonometría, álgebra de bachillerato, elaboración e interpretación de gráficos, fundamentos básicos de estadística (en algunos casos), es decir conocimientos que se adquieren en la secundaria.

Todo esto nos hace pensar que el individuo con deseos de superación se somete a un poco más de veinte años de su vida estudiando para terminar ejerciendo a lo sumo el título de bachiller dentro de una oficina, generalmente sin ventanas, donde el dueño de la empresa solo tiene, si acaso, el sexto grado de primaria. Es una triste realidad, y más aún cuando tomamos conciencia de que estamos de paso en este mundo.

En una ocasión un alto directivo, con titulación universitaria y postgrado, de una importante empresa me preguntó cómo podía hacer él para transformar el volumen de una cava de un camión a metros cuadrados, en otros términos ¿cómo convertir un volumen en una superficie?, no aguanté y le di la única respuesta posible en la realidad: “pasándole una aplanadora al camión”, se podrán imaginar lo que me ocurrió en los meses siguientes.

He conocido a un batallón de abogados que no saben redactar ni conocen las normas de ortografía, profesionales de administración con postgrados que no saben aplicar una Regla de Tres, ingenieros que se enredan la vida para solucionar un problema sencillo, arquitectos ejerciendo cualquier otro oficio menos su carrera, e individuos de otras profesiones universitarias que, omito mencionar, que ni saben en dónde están parados, profesionales arribistas en altos cargos gerenciales. No obstante, debo hacer énfasis que también he conocido individuos excepcionalmente brillantes y honrados.

¿Será que en la primaria ya no se enseñan las cuestiones básicas?, ¿o que el bachillerato ha sustituido a la primaria?, ¿o que la educación superior escasamente da la talla para satisfacer la oferta de puestos elementales, pero con nombres de jefaturas?

La frustración social es inmensa: graduados que no encuentran asidero en la vida, que no satisfacen la oferta laboral.

Como la obtención de un título universitario requiere de tiempo, dinero, y además tiene sus consecuencias, los jóvenes deberían preguntarse: ¿será útil la titulación que se obtendrá al estudiar determinada carrera?, ¿o simplemente será para presumir que se tiene una jerarquía?, ¿o es porque en esa área existe o habrá una gran demanda de puestos de trabajo?, ¿realmente se ejercerá esa carrera?, ¿o será mejor aprender y hacerse un verdadero maestro en un oficio técnico? Y, por último, la pregunta más importante, la que aniquila a todas las anteriores: ¿qué es lo que verdaderamente te apasiona? Si lo sabes o lo encuentras, enfócate y ve a por ello con honradez y, sobre todo: ¡ejércelo! La única garantía es que siempre será difícil, nunca serás un mediocre, y lo disfrutarás.

 

Otro factor: el desconocimiento

 

Muchos jóvenes ignoran que aun cuando las carreras universitarias tienen una misma jerarquía en la academia, a nivel empresarial se les da un valor distinto: es común ver como director o gerente general a un ingeniero y no a un licenciado en negocios. En este sentido, la universidad como institución se contradice. Para visualizarlo basta un simple ejemplo: un ingeniero, de la rama que sea, tiene la capacidad de apuntarse, con la alta probabilidad de ser admitido, en un postgrado en finanzas o marketing, publicidad, incluso genética; sin embargo, un licenciado en negocios o un contador muy probablemente no sería admitido en un postgrado en ingeniería.

El negocio seguirá atrapando incautos desde los cursos de aprender a hablar inglés mientras se duerme, carreras universitarias con nombres atractivos, certificados de oficios híper básicos, etcétera: todos son productos de la industria de la educación, donde el Estado es partícipe, la sociedad cómplice, y que, por su ingenuidad, percibe al grado académico como la adquisición de una jerarquía social como si estuviéramos en la edad media.

En España, por ejemplo, se está hablando de certificar a los repartidores de encomiendas, visto de otro modo, se está diseñando un curso para que una persona pueda ejercer ese oficio, de una forma más clara, se están inventando un nuevo peaje que irá a parar a un instituto y, aparte, impuestos y tasas para el Estado, cuando lo único que se necesita es el permiso de conducir, sentido común y ganas de trabajar. Casos como este de certificaciones profesionales de oficios extremadamente elementales abundan en España. El papel de la educación es capacitar al individuo para ser útil a la sociedad, sin embargo, se ha tergiversado el enfoque del sistema, respondiendo solo a intereses de unas minorías, creando limitantes a través de excesivas certificaciones y generando desempleo.

El mundo empresarial e institucional se mueve rápidamente cada día surgen puestos de trabajo con nombres inusitados que no corresponden a ninguna carrera sino más bien al uso del sentido común. La inmensa mayoría de las tareas se aprenden “ejerciéndolas” dentro de la organización a través de un buen superior.

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Manuel Planchart Arismendi
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Escritor, fotógrafo y publicista. Colaborador articulista en The Wynwood Times