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Para la humanidad, la noción sobre su propia fragilidad jamás ha sido un dilema sencillo y mucho menos comprensible. Y quizás por eso, el dilema del mal siempre haya sido una discusión sin respuesta. Una alegoría a ciertos silencios interiores y privados imposibles de definir. Hannah Arendt se tomó muy en serio esa brecha existencialista y dedicó su vida a su análisis, a su búsqueda y sobre todo, a comprender su peso sobre el pensamiento occidental. Todo desde la inquietud del dolor, el desarraigo y una visión sobre la soledad, convertida en motivo de teoría y expiación.
De Arendt, se dice que no sonreía con frecuencia o al menos no en público. Según sus contemporáneos, era una mujer severa aunque no fría ni tampoco distante. Solo que, quizás Hannah no encontró motivos para expresar su alegría de manera espontánea y pública. Una idea inquietante, siendo que la escritora observó su época con una precisión y dureza que aún hoy desconcierta. Y es que Arendt, que pidió a Heidegger que le «enseñara a pensar» —lo que dio origen a una larga relación intelectual y amorosa entre ambos— es probablemente el símbolo más célebre de esa visión de la guerra desde el humanismo, ese análisis certero de lo que motiva al hombre a enfrentarse al hombre y más allá, esa visión última que le hace comprenderse a sí mismo desde la futilidad.
Fue justamente esa necesidad por «pensar y entender» lo que la llevó a buscar las raíces del mal en esa interpretación del dolor y la angustia, como lo fueron los procesos contra los principales líderes del nazismo. Enviada por The New Yorker para cubrir el juicio de Adolf Eichmann, Arendt tuvo la oportunidad irrepetible de analizar el mal desde una postura filosófica, sustentada en medio de los largos días de diatribas verbales en un evento legal que pareció confirmar, línea a línea, su visión sobre la maldad y la razón. La escritora, asombrada y quizás desconcertada por la superficialidad de los alegatos de Eichmann, encontró que antes que la imagen monstruosa y demoníaca del nazismo, Eichmann era un símbolo de la sin razón, de la confusión de argumentos, y una difusa línea de deber moral que convertía al mal —esa atroz crueldad demostrada por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial— en algo mucho más correoso, ambiguo y, sin duda, insustancial. Abrumada por la evidencia, Arendt confirió al criminal —que durante horas insistió desde el estrado que todos los actos de violencia que cometió fueron debido a su obediencia ciega al líder— la encarnación de la «ausencia de pensamiento». En otras palabras, desmintió de hecho y con una irrefutable evidencia que el mal radical de Kant había dado paso a una especie de maldad insustancial, flotando en medio de una absurda visión del hombre —su circunstancia— y algo quizás más simple: la escasa conciencia de su propio poder. De manera que Arendt denominó a esa raíz sin sentido, frágil y sin verdadero asidero, la «banalidad del mal».

Porque para Arendt, las razones y criterios del ser humano son tan superficiales como frágiles. Una visión que le acarreó no sólo críticas sino también enfrentamientos con las mentes más preclaras de su época. Los artículos en Eichmann en Jerusalén: informe sobre la banalidad del mal, publicados en 1962 en la revista The New Yorker, provocaron una considerable sorpresa y malestar: no solo acusaba a los consejos judíos de colaboración con los nazis sino que asumía que esa complicidad subterránea e invisible era parte de la inevitable naturaleza humana, que con tanta frecuencia confunde el bien y el mal en una lucha sin sentido y sin ninguna profundidad intelectual.
Y es que la escritora, desde su elocuente decisión de mirar el mundo como una serie de factores fútiles que se entremezclan por azar, construyó una visión del mundo casi dolorosa: esa sencillez de un mundo donde la moral es una convención social, y la justicia un mero accidente político. El escándalo alcanzó tales proporciones que algunos extremistas en Israel y en EE. UU. llegaron a pedir su muerte. Para Arendt, esa condena rápida, irracional y sobre todo automática de su opinión pareció demostrar su hipótesis. «La tristeza del bien sin argumento y el mal por reacción» llegó a decir, lúcida y calma, en medio del violento debate que causó.
No obstante, sus artículos no solo despertaron rechazo sino también la admiración en algunos libres pensadores de la década (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemán Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), quizás por el hecho de que Arendt demostró casi con facilidad que el mal —esa visión esencial del hombre escindido en dos visiones contrapuestas de quienes somos y a lo que aspiramos— es solo una interpretación social y cultural casi casual. Por supuesto que, una conclusión tan dura en un momento tan sensible levantó una previsible animadversión e ira. La escritora fue acusada de «apoyar la maldad al considerarla superficial» y de restar importancia «al sufrimiento de sus congéneres desde una postura cómoda y altiva», como si su interpretación del mal de algún modo pudiera atenuar la gravedad de los crímenes y la crueldad que el mundo había sufrido durante el reciente conflicto bélico. O tal vez se trató, sin duda, de que Arendt supo construir una razón inquietante para ese delirio de masas que sustituyó la razón y mantuvo en el poder a una maquinaria ideológica basada en un líder carismático y en el totalitarismo más elemental: esa reacción inmediata, visceral del hombre ante la seducción de lo amoral. Esa simple aceptación de la disyuntiva de lo que consideramos «bueno» y más aún «éticamente aceptable». Por supuesto, quizás Arendt reabrió heridas aún muy recientes: el resentimiento contra sus análisis e incluso contra la misma escritora desató una tenaz persecución a sus ideas y una crítica constante a cualquiera de sus intentos por divulgarlas, organizada por varias asociaciones judías estadounidenses e israelíes.

Todo eso, a pesar de que Arendt era judía y lamentó, como cualquier otro miembro de su religión y raíz étnica, el genocidio ocurrido bajo el Tercer Reich. Pero quizás, lo que resultó doloroso de la interpretación de Arendt, fue ese concepto frugal del mal en estado puro, una visión casi casual de esa esquiva visión de lo que produce el sufrimiento y desata los peores instintos del hombre.
Probablemente su concepto de la «banalidad del mal» no brindaba consuelo, sino que provocó verdadera desesperación por su fragilidad, por su simpleza. Mientras que el fiscal en Jerusalén se esforzaba por retratar y mostrar a Eichmann como un monstruo parte de un régimen criminal y oprobioso, que odiaba a los judíos de forma patológica y que creó una maquinaria ideológica de aniquilación, Arendt creó una visión contradictoria: la de un hombre que asumió los principios nazis como suyos y actuó en consecuencia. Para horror de una buena cantidad de lectores, Arendt llamó a Eichmann «un hombre normal», un burócrata que no comprendía verdaderamente el alcance de las terribles decisiones que tomó desde el poder. Un hijo de su tiempo y de su época. Un hombre alemán que asimiló la idea general del nazismo de manera casi inevitable.
La repercusión fue inmediata: Arendt fue acusada de «traidora y antisemita». Se habló de que sus ideas intentaban «exculpar» a criminales de guerra con la simple conjetura del «cumplimiento del deber». Corrieron ríos de tinta no solo censurándole, sino también acusándola de todo tipo de crímenes de conciencia, incluso tan graves como los criminales nazis a cuyos juicios asistió. Pero la escritora no se amilanó: con esa sensata severidad suya, continuó con su análisis sobre el tiempo que le tocó vivir y apuntó su crítica hacia los líderes de algunas asociaciones judías. Investigó y recabó información que demostró que el número de víctimas durante el conflicto bélico habría sido consideradamente menor si los encargados de tales asociaciones hubiesen sido menos pusilánimes. Llevados por miedo y acosados por la posible represión en un régimen totalitario, entregaron a los nazis los nombres de sus congregaciones —que incluían además un detallado inventario de bienes de cada uno de sus miembros— y colaboraron así con la deportación masiva en varios países europeos. Pero Arendt fue incluso más allá: en un análisis elemental sobre jurisprudencia y legalidad en el plano internacional, la escritora llegó a cuestionar la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann. Una visión firme, objetiva, y sobre todo, profundamente meditada sobre las consecuencias de esa explosiva mezcla entre el terror, el miedo y el poder que parecían resumir los juicios a los líderes nazis.
Arendt después diría que actuó a conciencia, que cada una de sus palabras, investigaciones y conclusiones, fueron el resultado de largas investigaciones y diatribas filosóficas. Y sin embargo, lo que hizo a la escritora provocar una reacción inaudita en tiempos convulsos fue sin duda su rebeldía intelectual. Se negó a aceptar sin objeciones una serie de ideas que parecían reclamar la emoción en lugar de lo racional, que insistían en que la verdad debía ser una mezcla de obediencia y algo más confuso, que por su puesto, Arendt, con su impecable capacidad para el análisis, no pudo aceptar. Y es que en tiempos de profunda incertidumbre —aún el mundo parecía transformarse bajo el temor y el dolor de las consecuencias inmediatas de la guerra— Arendt no solo dejó claro que no existen absolutos, sino que incluso en lo que consideramos evidente e incontestable, no hay tampoco nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una «historiadora», Arendt se convirtió en «poeta».
Pensé en todo lo anterior mientras disfrutaba de la película Hannah Arendt de la directora alemana Margarethe von Trotta. El film, que ha despertado algún escándalo en círculos intelectuales de Nueva York y Europa, retrata a la escritora como una luchadora incansable de la verdad, una apasionada detractora de todo lo que se considera ideal firme, lo cual no parece ser necesariamente cierto. De hecho, la Arendt de Von Trotta tiene más de heroína esquemática que de libre pensadora, lo cual parece contradecir lo esencial del pensamiento de la escritora judía: su absoluta independencia a cualquier estereotipo.

La directora ha insistido en que no se trata de una propuesta documental, sino de una «película de ideas» como si el ligero matiz pudiera brindar cierta solidez a su visión. Lo cierto es que la película se interesa más en los juicios debido a los cuales Arendt escribió sus magníficos artículos que en la visión real de la autora. Con un efectismo rayano en lo innecesario, Von Trotta se enfoca únicamente en el caso Eichmann sirviéndose de escenas de su juicio en Jerusalén, extraídas de los archivos para crear un ambiente que parece sugerir que la postura de Arendt es consecuencia única de lo que vivió y sufrió durante los largos juicios en Jerusalén. No obstante, la película se aleja convenientemente de temas espinosos —lo que realmente brinda sustancia a la obra de Arendt— y se dedica a exaltar su memoria de manera casi utópica. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polémica, aunque en realidad nunca con tanta virulencia como cabría esperarse: y es que quizás a través de las décadas, Arendt, su figura inmensa e inapreciable dentro de la visión de la filosofía del siglo XX, ha ganado respeto y también cierto cariz de tragedia.

En la película Arendt sonríe. Lo hace con cierto cansancio: un gesto lento y casi amable que sugiere profundidades emocionales en el planteamiento de la mujer que creó toda una nueva visión del mal. Tal vez parezca un detalle mínimo y superficial, pero esa sonrisa sacude esa imagen suya que concibió a fuerza de luchar y enfrentarse en el terreno de las ideas. Y es quizás esa sonrisa sin sentido en una película que adolece de cierta ligereza sea la alegoría más evidente al legado de Arendt y cómo lo percibimos. Porque aún y a la distancia, la gran disyuntiva parece ser si Arendt comprendió el origen del mal o, simplemente, encontró una fisura en el concepto social más evidente. Según sus detractores, Arendt «encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido» (Christopher Browning en New York Review of Books) pero a la vez encontró esa fisura en esa búsqueda de justicia a ciegas, esa necesidad del hombre de arrogarse el último sentido de un absoluto concepto de la verdad. Tal vez por ese motivo, Alfred Kaplan escribió en The New York Times que «Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos». Cual sea la respuesta, se encuentra al filo evidente, peligroso e hiriente de una verdad mucho más amplia, radical y de necesaria reflexión: ¿Es el mal una excusa para justificar lo que hacemos en nombre del bien?
No, Hannah Arendt —la real— nunca sonrió en público. Y quizás esa necesidad de ocultar su alegría —o su placer, o su simple cansancio— sea un mensaje silente pero evidente de su visión de las cosas. Más allá de cualquier idea aparente, existe una versión de lo que somos quebradiza, elemental y sin duda originaria. Ese yo fugitivo que evade cualquier explicación. Una visión del otro casi frágil en su superficialidad.
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