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“Un cuento de hadas es una mirada furiosamente viva sobre la raíz central del pensamiento primitivo” escribió en el libro Nights at the Circus, publicado en 1984. Lo cual es cierto, pero, además, forma parte de la cultura pop de una manera que resulta en ocasiones inquietante por su tácita aseveración sobre la naturaleza del relato, la idea sobre las emociones puras y algo más profundo. ¿No es ese el motivo por el cual las princesas de la factoría Disney son estereotipos sobre la mujer admirados y admitidos por millones de niñas alrededor del mundo? ¿No son los cuentos de hadas un núcleo de símbolos y metáforas que se perpetúan en diferentes formas en una especie de reivindicación libre del monomito propuesto por Joseph Campbell? Cualquiera sea la conclusión sobre el origen y el valor de la narración oral convertida en tradición escrita, es evidente que se trata de algo mucho más complejo que la unión de elementos que reflejan un hecho cultural. Y ese, quizás, es el mayor misterio dentro de su planteamiento.
La autora británica Helen Oyeyemi (10 de diciembre de 1984, Ibadan, Nigeria) tiene una mirada sobre los cuentos de hadas que aglutina no solamente la percepción de Carter, al reconocer la universalidad convertida en un mensaje individual. También, le añade una nueva dimensión. Oyeyemi ha dedicado buena parte de su carrera literaria a contemplar la idea de la oralidad y la costumbre de la narración como una pieza fundamental del folclore de cualquier país. Cada una de sus obras profundiza sobre el canon que aglomera la raíz del cuento y lo lleva a una dimensión más sutil y sofisticada. Lo hace, además, con una precisa conciencia sobre el alcance de su experimento literario.
En el 2011, Oyeyemi escribió la novela Fox, que reversionó el cuento de hadas británico del mismo nombre con un toque moderno y audaz que lo convirtió en un inmediato éxito de ventas y también, en una aproximación exhaustiva al centro medular de lo que un cuento de hadas puede ser. Para Oyeyemi, el folclore es algo más que una fuente de inspiración. Sus historias elaboran y reconducen la concepción sobre la moral, la belleza y las atávicas percepciones sobre la identidad heredadas del cuento de Hadas, a una nueva configuración mucho más acorde con la sensibilidad moderna. De modo que sus príncipes hacen las preguntas correctas a sus princesas, los animales del bosque tienen conflictos emocionales muy actuales y el sufrimiento de los reinos de leyenda, son un reflejo de la soledad y el desarraigo contemporáneo.
En el 2014, Oyeyemi analizó de nuevo esa concepción sobre el todo —lo antiguo y lo moderno, mezclado en un relato puramente simbólico— en su ya icónico libro Boy, Snow, Bird, que la autora admitió, es una mirada por completo novedosa al cuento de Blancanieves. De nuevo, la semilla de la tradición oral está allí y también, la necesidad de encontrar en el discurso literario moderno, los hilos que unen a las viejas historias con algo más novedoso. El resultado es una espléndida variación del bien y el mal moral, pero extrapolado hacia la convicción que al final de todas las cosas, lo que tememos y buscamos, es una versión idealizada de una memoria común imposible de desmenuzar por completo. Todas las historias proceden del mismo lugar y desde luego, todas las miradas del mundo hacia la identidad del espíritu de la época, del mismo territorio de ideales y principios que se sostienen entre sí hasta crear un entramado único. Oyeyemi comprendió el poder de la narración a dos tiempos —el invisible y el real— y construyó un estilo en consecuencia.
En el libro Gingerbread, Oyeyemi intenta de nuevo la delicada conexión entre lo viejo y lo nuevo, a través de un mito común que el lector reconocerá de inmediato. En esta ocasión se trata del conocido relato de Hansel y Gretel, con el que Oyeyemi enlaza con tópicos como la violencia, el dolor, la persistente necesidad de reconocimiento. Incluso, con la conexión total con la vida que asumimos como inevitable y los pequeños dolores de la cotidianidad. Pero no lo hace de una manera sencilla. Gingerbread es una búsqueda incesante de alternativas al dolor emocional y el hilo conductor es lo suficientemente astuto como para elaborar un recorrido circular entre ciertos tintes de maravilla y fantasía, que, de ser más profundos, podrían confundirse con el realismo mágico de novelas con estructuras semejantes. Pero es evidente que Oyeyemi analiza la cuestión del ser y del yo desde una perspectiva más dura y cruel: para la ocasión, los niños perdidos en el bosque están llenos de problemas, y la bruja malvada es una mujer devastada por un sufrimiento interior que se sostiene con dificultad gracias a la maldad.
Un juego singular de roles que elabora una concepción extrañísima sobre lo que consideramos ideal y correcto: como en sus otras novelas, los personajes de Oyeyemi no son completamente buenos y tampoco malvados. En realidad, su comportamiento flota en mitad de una concepción caleidoscópica de todo tipo de matices que los hacen mucho más ricos y complejos de lo que podría suponerse en una primera lectura. Para Oyeyemi el hilo conductor de la historia radica en una especulación directa sobre la conducta humana. ¿Aprendemos lo que creemos parte de nuestra vida? ¿O ya se encuentra allí, vinculado a una parte de nuestra mente que sostiene la identidad en un frágil y equilibrio? Oyeyemi no responde a las preguntas, pero tampoco, deja de recorrer la mera reflexión sobre su posible respuesta. Al final es el lector quien debe decidir si encontró lo que buscaba —o no— en medio de la frágil línea argumental que se enrosca en sí misma en busca de significado.
El juego extraño y doloroso de los símbolos
A pesar de lo anterior, Gingerbread no es un libro de especial complejidad. Oyeyemi cuando cuenta la historia desde la notoria simplicidad de un narrador de pulso firme. La novela comienza describiendo la rutina cotidiana de la maestra de Harriet y su hija, Perdita. Ambas son espejos una de la otra y tan misteriosas, como para que no sea fácil entender su comportamiento durante las primeras páginas del libro. Harriet es dura, fría, pero aun así amable, una combinación que convierte su personalidad en una combinación de elementos difícil de definir de inmediato. Por su lado, Perdita es una adolescente callada y que se considera anónima. Según cuenta, —sentada en la cocina junto a su madre, la taza de café entre las manos— su personalidad no tiene la suficiente potencia para “ser ignorada”. “No existo en realidad” comenta con cierta perplejidad trágica. Harriet, que la escucha sin saber qué decir, comienza a comprender que su hija ya no es una niña, sino una mujer muy joven que está creciendo en medio de un tipo de limitación afectiva que no termina de comprender. El conflicto es claro, aunque su solución no demasiado es inmediata. Hay algo de temor en el hecho que una y otra son incapaces de reconocerse entre sí (a pesar de lo mucho que las une) y disfrutan de una especie de distancia mínima que les otorga una convicción firme sobre la relación que comparten. Madre e hija intentan dialogar y asumir el peso de la vida de una en los parámetros mentales y emocionales de la otra, sin lograrlo de inmediato.
Por supuesto, como maestra, Harriet sabe muy bien lo complicado que puede ser la vida de un adolescente en la secundaria, por lo que intenta un elaborado plan para atraer simpatías, pero sobre todo, convencerse a sí misma que merece la pena el esfuerzo de cordializar con quienes podrían hacer a su hija la vida más sencilla. De modo que Harriet prepara pan de jengibre, con una vieja receta familiar que tiene algo de inquietante. “No evoca momentos inocentes, ni mucho menos dulces. Su sabor es tan violento que no puedes olvidarlo de inmediato, aunque desees hacerlo” explica Oyeyemi en la voz de Harriet. Para Perdita, el pan y la reunión de amigos en que se compartirá, es la misma cosa. La concepción del pan como un recuerdo familiar y un vínculo con los desconocidos, hace que tanto Harriet como Perdita, encuentren un hilo de comunicación que las une. “El pan caliente y firme, es como un bocado de recuerdos” dice Oyeyemi para describir el breve reencuentro emocional entre ambas.
Pero se trata de un cuento de hadas y Oyeyemi no lo olvida. La novela comienza a tornarse tenebrosa y surreal cuando Harriet regresa a casa y encuentra Perdita, al borde de la muerte, luego de preparar y comer docenas de hogazas del famoso pan de jengibre familiar. “Hay un ingrediente misterioso que abre las puertas de la muerte” dice Perdita, que además aclara que su intención no era suicidarse sino entender mejor —a través de la herencia familiar— su vínculo con Druhástrana, el país en que nació Harriet y su madre Margaret, un lugar que podría existir o no. La novela no se prodiga en detalles —los cuentos de hadas rara vez lo hacen, a menos que sean pequeños símbolos de penurias y alegrías que se extrapolan para sostener la narración— pero sí deja muy claro que el misterioso territorio de leyenda del que nadie ha oído hablar, es una vuelta de tuerca hacia un tipo de historia personal que Harriet tendrá que contar para mantener a su hija con vida. Cuando lo surreal y lo onírico entra en escena, Gingerbread se hace una sucesión de escenas asombrosas que, además, enlazan emociones y poderosos puntos de vista sobre el amor, la muerte y el desarraigo. Construida de la misma forma que el camino de semillas del viejo cuento alemán en que se basa, la novela comienza entonces su recorrido hacia la oscuridad, lo simbólico y un tipo de asombrosa belleza.
Oyeyemi encuentra entonces su mejor momento narrativo: La historia, que comienza con el pan de jengibre y termina recorriendo parajes extraordinarios plagados de muñecas de madera parlantes y mariposas ciegas, brindan la sensación que el mundo que describe la escritora es algo más que una mirada a un tipo de cuento que todos recordamos de una manera u otra. La esencia del cuento de hadas está allí, también lo está su recorrido por las antiguas cadencias del folclore del cual provienen, pero más allá de eso, Oyeyemi necesita ejercitar su pulso narrativo para sostener el puente entre ambas cosas. La suspensión de la incredulidad ocurre de inmediato y el argumento alcanza sus momentos más profundos, a medida que Oyeyemi transfunde la realidad en una concepción de lo espiritual que sorprende por su sentido sobre lo salvaje y lo poderoso. Oyeyemi cuenta y a la manera de los viejos chamanes y cuentacuentos de otras épocas, logra de inmediato que la audiencia se sorprenda por la belleza de lo que narra, por la ternura con que elabora una connotación profunda sobre lo que desea encontrar, pero sobre todo una mirada elaborada y sustanciosa sobre la personalidad y la identidad.
Gingerbread es una obra pequeña, nostálgica y por completo adorable: un cuento de hadas en todos los aspectos posibles, pero también, una búsqueda de algo más poderoso y elaborado que transita mundos imposibles, mientras Oyeyemi guía al lector por un laberinto de emociones que cambian, se transmutan y se transforman a medida que evaden una explicación sencilla. Entre zapatos monumentales que toman el lugar de las fronteras de países asombrosos, una mujer gigante que se recuerda sin saber si existió alguna vez y por supuesto, el pan de jengibre, Gingerbread es un homenaje a la imaginación, la ternura, pero sobre todo, el poder de construir ideas más elaboradas sobre la forma como creamos —y concebimos— la realidad. Una historia tantas veces contada que en manos de Oyeyemi resulta una celebración a la belleza antigua y preciada de narrar historias.
En la búsqueda de los horrores
Con el libro Her Body and Other Parties (2017) de Carmen María Machado, ocurre algo semejante. Su colección de cuentos —basados en historias orales tradicionales infantiles— hay todo tipo de alegorías acerca de grandes y pequeños horrores, narrados desde una óptica sencilla y desconcertante. Plagas, terrores indecibles, temores nocturnos, la locura en estado puro, enfermedades crónicas. Nada parece estar fuera de la lúcida percepción de la escritora para analizar la identidad femenina. Pero, además lo hace con una ternura conmovedora que convierte a los momentos más duros, en una comprensión profunda del rol y los sufrimientos que se esconden bajo capas alegóricas. Con una intimidad emocional que sorprende por su efectividad, analiza la visión sobre lo que nos aterra, nos conmueve y nos construye a partir de lo emocional, desde la misma perspectiva de Jackson.
Ambas comparten la misma comprensión de la personalidad de sus personajes como fragmentos a punto de derrumbarse desde la visión del bien y del mal pero en específico, la lógica comprensión de su dimensión como noción intelectual. Las figuras que pueblan los cuentos de Machado no solo existen como entidad literaria. Además, son capaces de interactuar con el lector de maneras sensoriales imprevisibles. Para Machado, no es suficiente contar la historia en la noción del útero creativo —la noción de lo que envuelve, crea y sustenta una historia— , además, la dota de una poderosa visión sobre el reflejo de los símbolos que utiliza. El resultado son historias de asombroso poder metafórico, que se analizan desde lo extravagante, lo osado y lo desconcertante. Desde el miedo a la inocencia, para Machado la naturaleza humana es un crisol de experiencias que se construyen a través de cierta pulsión existencial poderosa.
Todos los cuentos de Machado carecen de orden y sentido. Se construyen entre sí como una gran maraña de singulares reflexiones y quizás, ese es su mayor mérito. Intrincadas, siniestras, dolorosas, las historias de Machado elaboran una visión sobre lo femenino que atraviesa lo tradicional y encuentra asidero en cierta recreación de lo anecdótico y el rol de género, sin llegar a ninguna opinión ideológica. Es evidente que a la escritora no le importa ponderar ni tampoco pontificar sobre la percepción y la profundidad de sus personajes, sino que busca construir un diorama intelectual sobre el complejo Universo emocional de la mujer y lo hace, a través de un ligero matiz siniestro que se agradece por su contundencia. Las protagonistas de Machado son poderosas, sucumben a la lujuria, el erotismo, la violencia, el horror, pero jamás lo hacen de manera sencilla o por razones evidentes. Hay una persistente disposición de la autora en crear un ámbito casi invisible para la voluntad de sus personajes, una percepción sobre el motor y propósito de sus acciones que se expresa a través de ideas complejas sobre lo tópico.
Un recorrido por lugares sombríos
Desde el amor a la maternidad, pasando por la violencia sexual y el temor al desdoblamiento psicológico. Para Machado no hay tema sencillo ni, mucho menos, una versión de la realidad cierta. Sus personajes elucubran sobre los dolores existenciales a través de ciertos extremos tan dolorosos como viscerales. Sus acciones parpadean fuera y dentro del presente, del futuro, en una percepción del tiempo errática, que se sustrae de todo significado simple. Para Machado, lo verdaderamente importante es la capacidad de sus personajes para los matices, para la realidad construida a través de pequeños horrores y asombros que se perciben entre líneas. Con una habilidad sorprendente, Machado dosifica el horror, terror y lo sobrenatural para crear un panorama casi irreal que se expresa en escenas por momentos surreales que se sustentan sobre una noción persistente sobre el horror. Obliga a sus personajes a dudar de sus propias mentes, a analizar los entornos desde el miedo y la fragilidad. Y de vuelta, les permite retomar su fortaleza, asumir sus errores, construir una belleza lírica que conmueve en ocasiones hasta las lágrimas.
Por supuesto, Machado también rinde homenaje al poder duradero e inquietante de los cuentos de hadas. La escritora está consciente que trata de símbolos de la percepción colectiva sobre la mujer y sus dolores y a la vez, una construcción elemental sobre nuestras alegorías personales. Con un pulso rápido, certero, inteligente, Machado convierte a Her Body and Other Parties en una carta de amor al género femenino, llena de extrañas compulsiones y temibles tachaduras, que construyen una noción sobre la mujer a piezas, inexacta, imperfecta, radiante de pura vitalidad.
Para Machado, no hay límites en esa descripción compulsiva sobre todos los pequeños horrores que embargan a lo femenino: toma el trabajo de fabulistas como Angela Carter, Kelly Link y Helen Oyeyemi para mezclar esa percepción sobre el entorno literario y combinarlo con ciencia ficción, la teoría homosexual y el horror. La escritora parece debatirse entre todo tipo de preguntas y análisis sobre lo que la mujer puede ser, lo que la historia ha hecho con su identidad y sobre todo, con el horror convertido en una pieza de orfebrería en la que la palabra es una pieza motriz para elaborar una percepción sobre lo urbano, lo íntimo y lo persistente de la memoria. El libro avanza entre todo tipo de pequeños ensayos disfrazados de ficción, internaliza sus pequeños fallos y dolores para, finalmente, convertirlos en algo más poderoso, íntimo y quebradizo. Una obra de arte de buen gusto e inteligencia conceptual.
Un mapa a través de la belleza, lo primitivo y lo sensorial
Las ocho fábulas de Machado representan, por tanto, a un tipo de mujer que pocas veces se muestra en la literatura. A mitad de camino entre la aseveración perpetúa de lo emocional —todas las mujeres de Machado están al borde del miedo, de la angustia, de todo tipo de dolores intelectuales— y algo más sensorial, Her Body and Other Parties analiza a lo femenino desde sus bordes y aristas más incómodos. La resolución desordenada, la mujer fragmentada y rebelde, el temor que se manifiesta a través de fábulas incompletas, crea una tensión extraordinaria, que convierte al libro en una reflexión sobre cómo el mundo percibe a las mujeres, pero antes de eso, como las mujeres perciben el mundo. Un péndulo que evoca poder, fuerza y temible belleza.
Para Machado, el núcleo del Cuento de hadas es necesario para entender el contexto de todos los temas que toca, por lo que utiliza con fluidez el conocido vocabulario de las viejas historias de fantasía: sus historias están llenas de zorros, malhechores, mujeres que aspiran a cierta belleza idílica, vestidos exquisitos, creados y retratados para fines más lóbregos. Machado escribe sobre mujeres, pero también para mujeres. Analiza a la mujer como el punto de partida de todo tipo de visiones sobre lo existencial y lo anecdótico, por lo que asume el peso de su valor desde lo realista. Las historias de Machado son cuentos de hadas, nadie lo duda. Pero profundamente perversos, dolorosos, inquietantes. Pura desesperación construida a través de una prosa limpia y directa.
Para la escritora, el sufrimiento invisible femenino, la ira contra el cuerpo, la tiranía estética, la necesidad de reglar el comportamiento femenino, se convierten en historias aterradoras, pero, al mismo tiempo tan hermosas que originan un sentido único y visceral sobre el tiempo y la expresión de la fe íntima, la incapacidad para asumir la identidad como una forma de valor. Todos los trozos de las historias parecen funcionan, a pesar de ser dispares. Incluso, en apariencia, poco elaborada. Pero el conjunto, al final, resulta tan firme y espléndido, que sorprende al lector por su cualidad casi evanescente. Una formidable muestra de poesía, potencia creativa y belleza que convierte a la obra de Machado en un libro tenebroso, asombro e inolvidable.
Como en los viejos mitos, las mujeres de Machado están cercadas por bosques, Torres y hechizos. Y también por advertencias, moralejas en forma de acertijos, el miedo como una expresión última de aterradoras experiencias. Un sótano de terribles secretos que Machado revela con una delicadeza tan sutil que asombra por su belleza. “La vida es demasiado corta como para no tenerle miedo a nada”, escribe Machado. “Y yo te lo mostraré”.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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