La diosa Afrodita (Venus, para los romanos) era una diosa de cuidado. Quizás la más peligrosa del panteón olímpico. La diosa del amor, el sentimiento más incontrolable y peligroso de todos. Pero más allá de eso, la magnífica Afrodita representaba un tipo de mujer temible, una feminidad agresiva, devastadora e inevitable que la mayoría de las veces resultaba toda una amenaza para la primitiva visión de Grecia y luego de Roma sobre la mujer.
Porque la libertad sexual, intelectual y corporal, su profundo conocimiento de la naturaleza humana de sus fieles creyentes hacían a esta diosa heredera directa de los dones de las diosas primigenias y nutricias que le precedieron. Afrodita, además, tenía diversas encarnaciones para representar el «amor» pero también a la mujer: desde la Victrix a la Anadiomene, la diosa era el poder de la complejidad absoluta sobre lo femenino. Una representación multidimensional de la mujer que apabullaba a las tímidas representaciones de la divinidad femenina en cualquier otra mitología.
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Pienso en lo anterior cuando un conocido me dice que las mujeres en la actualidad olvidaron lo que llama «el fino arte de la amabilidad». Me lo dice con cierto aire melancólico que no sé cómo interpretar. Cuando le pregunto a qué se refiere con semejante frase, sonríe con tristeza.
—Las mujeres han olvidado que su mera presencia debería ser motivo para pensar en la bondad y las sonrisas —dice— ahora todas solo desean ser fuertes, firmes, directas. Eso es en exceso masculino para mi gusto.
Me quedo perpleja. No solo por el evidente romanticismo en la idea que mi amigo expresa —que podría perdonarle— sino el extraño prejuicio que lleva aparejado. Una especie de visión de la mujer relacionada directamente con una percepción sobre una abnegación inherente y obligatoria que resulta casi inquietante. Cuando se lo comento, me dedica una mirada preocupada e incluso incómoda.
—¿Es un prejuicio esperar que una mujer sea amable?
—Creer que es necesario, sí.
Por supuesto, no es la primera vez que escucho una idea semejante sobre la supuesta y casi imprescindible amabilidad —bondad— abnegación que suele asumirse es inherente a lo femenino. Se trata de una herencia histórica que nuestra cultura arrastra de generación en generación y que, a pesar de la evolución de la visión sobre la identidad femenina, continúa siendo más o menos frecuente.
Claro está, hablar sobre la feminidad es resbalar un poco por terreno inestable. El tema está en boga, qué bueno, pero no siempre es comprendido de manera concreta: qué preocupante. Igualmente, siempre que se analiza, encuentras que la visión cultural y social al respecto tiene muchos rostros, tal vez uno por cada opinión, visión y perspectiva. Y eso sí me parece extraordinario.
Hasta hace muy poco, la mujer tenía una única dimensión. El tema parece repetirse en todas partes. Hace unos días veía una película, de la cual nunca supe el nombre, que ponderaba sobre la mujer divina. Dos ancianos, sentados en mitad de un bello campo nevado, conversaban sobre la mujer como ente divino. El «ánima» y esas ideas de pureza que realmente me producen más angustia que interés. El caso es que, de pronto, la película cambió de ritmo y apareció una bella mujer curvilínea que se identificó a sí misma como La Protomujer. Y dijo una frase que me encantó: «De la mujer se habla como divina, jamás como sagrada».
Un buen pensamiento sobre tridimensionalidad femenina. El poder de ser y de estar. De desear, crear, construir, destruir. Porque lo femenino, durante mucho tiempo — demasiado tiempo — fue considerado inmutable, dolorosamente silencioso, sin voz. Una cosa incompleta y tristemente desigual.
Es temible, esa idea de la mujer del Medioevo como ideal romántico, o la mujer victoriana, atrapada en su corsé. Arranca capas de comprensión, resume, disminuye, debilita. Por ese motivo, hablar sobre la feminidad se trata del reconocimiento de la individualidad de la mujer. De su complejidad histórica. De su noción sobre su capacidad para ser un individuo por encima de cualquier prejuicio de género.
Mucha tela que cortar, me digo mientras pienso en lo femenino, la complejidad intelectual —ese poder de crear y construir— y la insistencia de comprender a la mujer a través de esa sutil referencia al poder que parece habitar y disgregarse por el mero hecho de temer su propia fragilidad. Y sin embargo, como diría la ProtoMujer de la película anónima —que por cierto, terminó matando a los ancianos y comiendo sus vísceras sobre la nieve impoluta— lo femenino es poderoso por el simple hecho de ser incomprensible. Lo sagrado en lo misterioso. El enigma esencial.
Las historias entre las historias
La historia está escrita por hombres y desde la óptica masculina. Lo cual, por supuesto, es un fenómeno lógico en una sociedad y cultura que se sostiene sobre un orden específico: el hombre es el centro del interés social, mientras que la mujer suele ser percibida en el mejor de los casos como su compañera, complemento o una parte esencial de su vida, aunque no determinante en su comportamiento o mucho menos, en la trascendencia de sus decisiones. La vieja creencia de una mujer fuerte detrás del éxito del hombre, resume de manera muy clara la concepción sobre el hecho que la influencia femenina, sólo es determinante si se oculta detrás de una figura masculina, a la que puede manipular en forma benigna y que puede impulsar, a través de los tradicionales atributos de su la inteligencia intuitiva y emocional que suele adjudicarse a las mujeres. Pero durante buena parte de la historia, la mujer no tuvo un lugar individual. O de tenerlo, tuvo que soportar un tipo de ostracismo y rechazo que le convirtió en paria: de los principios generales de la historia, la cultura en la que nació y lo tradicional como límite para comprender de su figura más allá del hombre.
En la literatura, se suele llamar a esta figura femenina rebelde e imposible de clasificar de manera sencilla la mujer solitaria, una combinación entre las cualidades de la figura femenina con autoridad, el poder personal que puede haber adquirido —y que la define de una manera u otra— y en especial, la capacidad de lo femenino —como concepto abstracto— para construir su propio destino. Por supuesto, también la concepción tiene una considerable influencia en el comportamiento casi arquetípico de la mujer que desafía las tradiciones en busca de sentido a su existencia. Más allá de la mujer libre —toda una singularidad desconcertante en buena parte de la historia— y de la que podía decidir sobre su cuerpo, su mente e incluso, su lugar en la sociedad en la que nació, la mujer poderosa tenía una relación directa con lo sobrenatural, como si sus cualidades no fueran fruto del carácter, inteligencia o la voluntad, sino un atributo misterioso que adquiría a medida que se hacía más influyente y notoria.
Se trata, claro, de un concepto, que emparenta con algo más elaborado sobre la cualidad femenina para expresar su peso cultural, en independencia de la figura del hombre. A la mujer con poder y sabiduría, se le consideraba desconcertante, cuando no por completo inexplicable. De allí, las imágenes griegas y romanas, de mujeres sin compañía masculina que debían enfrentar el escrutinio público y legal, que de origen las excluía de la sociedad y las convertía en parías. Desde la prostituta —una figura común para acceder al poder en las sociedades antiguas— a las sacerdotisas, mujeres sabias y brujas, lo femenino definido a través de la independencia fue una figura ambivalente y en especial, desconcertante que evolucionó con lentitud hasta adquirir las cualidades de una criatura inexplicable. Como si el hecho que mujer pudiera disponer de su libertad personal no pudiera ser analizado bajo parámetros de lo normal en diversas sociedades y culturas, la mujer con poder o que aspiraba tenerlo, fue por siglos, un misterio que debió ser desentrañado a partir de la cualidad de sus capacidades como sobrenaturales. De allí, que las primeras imágenes de las brujas y sacerdotisas, estuvieran relacionadas con la exclusión, el claustro y el aislamiento, antes que con su carácter religioso. En realidad, las mujeres que podían disponer de su cuerpo y decidir sobre su comportamiento, eran tan poco habituales como para ser analizadas fuera del estrato del ciudadano común.
De allí, que casi todas las mujeres poderosas antes del medievo y más allá del renacimiento tardío, fueran cortesanas o al menos, utilizaran el sexo como una forma de poder. Muy probablemente, la combinación de la cortesana intrépida y poderosa, nació en la Grecia clásica, donde las hetairas o cortesanas, no sólo se dedicaban al comercio sexual —donde eran consideradas consumadas expertas— sino también a la oratoria y al debate, lo que las hacía figuras desconcertantes para una sociedad tan misógina como la griega. El altísimo nivel intelectual de las hetairas, las convertía no sólo compañeras sexuales de quienes pudieran pagar por su compañía —generalmente hombres de enorme relevancia en la sociedad griega— sino además, portados de secretos de estados, consejeras discretas e incluso verdaderas figuras de poder, como lo fue Aspacia, como amante del político ateniense Pericles y que influyó de manera decisiva en la vida común de la ciudad. Su casa —en donde recibía con frecuencia no sólo a sus amantes sino a personalidades públicas que deseaban escuchar su consejo— se convirtió en un círculo intelectual de Atenas, refugio de escritores y pensadores, entre los que se incluía el mismismo Platón. Según algunos historiadores, el filosofo quedó tan impresionado por las capacidades intelectuales de Aspacia que se basó en ella para crear su personaje Diotima, la mujer sabía por excelencia para el autor.
Para Aspacia, el sexo era un herramienta para entrar en los grandes círculos de poder, como también descubrió muy pronto la célebre Lais de Corinto, a quien se le consideró la mujer más hermosa de su época. Amante de Eubotas —un campeón olímpico— y el filósofo Arístipo, que la homenajeó escribiendo dos obras en su honor, Lais fue el prototipo de la mujer con poder que además, poseía una relevancia considerable por sus atributos intelectuales y una considerable sagacidad al comprender la forma en que podía utilizar su lugar dentro de la sociedad griega, como un arma sofisticada para influir sobre la cultura y la política de su época. Independiente, fuerte y sobre todo, intelectualmente intrigante, Lais de Corintio fue una figura prominente de su época, algo impensable para el resto de sus contemporáneas. Tenía un profundo conocimiento filosófico que la hizo famosa de inmediato en Atenas. Quizás no tan desconcertante como Aspacia, Lais de Corintio creó el mito de la mujer fatal, de la beldad extraordinaria que además ocultaba una poderosa mirada intelectual.
Con el correr de los siglos, la combinación de sexo y poder fructificó. Teodora de Bizancio, la mujer más poderosa del siglo IV, fue una meretriz de reconocida belleza, que luego de contraer matrimonio con Justiniano —sobrino y heredero del emperador Justino I— y atravesar un tortuoso paisaje de intrigas y sinsabores palaciegos, se convirtió en Emperatriz romana el 4 de abril del 527, día de pascua. Teodoro se convirtió así, en el epítome de un tipo de mujer poderosa que no dependía de su linaje hereditario para llegar al poder de una forma total. No sólo fue un firme apoyo político para Justiniano en una época levantisca, sino que además, gracias a su inteligencia, brindó una súbita estabilidad a Constantinopla. Un esplendor hasta entonces desconocido en una ciudad azotada por la guerra y las batallas internas.
La emperatriz Teodora tenía influencia absoluta sobre su esposo y gracias a su insistencia, Justiniano I abolió la ley que negaba a las mujeres el derecho a tener propiedades y heredar bienes o sumas de dinero. Mejoró la situación de las divorciadas —estigmatizadas por el conservadurismo eclesiástico—, estableció la pena de muerte para los violadores. En suma, la inteligencia de la Emperatriz no sólo contribuyó a construir un nuevo panorama del poder en el Imperio de la Roma oriental sino que además, a crear un proto sistema legal que protegiera a sus congéneres del puño opresor masculino. Y lo hizo, a la manera sutil y definitiva del poder detrás del trono: ese poder amparado en el placer.
Otra mujer poderosa, que utilizó su atractivo físico y fuerza de voluntad para llegar a los lugares más altos del poder, fue Leonor de Guzmán, la sevillana del siglo XIV que por más de viente años, fue la amante del Rey Alfonso XI de Castilla. Su prolongado amorío desató una guerra entre Portugal, sus sabios consejos políticos —fruto de un cerebro analítico y un juicio sólido que sorprendió en secreto a sus principales adversarios de su época— permitieron al Rey lograr una improbable estabilidad en el Reino y por si eso no fuera suficiente, el hijo de ambos, Enrique II, fue el primero de la dinastía Trastámara, de la cual provenía la espléndida Isabel I, la reina Católica. Todo logrado por la paciencia de Leonor, que logró no solo influir notablemente sobre su real amante, sino conseguir que el Reino entero —por entonces caótico y violento— confiara en su palabra. Todo lo anterior, a pesar que el Rey Alfonso XI contrajo matrimonio con la infanta María de Portugal, hija del Rey luso y con quien Alfonso XI sostenía una precaria complicidad. Durante la mayor parte de la vida del Rey, Leonor no fue sólo su confidente, sino también su consejera de mayor confianza. Quizás por ese motivo, a la muerte del Rey y apenas se desataron los demonios de la sucesión, Leonor de Guzmán fue mostrada encadenada y humillada por el triunfante Pedro I, hijo de la viuda del Rey. Un final doloroso pero inevitable para la mujer que por tanto tiempo, sustituyó a la Reina María en la vida del Alfonso XI.
El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Desde Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo.
Quizás por ese motivo, ese sea el origen de las brujas, el emblema de la desobediencia. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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