Hace unos días me reuní con un grupo de ex compañeros universitarios a los que no veía desde hacía más de una década. De inmediato, todos comenzamos a hablar sobre nuestras vidas en la actualidad, entre un gran bullicio de risas, algarabía y anécdotas a medio contar. Pero luego de casi una hora de conversación, una de las mujeres levantó los brazos con un gesto de impaciencia casi agresivo.
—De verdad, ¿podré contar mi estúpida anécdota sobre cómo me convertí en madre?
Todos le miramos un poco sorprendidos. En realidad, no todos. Las seis mujeres restantes del grupo intercambiamos gestos de cansancio e incluso hubo quien encendió un cigarrillo con una sonrisa amarga. Uno de los hombres nos miró con expresión sorprendida, levemente desconcertada e incluso irritada.
—Pero, ¿quién te dice que no lo cuentes?
—Intento hacerlo hace más de una hora, pero no hacen otra cosa que interrumpirme.
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Mi amiga es una mujer de buen carácter, estupenda conversadora y me atrevería a decir que es una inteligente escucha, de modo que la queja no era gratuita, ni mucho menos una especie de arrebato de mal carácter inexplicable. Otro de nuestros compañeros soltó una carcajada un poco incómoda.
—¿Pero no habías terminado de contar lo que tenías que decir?
Le miré en silencio. Durante la última hora mi amiga había intentado contar su durísimo proceso de parto, que además había incluido una complicada experiencia médica que, sin duda, era el suceso más destacable en su vida durante la última década. Explicó que había estado a punto de morir, que el bebé que gestaba también y después… alguien del grupo comenzó a hablar sobre la crisis médica que atraviesa el país. Una interrupción que, de hecho, se convirtió en una conversación independiente y que terminó absorbiendo lo que mi amiga contaba. Algo natural en cualquier conversación, ¿no es así? No lo es tanto. En realidad, la mayoría de las mujeres en el grupo tuvimos que asumir que cualquier anécdota o punto de vista que quisiéramos compartir debía pasar por la inevitable tensión de ser interrumpida o simplemente ignorada. Un fenómeno que no es reciente, ni mucho menos desconocido, pero que sólo últimamente ha recibido un nombre: manterruptin. El fenómeno es tan común que incluso recibe una designación dentro de la cada vez más extensa terminología sobre la infravaloración de la mujer en medios masivos y redes sociales. Se denomina manterruptin a la interrupción innecesaria de una mujer por un hombre. Un término que se acuñó luego de comprobarse una y otra vez que no sólo se trata de un hábito común, sino que además tiene un considerable significado en las relaciones de poder entre géneros.
Recuerdo que la primera vez que investigué sobre el tema fue en el año 2009, cuando la cantante Taylor Swift ganó el premio MTV Movie Awards por el mejor video femenino. Como era de esperarse, la homenajeada batió palmas y se apresuró a subir al escenario para agradecer el galardón frente al público que vitoreaba su nombre. Fue entonces cuando el también cantante Kanye West se lanzó al escenario y le arrebató el micrófono para pronunciar un monólogo. “¡Pero Beyoncé tenía uno de los mejores videos de todos los tiempos!”, gritó mientras levantaba el puño, mientras Swift, a su lado, aguardaba entre impaciente e incómoda tomar la palabra. Lo logró sólo varios minutos después y únicamente después de que West se asegurara de dejar bien claro su punto de vista sobre si merecía o no el premio y provocar risas con su improvisada intervención. Al final, una avergonzada y un poco aturdida Swift logró hacerse con el micrófono y dedicar un sincero agradecimiento al mundo de la música, que por supuesto tuvo poco que hacer frente al avasallante momento protagonizado por West.
¿Cuántas veces una mujer prefiere callar para no parecer agresiva, violenta o desagradable?
Claro está, Kanye West no fue la primera personalidad pública en hacer algo semejante. Durante el segundo debate de las pasadas elecciones presidenciales estadounidenses, el mandatario interrumpió no menos de dieciocho veces a Hillary Clinton, alzando la voz y cortando el discurso de su contendiente, a pesar de las repetidas llamadas de atención de los moderadores. No obstante, Trump demostró de nuevo que su actitud misógina era mucho más compleja e incómoda de lo que puede analizarse a primera vista y que simboliza un tipo de comportamiento de claro menosprecio de la mujer que encuentra un considerable eco en nuestra cultura. Después de todo, el ahora presidente estadounidense no hizo otra cosa que repetir una conducta que millones de mujeres en el mundo sufren a diario en el ámbito doméstico y laboral. Una sutil agresión de la que se habla poco pero que simboliza un claro menosprecio a la identidad femenina que se normaliza con tanta frecuencia que suele pasar desapercibida.
A distancia, ambas situaciones podrían parecer un sketch, parte del show televisado e incluso, en el caso del debate presidencial, un momento de pura y dura competencia entre rivales políticos. Pero en realidad, se trata de dos de los ejemplos más notorios de un fenómeno bien conocido por buena parte de las mujeres del mundo. Uno al que deben enfrentarse a diario en medio de cierta confusión que resulta difícil de explicar. Porque hasta ahora, el hábito de interrumpir, cuestionar y evitar que una mujer pueda expresar sus ideas formó parte de esa serie de planteamientos nebulosos que suelen asumirse como parte de una confusa versión sobre la forma en que nos comunicamos. Dicho así, parece una idea fruto de la paranoia, la victimización y la exageración que se le suele atribuir al feminismo, pero en realidad se trata de una circunstancia que comienza a ser analizada dentro de parámetros de la necesaria igualdad y equidad dentro del mundo laboral y cultural. Porque más allá del hecho de la dinámica natural de cualquier forma de comunicación, hay toda una dinámica que afecta y lesiona la forma como las mujeres expresan sus ideas y que parece directamente relacionada, con el respeto y la valoración que se le brinda a su capacidad intelectual. Hace unos años, Adam Grant —profesor de la Escuela de Negocios de la Universidad de Wharton— analizaba en un editorial de la revista de The New York Times la dificultad de la mujer para defender sus ideas en el ámbito profesional, en el que debe enfrentarse con frecuencia a señalamientos y, sobre todo, una forma muy sutil de infravaloración de sus ideas. La investigación de Grant —que incluyó análisis de conversaciones, debates y argumentaciones de mujeres en espacios de poder— señala que la mujer en el ambiente profesional suele encontrarse en lo que llama “la cuerda floja intelectual”. Debe lidiar no sólo con el hecho que no se le escuche —o se le trate de manera condescendiente— sino también que se le considere demasiado “agresiva”, “mandona” y otros tantos conceptos que intentan limitar no sólo el valor de sus ideas sino la manera en que las argumenta.
¿Cuántas veces una mujer prefiere callar para no parecer agresiva, violenta o desagradable? ¿En cuántas ocasiones debe defender sus ideas frente a la actitud paternal de quienes le rodean? ¿Cuántas mujeres en cargos de poder deben redoblar sus esfuerzos por hacer visibles sus argumentos y puntos de vista para enfrentar ese aparente techo de cristal que discrimina y sectoriza la opinión femenina bajo una perspectiva tradicional? ¿Por qué lleva tanto esfuerzo a una mujer atravesar las críticas sobre la forma como expresa su forma de pensar para lograr que sean tomadas en serio?
Para nuestra cultura, el hecho que una mujer tome la palabra y la iniciativa continúa siendo un fenómeno relativamente novedoso. Tanto como para que la pesada estructura de cómo se percibe a la mujer a nivel público siga teniendo un considerable peso en la forma como se analiza el rol femenino y sus alcances. Hasta hace menos de tres décadas, el desempeño laboral y profesional de una mujer parecía estar supeditado a la aprobación masculina, y es quizás esa percepción sobre lo que una mujer puede hacer —y los límites y restricciones a los que debe atenerse— lo que hace que el Manterruptin sea aún motivo de discusión y análisis, pero sobre todo de incredulidad. Como si se tratara de una circunstancia corriente el hecho de interrumpir y poner en tela de juicio las opiniones femeninas con más encono que las del hombre, continúa considerándose no sólo algo debatible sino directamente inexistente.
La normalización de esas constantes y deliberadas interrupciones hace que sea complicado debatir el tema sin que tropiece con el tamiz de un enfrentamiento de género e incluso, un debate entre estereotipos. No obstante, es un hecho que ocurren y que son cada vez más notorias: como la ocasión en que el actor Matt Damon interrumpió tantas veces las intervenciones de la productora Effi Brown durante un episodio de la serie Proyecto Greenlight como para provocar una protesta en redes sociales sobre su comportamiento. O cuando las constantes y groseras interrupciones del presidente de Google Eric Schmidt a la directora de Tecnología estadounidense Megan Smith provocó que el moderador del debate que ambos sostenían en el festival South by Southwest le llamara la atención de forma pública. En ambas circunstancias, las mujeres optaron por guardar silencio en una forma de evitar enfrentamientos y el planteamiento de sus ideas pareció desvirtuarse en medio de la polémica que suscitó el comportamiento masculino. Al final, el manterruptin parece ser algo más que un mero impulso dialéctico: una opinión muy concreta sobre el peso y la relevancia de la capacidad intelectual de la mujer que lo sufre.
Hay un evidente desequilibrio en la forma como el hombre y la mujer son escuchados.
La Coordinadora del Máster de Género y Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona, Juana Gallego, analizó el manterruptin en un artículo para el suplemento Verne del periódico El País de España en el que contextualizó este comportamiento como una conducta habitual llevada a un extremo concreto. “Cuando un hombre habla, el entorno da por sentado que tiene algo que decir, cosa que no ocurre cuando habla una mujer”, puntualizó y además agregó que la capacidad intelectual de una mujer se enfrenta a la mayoría de las veces a la noción de importancia y relevancia que nuestra sociedad suele otorgar al hombre. Se trata de una especie de “principio de autoridad” que otorga significado y coloca en una situación de igualdad a cualquier idea expresada por un hombre y mucho más si está dirigida a una audiencia de mayoría masculina. El análisis de Gallego coincide con un trabajo publicado el año pasado por el Journal of Language and Social Psychology en el que se analizaba desde lo probabilístico el hecho que una mujer sea interrumpida en muchas más ocasiones que un hombre en situaciones idénticas.
A la misma conclusión llegó la lingüista Kieran Snyder, de la Universidad de Pensilvania, que logró comprobar en un detallado estudio que el hombre suele interrumpir con mayor frecuencia que la mujer, y mucho más si su interlocutor es femenino. Y aunque es un hecho que nuestra sociedad no suele educar ni tampoco ensalzar la escucha atenta, hay un evidente desequilibrio en la forma como el hombre y la mujer son escuchados. Mientras que nuestra cultura otorga determinado valor a las ideas emitidas por un hombre, la mujer debe luchar contra el prejuicio de cómo se le percibe en nuestra cultura. En otras palabras, se asume de inmediato que lo que un hombre dice es mucho más importante —y digno de ser escuchado— que lo que una mujer expresa. Un fenómeno que tiene su origen en el ámbito doméstico, donde la niña y la mujer la mayoría de las veces son discriminadas e invisibilizadas en beneficio del hombre. Juana Gallego insiste en que es necesario “dotar de poder también a las niñas”. Un tipo de autoridad más allá de la que suponen las concesiones que la sociedad otorga a la mujer a través del tradición —considerar que su palabra o ideas sólo tiene importancia si tiene relación con sus hijos o incluso, su papel doméstico— y lograr su revalorización como individuo. Para Gallego, la idea engloba una nueva noción sobre la participación pública. “Todo el mundo se sienta igual de autorizado a intervenir en ámbitos públicos”, puntualiza.
Se trata de un fenómeno de poder, por supuesto. Y más allá de eso, de la evolución del liderazgo y preeminencia de la mujer en esferas de gobierno y en el mundo empresarial. Como bien señalaba Sheryl Sandberg, directora de operaciones de Facebook y fundadora de Lean In —organización que promueve el liderazgo femenino— , el reconocimiento del valor de las ideas tiene una directa relación con la promoción de la mujer como elemento intelectual. “Cuantas más mujeres entran en las escalas superiores de las organizaciones, más gente se acostumbra a que las mujeres contribuyan y lideren”. Entre tanto, quizás sea necesario una toma de conciencia de la forma cómo el hombre suele escuchar —y respetar— las ideas femeninas, pero también de cómo la mujer se hace escuchar. Como diría la escritora Soraya Chemaly, toda mujer debería asumir que sus ideas deben ser respetadas, una labor intelectual que Chemaly resume en una inteligente fórmula: “Deja de interrumpirme. Acabo de decirlo. No hace falta explicarlo”.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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