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De inmediato, hubo una considerable cantidad de críticas contra Biles, en especial en plataformas sociales, en la que se le acusó de “débil” por priorizar su salud física y mental, antes que el medallero olímpico. Hubo quien incluso le acusó de “no tener la fortaleza suficiente” para una competencia de semejante envergadura, por asumir que sus problemas psiquiátricos podrían impedir su participación en las rondas finales. Eso, a pesar de que durante los últimos años, se ha hecho un muy público seguimiento al hecho que las gimnastas norteamericanas atraviesan una inmensa y agobiante presión mental, a las que se añaden las secuelas de un cruento juicio por el abuso sexual que varias de las atletas sufrieron a manos del médico Larry Nassar.
Se trata de una situación que llevó al límite a buena parte del equipo de gimnasia olímpica norteamericano y que supuso una situación que sobrepasó a varias de las deportistas. Bilse, al admitir que no sólo es incapaz de manejar la situación a pesar de las herramientas a su disposición, sino que, además, necesitaba comprender el alcance del daño y el dolor que había sufrido, puso en el centro de la atención pública un elemento de considerable interés: el debate sobre el tabú a la salud mental. Convertida en símbolo y, en especial, en uno de los rostros más representativos del deporte de su país, Simone terminó deshumanizada y aplastada por la exigencia inevitable de ignorar todas las señales de agotamiento, miedo y angustia que podría reflejar su estado mental. Por último y sin duda, sin poder lidiar con una situación que le sobrepasa, la renuncia de Simone (y la reacción a su decisión), es una demostración preocupante de cómo se percibe el tema de la salud mental en nuestra cultura. O mejor dicho, cómo el estigma acerca de lo psiquiátrico sigue siendo un tabú absurdo que lleva esfuerzos superar.
No es la primera vez que el tema se analiza dentro del ámbito del deporte, pero sí la ocasión en que la necesidad de debatir sobre la forma en que se reflexiona sobre lo psiquiátrico, se hace más necesaria. Es algo contra lo que he lidiado durante toda mi vida. Cuando mi psiquiatra me explicó que sufría de trastorno de pánico, me asusté. No se trataba sólo del hecho de padecer de una enfermedad mental de la que sabía en realidad muy poco, sino además, de encontrarme en mitad de un terreno desconocido sobre mi manera de comprender el mundo e incluso, a mí misma. De pronto, no se trataba de mis manías y rutinas, de mi aparente “excentricidad”, sino de algo mucho más preocupante y profundo.
Por supuesto, también hubo algo de alivio: luego de años de luchar contra todo tipo de síntomas físicos y mentales a los que no había encontrado jamás una explicación obvia, descubrir lo que padecía supuso un punto de inflexión. Después de todo, la ansiedad es moneda común en nuestra época. Nadie está exento de sufrir la presión cotidiana, ese ritmo apresurado y en ocasiones insoportable de modus vivendi. Tal vez por ese motivo, el trastorno del pánico es un enemigo invisible, oculto, al que la mayoría de nosotros se enfrenta sin saberlo. O al menos sin calibrar su verdadera fuerza y todas sus implicaciones en nuestra vida cotidiana. Y es que el trastorno de ansiedad y el pánico podría llamarse el padecimiento de nuestra era y lo que resulta aún más complicado de asimilar, un hecho tan común que justamente por ese motivo, pasa desapercibido.
Al menos, para mí lo fue. Desde muy niña, luché contra mi nerviosismo y ansiedad. Tenía numerosos temores, fobias y remilgos, tantos como para que mi vida cotidiana se volviera complicada y en ocasiones insoportable. Recuerdo que, durante la adolescencia, me preguntaba con frecuencia por qué motivo me atemorizaban y me preocupaban cosas que a la mayoría de la gente no. Por qué razón circunstancias tan sencillas como hablar en público, presentar una tarea, hacer preguntas en voz alta a un profesor, incluso agradar o no a mis amigas, suponía una experiencia tan estresante que me dejaba exhausta. La mayoría de las veces me culpaba a mí misma: me llamaba “débil”, “quejosa”. También, me acostumbré a pensar que mi familia —en ocasiones sobreprotectora— tenía “la culpa” de mi constante zozobra, de esa inquietante sensación de siempre encontrarme al borde del desastre. El caso es que jamás imaginé que el conjunto de síntomas y comportamientos que sufría podían ser algo más que una reacción desproporcionada a ciertas ideas. Era mucho más fácil asumir que era “cobarde” y sobre todo “incapaz” de afrontar la vida como el resto de las personas que conocía lo hacía. Un pensamiento, claro está, que además me producía una indecible tristeza. No es sencillo asumir que no eres tan fuerte como aspiras y, sobre todo, tan firme como quisieras ser.
Luego del diagnóstico, las cosas no cambiaron demasiado en ese aspecto. Al principio, no sólo no creí padeciera de nada especial y, de hecho, me negué a recibir terapia y medicinas. Tenía la convicción de que no la necesitaba y que lo único que me ayudaría a mejorar sería “enfrentarme a mi debilidad”. Fueron años confusos y dolorosos: tenía crisis de pánico y ansiedad con tanta frecuencia que comenzaron a afectar mi vida cotidiana, tanto como para distorsionar mis rutinas diarias. Comencé a aislarme de mis amigos para evitar explicar mi, en ocasiones, extraño comportamiento. Dejé de frecuentar celebraciones, reuniones e incluso me convencí que la mejor manera de lidiar con la perpetua sensación de angustia que me agobiaba, era simplemente no salir a ninguna parte. De manera que además de la ansiedad insistente que me atormentaba, también comencé a lidiar con un temor recurrente e insoportable a los espacios abiertos, a las aglomeraciones e incluso, a la simple interacción social. Unos años después de mi primer diagnóstico, me encontré no sólo luchando sin armas contra un trastorno cada vez más violento, sino contra una invalidante sensación de haberme encerrado en un espacio vacío, rodeada únicamente de mis temores. Abrumada y afligida tuve que aceptar que en algún punto del trayecto había perdido el control de mi vida y que necesitaba retomarlo.
No es sencillo admitir algo así. No es sencillo asimilar la idea de que debes someterte a un tratamiento médico y psiquiátrico para recuperar algún tipo de estabilidad mental que te permita encontrarte tu rostro en el espejo. No es sencillo superar el miedo. Porque cuando sufres de un trastorno de ansiedad y de pánico, todo es miedo. A todas horas, por todos los motivos. Por todas las razones, incluso las más pequeñas. Cada pensamiento se convierte en una engorrosa prueba de esfuerzo mental y físico que llega a resultar insuperable. ¿Qué ocurre cuando el enemigo con el cual debes luchar eres tú mismo? ¿Qué pasa cuando cada cosa que ocurre a tu alrededor te provoca miedo, una irracional sensación de angustia y de dolor? ¿A quién acudes cuando en realidad el sufrimiento emocional que sufres es parte de procesos mentales y físicos que apenas comprendes?
Me llevó años asumir que necesitaba no sólo ayuda psiquiátrica, sino también, comprenderme a mí misma. Mis particularidades, mis formas de asumir el padecimiento que me atormentaba, incluso ideas tan obvias como analizar mi comportamiento más allá de la vergüenza que suele producir un trastorno semejante. Además de eso, que era imprescindible que quienes me rodeaban entendieran qué era exactamente el trastorno que sufría, lo cual no era sencillo. La idea esencial de tener que contarle a alguien un sufrimiento tan privado y abstracto, me producía una enorme confusión. En una ocasión, una de mis de mis amigas más queridas, me insistió que ese no sólo era el primer paso para retomar el control de mi vida, sino de respetar mis emociones.
—Un trastorno de pánico suele mirarse como un secreto vergonzoso y no lo es. Es un sufrimiento mental y físico que necesita no sólo ser asumido desde esa perspectiva, sino además, respetado desde su profundidad. Eso terminará por replantearte no solo la manera como lo analizas sino como te afecta.
Mi amiga tiene una hija adolescente que también sufre del trastorno. Por años, ambas han lidiado juntas con los durísimos síntomas. Y siempre, me ha asombrado la sinceridad pero sobre todo, la completa firmeza como ambas reflexionan sobre lo que puede ser un padecimiento que afecta tu vida diaria de tantas maneras distintas. La escuché, con el corazón latiendo muy rápido de impaciencia y, como no, miedo.
—Van a creer que estoy loca —balbuceé con dificultad. Puede parecer ser sencillo pero a la larga, se trata de un temor muy concreto.—No sé si…pueda soportar tener que explicar o…
— Podrás —me insistió— , es el único camino.
Por supuesto, tenía razón. Fue un proceso largo, la mayoría de las veces angustioso, pero casi siempre, satisfactorio. No sólo se trató de enfrentarme al hecho que el trastorno de pánico formaba parte de mi vida, sino también a cómo concibo esa noción sobre esa parte de mi vida, con respecto a quienes me rodean. Además, hablar sobre el trastorno con mis parientes y amigos me permitió reconstruir de alguna manera las relaciones que me unían a ellos, rotas y bastante dañadas luego de años de silencio y distancia emocional. Fue un redescubrir mi identidad y también de los elementos más importante de mi mundo privado. Una forma nueva de asumir ese terreno silencioso y en ocasiones inquietante de mi mente que el Trastorno de pánico pareció haber devastado por años.
¿Y qué aprendí luego de esa experiencia? ¿Cuáles son las principales ideas que me ayudaron a sobrellevar no sólo un trance tan duro como agobiante? Quizás las siguientes:
»No es tu culpa sufrir un trastorno de pánico: así que deja de disculparte
El trastorno de pánico provoca una serie de síntomas muy específicos que pueden provocar un comportamiento errático, a menudo inexplicable y en ocasiones, directamente incómodo. Por tanto, resulta sencillo creer que los síntomas que padeces son una distorsión de nuestro carácter. Una forma de malcriadez e incluso de debilidad física o intelectual. Pero no lo son. Se trata de un padecimiento mental muy definido que puede no sólo afectar nuestra forma de percibir el mundo que nos rodea sino nuestra identidad. Por tanto, no te disculpes, no te “arrepientas” de tu comportamiento, mucho menos te culpabilices. Un padecimiento psiquiátrico como el trastorno de pánico puede afectar todos los elementos de tu vida y responsabilizarte de esa certeza, te permitirá no sólo evitar comprender el trastorno de pánico como un “comportamiento molesto” sino además, uno que debe ser “ocultado” o “vergonzoso”.
» No se trata de que te “calmes”
Cada vez que sufría una crisis de pánico, de inmediato sentía la necesidad de “calmarme”, como si la desproporcionada reacción de mi cuerpo y mi mente hacia el estrés, fuera simplemente un error de percepción. Me costó años analizar el trastorno de pánico como lo es —un tipo de enfermedad psiquiátrica—, que no se trata de “intentar tranquilizarte” sino de comprender lo mejor que puedas el ciclo de reacciones y síntomas que pueden provocarte una reacción semejante. El trastorno de pánico no es una pérdida de control eventual sobre la manera como manejas la presión, el miedo y el estrés, sino directamente la incapacidad de manejarlo. A diferencia de quien no lo sufre, no ejerces control pleno sobre cómo tu cerebro procesa el temor, la angustia y la incertidumbre. Siendo así, no se trata de que debas “calmarte” sino que necesitas buscar ayuda apropiada para comprender y sobre todo superar los, en ocasiones, aplastantes síntomas de un trastorno tan ambiguo.
» No todo ataque de pánico o ansiedad es la reacción a una situación concreta
Sufrir un trastorno de pánico o de ansiedad, implica que en alguna medida perdiste el control de tus reacciones a ciertos estímulos, y eso también incluye la forma como tu cuerpo y tu mente perciben el miedo, la incertidumbre y la preocupación. Por tanto, puede ser que sufras un ataque de pánico sin que haya un motivo concluyente o evidente. Podría provocártelo una serie de pensamientos en cadena que te provocan un inmediato estrés, asociaciones libres, incluso nada en absoluto. Así que es importante, que, si padeces un trastorno de pánico, comprendas que no se trata de lo que haces o no, sino el hecho que hay todo un sistema reacciones físicas que el trastorno distorsiona a niveles incontrolables. Ocurrirá en los momentos más inoportunos. No habrá quizás un motivo que te las provoque. Tendrás que lidiar con la idea que el pánico y la ansiedad no siempre tienen una justificación.
La única manera de lidiar con esa sensación tan abstracta como confusa, es comprendiendo cómo lidiar con esa respuesta física, sin culpabilizarte o creer que ejerces un control directo sobre lo que puede o no provocártelo. Aprende a cómo reaccionar durante un ataque de pánico. Asume que se trata del síntoma de un padecimiento y que, por tanto, no un comportamiento que debas controlar.
» Necesitas ayuda psiquiátrica: No hay alternativa
Antes de ser diagnosticada, pasé algunos años sufriendo frecuentes y debilitantes ataques de pánico, pero además una serie de síntomas relacionados directamente con sus consecuencias. Por entonces, continuaba resistiéndome a visitar un consultorio médico y solía achacar mi constante mala salud a todo tipo de razones más o menos abstractas: desde el estrés habitual que me provocaba mi trabajo de la época, hasta mis hábitos alimenticios. Me automediqué, intenté tomar consejos generales para “tranquilizarme” , pero no me sentí mejor. Continué sufriendo desde paralizantes dolores de cabeza, hasta problemas digestivos provocados por la constante tensión y estrés que puede provocar el trastorno. Aterrorizada por el conjunto de síntomas, llegué a creer que me encontraba realmente enferma y eso aumentó mis reacciones hacia la incertidumbre y la angustia. Llegué a sufrir de dolores estomacales y migrañas durante semanas, e incluso problemas dérmicos cuyo origen ningún médico especializado pudo descubrir.
Finalmente, luego de comenzar a recibir tratamiento y sobre todo, de ser consciente de las implicaciones del trastorno de pánico, comencé a comprender que la mayoría de los síntomas misteriosos que solían afectarme con frecuencia tenían un origen el común: los violentos síntomas del trastorno de pánico. Asumirlo, me permitió manejar la idea que debía someterme a tratamiento psiquiátrico —tanto terapéutico como farmacológico— y comenzar a evaluar mis opciones inmediatas al respecto. Además, me hizo muy consciente del hecho que podía mejorar los síntomas tangenciales que tanto me molestaban, una vez que comenzara a recibir tratamiento médico especializado para su causa común.
» Nadie necesita protegerte: Lo digo en serio
Cuando le hablé a mis amigos y parientes sobre mi trastorno de pánico, la primera reacción de alguno de ellos fue evitarme “preocupaciones”. Comenzaron a intentar protegerme de “estímulos” que pudieran aumentar “mi estrés” —y por tanto, el riesgo de sufrir un ataque de pánico o ansiedad— y además, a percibir mi trastorno como una idea a la que debían acostumbrarte. Al principio, les agradecí la amabilidad, pero poco a poco, comenzó a resultar incómodo todas las precauciones que varios de mis amigos tomaban para “no provocarme” una recaída. Cuando le hablé a mi psiquiatra de la reacción, se preocupó.
—Necesitas que te comprendan, no que acentúen tus rutinas y afirmen tus miedos —me explicó—. Insiste que el trastorno que sufres se trata de tu reacción al miedo y al estrés, no al hecho que realmente algo te lo esté provocando.
De manera que le pedí a mis parientes y amigos que dejaran de crear una especie de red de protección a mi alrededor y que asumieran que mi comportamiento, no se debía a un estímulo en particular, sino a mi manera de procesar ciertas ideas. Fue un proceso complicado: algunos se sintieron ofendidos, otros directamente preocupados. Pero finalmente, descubrí que el hecho de tener que manejar mi propia percepción sobre lo que me rodea —sin obligar a las personas que forman de mi vida a adaptarse— fue quizás una de las decisiones más saludables que pude tomar. No sólo me permitió avanzar en mi forma de comprender mi trastorno de pánico, sino además elaborar ideas más o menos complejas sobre cómo asumirlo como parte de mi vida.
» Lidiar con un trastorno de pánico no es sencillo pero es posible
Luego de años de tratamiento, medicación y sobre todo, esfuerzo mental y físico, he descubierto que sí es posible sobrevivir a un trastorno de pánico y ansiedad como el que sufro. Puedo trabajar, disfrutar de mi capacidad creativa, de una relación de pareja estable y hermosa. En suma, la vida de una mujer de mi edad. Pero no ha sido sencillo: me llevó un disciplinado esfuerzo construir un camino coherente, no sólo hacia mi recuperación sino al hecho concreto de comprender ideas básicas sobre mí misma y la forma como me afecta el trastorno que sufro. Y ese descubrimiento —ese larguísimo trayecto que me permitió no sólo madurar sino profundizar en mi identidad y comportamiento— me permitió comprender que todo trastorno psiquiátrico es una compleja visión sobre la realidad, pero también sobre cómo la analizas.
Toma responsabilidad sobre tu salud mental y física, pero sobre todo comprende que puedes construir una vida satisfactoria a pesar del dolor físico y moral que un trastorno semejante puede provocarte. Sé muy consciente del valor de tus decisiones y, por supuesto, del hecho que el padecimiento que sufres forma parte de tu experiencia íntima y esa noción tan amplia como elemental que llamamos identidad.
Continúo sufriendo de ataques de pánico y ansiedad. Y es probable, continúe sufriéndolos durante toda mi vida. No obstante, a pesar de eso, soy mucho más fuerte de lo que supuse y sobre todo, cómo descubro en ocasiones con una sonrisa casi aliviada, capaz de superar mis propios espacios oscuros para disfrutar de los luminosos. Un trayecto complicado pero profundamente personal hacia mi identidad. Una manera de crear mi propia visión del mundo. Un pequeño triunfo personal.
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Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
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