Toda cafetería británica sabe que el té no lleva demasiada leche; que los huevos revueltos se preparan bien aguaditos y la tocineta, semi tostada. Pero no es solamente el respeto a las cocciones lo que me atrae de esta nación; como historiador, disfruto observar, así sea a través de los gestos más mínimos, el fetiche de los británicos por la rutina y el exacto proceder de las cosas.
En un siglo de poderosos aires de cambio, de movimientos ambientalistas y de género, United Kingdom intenta acomodarse entre la renovación y su siempre té de las cuatro.
La monarquía, vale decir, no es excepción.
“The Crown” de Netflix, temporada 4. Olivia Colman en el papel de Queen Elizabeth II
Desde 2016, setenta y tres millones de usuarios se han volcado a las pantallas de Netflix para mirar The Crown, serie que narra los diversos epicentros históricos de la reina con mayores años de estancia en Buckingham Palace: Queen Elizabeth II. A través de cuatro temporadas, hemos visto a la monarca en facetas anteriormente desconocidas; desde reír y llorar, hasta parir y cepillarse los dientes. Con una impecable atención al detalle, el show nos ha convertido en los Michael Fagan de los tiempos actuales. En contraposición o no de quienes portan la sangre azul inglesa, ahora todos tenemos acceso, aunque sea de manera ficticia, a los dormitorios de la reina.
Pero, ¿serán nuestras milenarias intenciones de chisme la carta maestra que garantiza el éxito constante de The Crown? ¿Será que nos hemos introducido en la vida de los Windsor cual caballos de Troya para darle voz al silencio? ¿A qué se debe tanta fascinación de nuestro lado y cuáles podrían ser las posibles consecuencias en el futuro de dinastía británica?
Su Majestad misma se sentó frente al televisor y vio las dos primeras temporadas. Bien haya sido por el sinsabor político con Winston Churchill o por el drama novelero con el tío simpaticón y la zalamera de la Wallis Simpson, la monarca pareció divertirse con el curso de los sucesos ilustrados -al menos así lo ha reportado la prensa londinense en varias ocasiones-. Y quién no. Las actuaciones Claire Floy, Matt Smith y Vanessa Kirby pusieron, en colores de alta definición, lo que había quedado en los inapetentes textos escolares. Pocos son los que vivieron el reinado de King George VI, el padre de Queen Elizabeth II, y todavía siguen respirando; de allí que, para frescura del imaginario colectivo moderno, ubicarse en medio del romance de la joven Princess Margaret o en las supuestas aventuras falderas de Prince Philip, Duke of Edinburgh, ha sido colirio para ojo el prematuro. Memorias de un pasado fascinante, si bien remoto y menos cercano.
“The Crown” de Netflix, Claire Foy como la joven Queen Elizabeth II.
No obstante, el beneplácito de los royals se ha ido evaporando en la medida que The Crown va pisando los talones del nuevo milenio. Prueba de ello es el entredicho disgusto de la reina con uno de los últimos episodios de la segunda temporada, donde Charles es obligado por Prince Philip a atender un colegio en las recónditas montañas escocesas, cuestión que, en boca de fuentes extraoficiales, carece de factibilidad. Por supuesto, el berrinche de la nonagenaria Jefa de Estado continúa sin ser corroborado, gracias al principio de neutralidad que persiste en Buckingham Palace. Pero, ¿será que esta neutralidad se puede estirar como el chicle? ¿Cuándo tiempo durará este silencio?
El punto de inflexión ha sido la temporada cuatro, estrenada días atrás. Como por predicciones de una muerte anunciada, el cetro protagonista lo carga ahora la actriz Emma Corrin con la interpretación de Lady Diana Spencer, quien no deja de ser pesadilla en más de una almohada de cotón y pluma. Lo peculiar de The Crown, season four es su osadía de meter la cuchara en aguas que todavía siguen calientes. El rasgo victimista de la Princess of Wales es resaltado con escenas de dedo en garganta y hartazones de medianoche. Y vale, sí que sabíamos ya de la bulimia de la People’s Princess; sin embargo, nunca había tenido el mundo tanta consciencia sobre problemas de salud mental como los posee en el presente. Por ende, la empatía del público millennial hacia la Lady Di de Emma Corrin no parte tanto de la lástima, sino más bien de una sociedad cuya educación es sólida cuando se trata de estos temas. Recuerda, de hecho, al fenómeno que causó la película Bohemian Rhapsody en 2018: Freddie Mercury, el homosexual incomprendido y no la loca enferma de los años noventa.
Claro que, desde el ángulo histórico, Diana no fue, en sentido estricto, la caperucita roja de la fábula. Algunos críticos británicos alegan que la Princess of Wales usó a los medios internacionales como tanque de guerra en contra de la monarquía, reflejándose en la polémica entrevista de 1995 donde dijo que a Charles le faltaban cualidades para ser rey. Lo cierto del caso es que, para beneficio de los cobres y la taquilla, es conveniente para Netflix apoyarse sobre lo que ya es aceptado por todos: la Diana infeliz, puesta en el paradón del conservadurismo de sus familiares putativos. Charles y Camila no es que estén muy contentos al respecto.
“The Crown” de Netflix, Emma Corrin como Lady D.
Justo cuando la opinión pública parecía haberlos perdonado, la serie le ha sacado los trapitos sucios al sol y, de paso, se los ha tendido frente a la casa. Si ya las estadísticas de este año los había colocado en los últimos escaños de popularidad real, con la nueva versión de Lady Diana en las pantallas, el costo de no abrir la boca para defenderse pesa sobre sus espaldas. A eso, agréguese una época donde las comunicaciones digitales convierten chismes en inflados escándalos globales. Charles es conocido en su país por meter la jeta en asuntos no competentes a la monarquía. Miembros del parlamento reciben con frecuencia cartas suyas con indicaciones que nada se parecen a las impartidas por su ponderada madre.
El hábito parlanchín de Charles podría significar el fin de la dinastía Windsor y la transformación del United Kingdom en una república. A todos nos gusta curiosear en el lado humano de estos personajes tan emblemáticos de la historia universal contemporánea; sin embargo, los hechos muestran que, cuando esto ha ocurrido, la reacción generalizada es siempre de gran discordia. En The Crown, las palabras se las ponemos nosotros, cual marionetas parlantes. Con nuestros diálogos inventados, calmamos la quemazón que implica ese silencio incómodo pero necesario para el sistema y la supervivencia de la monarquía.
Y aunque la serie temporada cinco se adentrará en territorios controversiales, recorridos por la mayoría, el silencio bien llevado podría solapar los ánimos caldeados de las masas que seguramente se enfurecerán por el accidente automovilístico de Diana y las teorías conspirativas subyacentes. Con todo, si la monarquía no se expresa en sí misma, las pasiones quedan en eso: chismes de pasillo.
Quizás el éxito de Queen Elizabeth II no radica en su buena genética sino más bien en su habilidad para ser paciente. A nosotros nos da envidia el silencio porque es don que no nos pertenece. Esta generación, con su tecnología y su rapidez, no puede estar callada.
Y así como los huevos revueltos tienen que ser blanditos, el té sin demasiada leche y la tocineta semi tostada, los británicos siguen prefiriendo que sus monarcas sean dioses terrestres y no sujetos de carne y hueso. Veremos, pues, hasta dónde dura la fiesta.
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Historiador, escritor y colaborador de The Wynwood Times