Por Aglaia Berlutti.
La mayoría de las mujeres adultas en el continente latinoamericano quieren ser madres o eso admiten con enorme naturalidad. No importa su nacionalidad o estatus social, la gran mayoría de las que ya lo son, celebran y dejan muy claro en toda oportunidad posible que la maternidad es con toda seguridad el momento más importante de su vida y más allá de eso, el centro de todas de todas sus aspiraciones futuras y personales. Nadie duda en admitir a viva voz, que tener un hijo es el momento más trascendental que vivirán y que su responsabilidad como madre, la meta más importante de todas.
Mi amiga P. no es la excepción: tiene treinta y dos años, un buen trabajo, un matrimonio estable. También es madre de tres niños. Desde que recuerde, esa fue su mayor aspiración y no se lo ocultó a nadie: en la adolescencia fantaseaba a menudo con ser madre apenas pisara la veintena y a diferencia de la mayoría de las mujeres del salón de clase que compartíamos, no tenía ninguna duda de que su destino incluía un bebé sonriente de mejillas rosadas. En una ocasión llegó a decirme que no concebía su futuro sin la maternidad. Que se sentiría “incompleta y sin objetivo” si no se embarazaba de inmediato.
Así sucedió: apenas abandonamos la Universidad P. se casó con su novio de toda la vida y dos años después, nacía el primero de sus hijos. Un año después nacían los gemelos que completaron el cuadro de felicidad conyugal. Nada parecía empañar la imagen de la familia tradicional de la que mi amiga disfrutaba. Eso, a pesar de la creciente crisis económica Venezolana y la presión que suponía lidiar no sólo con las exigencias de una triple maternidad sino su vida personal y de pareja. Pero P. siempre insistía en que “valía la pena”. Que a pesar de los sinsabores, los días desagradables y las noches sin dormir, la maternidad era un milagro que agradecía a diario haber recibido.
Nunca me creí del todo aquel florido discurso de autorrealización y estado ideal que me describía. No dudo que ser madre y esposa pueda ser una recompensa a cualquier esfuerzo, pero mi amiga está más agobiada que otra cosa. Con horarios extenuantes, un creciente número de exigencias diarias y sobre todo, una gradual pero sostenida pérdida de cierta identidad en favor de la maternidad, P. parecía desmoronarse en medio de una insatisfacción cada vez más evidente.
Comencé a preocuparme por sus estallidos de mal humor, sus arrebatos de pánico e ira. Por sus relatos sobre largas noches de insomnio, trastornos digestivos, ataques de llanto sin explicación alguna. Poco a poco, mi amiga parecía estar perdiendo el control no sólo sobre su vida personal – me habló sobre peleas matrimoniales, una distancia evidente entre su esposo y ella, largos períodos de incomodidad entre ambos – sino también, sobre todo lo demás. Me contó sobre su bajo rendimiento laboral, el enorme esfuerzo que le llevaba desempeñar su papel de madre al mismo tiempo que ser una mujer profesional y tener responsabilidades distintas a las domésticas. Por último, me atreví a sugerirle que quizás la maternidad y todo lo que conllevaba comenzaba a salirse de las manos.
Me escuchó perpleja, después disgustada y llegó a insinuar que como soltera, yo era incapaz de entender el delicado equilibrio y esfuerzo que requiere una familia. Cuando le expliqué que no se trataba de un ataque a la maternidad, se negó a escucharme y tuve la impresión se encontraba más agobiada que nunca.
– ¿Qué tipo de madre soy si no puedo lidiar con todo esto? –me respondió– toda buena madre puede con todo lo que la maternidad requiere. No sé porque tengo que ser la excepción.
No supe qué responder a eso. Y probablemente, no haya una respuesta clara a un tipo de exigencia semejante que se asume necesaria por origen. Después de todo vivimos en una sociedad donde se asume que ser madre implica un tipo de esfuerzo que toda mujer está preparada para realizar. Que no hay disculpas –ni tampoco justificación– para la debilidad, la incomodidad y el miedo en lo que a la maternidad se refiere. Que a pesar de la insistencia social donde ser madre es todo lo que una mujer puede soñar, la realidad dista mucho de ser ese paisaje idílico que se insiste en mostrar. Y que no asumirlo –o lo que es lo mismo, descubrir que la maternidad es algo más que un instinto natural– es un tabú. Un tema del que jamás se habla, en el que pocas veces se profundiza. Después de todo, la obligación de la maternidad o lo que es lo mismo, las innumerables y en ocasiones insuperables exigencias del hecho de ser madre, en ocasiones superan la mera fuerza mental y física de cualquier mujer.
¿Toda mujer que es madre es feliz? Es una pregunta difícil de responder, mucho más debido al hecho que no hay estudios ni investigaciones al respecto, como si la respuesta fuera evidente y sobre todo indiscutible. Para nuestra cultura, el estereotipo de la madre implica un tipo de abnegación y sacrificio que se da por supuesto y que de hecho, se asume que la mujer brindará sin incomodidad alguna. Para la Latinoamérica machista y tradicional, la posibilidad de que una mujer pueda sentir que la maternidad es una experiencia desagradable, que la sobrepasa y sobre todo, la limita no sólo es un pensamiento que se censura sino además, se castiga. Para buena parte de nuestros países, la mujer que es madre asume el hecho de aniquilar su personalidad y más allá de eso, de aceptar que esa desaparición de su mundo privado, es una forma de demostrar amor. Una idea confusa y hasta peligrosa que buena parte de las mujeres de la actualidad comienzan a cuestionar.
¿Qué ocurre además en Venezuela, con su altísima y preocupante cifra de embarazo adolescente? ¿Qué ocurre con la madre que apenas es una niña y debe renunciar a todos los elementos y ventajas de la juventud para educar un niño? ¿Cómo supera – si es que lo hace alguna vez – la eventual frustración, angustia e impotencia que puede generar la maternidad no deseada? ¿Qué pasa cuando una mujer que apenas rebasó los primeros años de la niñez debe enfrentarse a la carga de responsabilidades y trabajo que la maternidad lleva aparejada?
¿Qué ocurre en nuestro país, Venezuela, sumido en la peor crisis económica de su historia y las madres que deben luchar contra ella, sea cual sea su edad y situación económica? ¿Qué ocurre con las mujeres que son único sostén de hogar y tienen la obligación de llevar a cuestas la responsabilidad de la maternidad sin posibilidad de alivio o ayuda? ¿Dónde encaja el malestar hacia la maternidad, el miedo que provoca, quizás la angustia que supone las responsabilidades que desbordan en una cultura que educa al hombre para dejar la mayor parte de las responsabilidades domésticas en manos de la mujer? ¿Qué pasa con todas las mujeres para quienes simplemente la maternidad es un trayecto complicado y difícil que debe recorrer a solas?
¿Puede una mujer arrepentirse de ser madre? ¿Cómo afecta ese pensamiento luego de que la cultura insiste en el hecho de la maternidad como único objetivo y sobre todo, como el máximo objetivo que toda mujer debe aspirar?
Se tratan de situaciones que una cultura obsesionada que idealiza la maternidad, suele ignorar y minimizar en su real importancia. Casi nadie se pregunta en voz alta que pasa con las madres que descubren que la experiencia de la maternidad les resulta insoportable e incluso, directamente odiosa. Las madres de cualquier edad que se encuentran, agobiadas y aplastadas por una serie de exigencias que de alguna u otra formas, las convierten en víctimas de una idealización social y cultural de la maternidad que termina siendo una amenaza a su estabilidad emocional. ¿Se trata de un fenómeno común? ¿Existe alguna manera de cuantificar un situación que parece chocar de manera frontal con la interpretación que se tiene sobre la maternidad?
La socióloga israelí Orna Donath brinda respuestas a todos los cuestionamientos sobre la insatisfacción hacia la maternidad y esa vergüenza emocional que puede ser suponer, el hecho que una mujer se arrepienta de ser madre. Se trata de un concepto duro e incómodo que se analiza tan poco como para pasar desapercibido pero que ocurre con más frecuencia de la que se supone y que acarrea un tipo de daño moral y emocional a la mujer difícil de describir.
Donath dedicó más de dos años a la investigación sobre el tema: entrevistó a 23 mujeres que admitieron haberse arrepentido antes o después, de haberse convertido en madres. La socióloga no sólo analizó el hecho de la frustración que puede provocar la maternidad como un suceso aislado sino que comenzó a preguntarse en voz alta si en realidad, se trata de un sentimiento generalizado que se oculta y se menosprecia por considerarse tabú o vergonzoso. Al final, la experta recopiló el grupo de testimonios y las conclusiones que obtuvo al respecto en el estudio o Regretting Motherhood: A Sociopolitical Analysis, publicado en Signs Journal of Women in Culture and Society (diciembre, 2015). El conjunto de historias, las narradoras hablan sobre la frustración que les produjo la maternidad y más allá de eso, el costo emocional que supone admitir algo semejante. Por supuesto ni una cosa ni la otra está reñida con amor profundo que pueden experimentar hacia sus hijos: se trata de una situación compleja que abarca desde la vida personal de la mujer hasta su relación con su familia.
Una de las conclusiones más importantes del estudio es el miedo visceral que toda mujer siente hacia el castigo social que puede suponer admitir que la maternidad puede causar frustración, miedo e incluso directamente rechazo. Por supuesto, hablamos sobre una idea cultural sobre la maternidad que censura todo sentimiento y emoción negativa y ensalza la idealización de la capacidad reproductiva de la mujer, como un éxito biológico y social que debe celebrarse. En el estudio de Donath, se deja claro que la sociedad aún castiga con mucha dureza cualquier comportamiento que pueda interferir con la interpretación esa interpretación de la maternidad. Desde las solteras sin hijos hasta que la mujer que se arrepiente de serlo, existe un importante estigma social contra cualquier comportamiento o reflexión que se oponga a la idea de ser madre como evento natural e inevitable en la vida de una mujer.
Claro está, el estudio ni la posición del estudio de Donath cuestionan el indudable amor que una madre experimenta por su hijo, sino que analiza la perspectiva que una mujer admita que no estaba preparada la maternidad o que en sí, la experiencia de tener hijos no la satisface. No hay marcha atrás, tampoco una forma de consuelo concreta, pero la investigación de Donath ayuda a comprender que se trata de un comportamiento y sentimiento relativamente común y que romper el silencio, es una forma de aliviarlo.
Según la investigación de la socióloga, la mayoría de las mujeres que admiten en algún momento de su vida arrepentirse de ser madres, sufren un complejo sentimiento de culpa, que la lleva a cuestionar incluso su identidad de género. Eso, además que les lleva a reflexionar sobre sus emociones como algo aberrante y antinatural. Eso, a pesar que la mayoría continúa esforzándose al máximo para ser una buena madre, esposa y profesional. El choque entre ambos puntos de vista produce no sólo un enorme malestar sino también, la inevitable sensación que la maternidad es una carga personal con la que lleva enorme esfuerzo lidiar.
Según la psicóloga Carla Boyer, otra de las pocas especializadas que ha dedicado una investigación seria sobre el tema, las mujeres que se sienten frustradas debido a la maternidad sufren un tipo de rechazo social difícil de explicar. Una penalización tácita que insiste en señalar a la mujer como “débil o cobarde” porque es incapaz de sostener todas las responsabilidades que la maternidad supone. No importa su edad, educación o apoyo familiar, nuestra cultura asume que una mujer todos los recursos físicos e intelectuales para lidiar con la maternidad incluso sin ayuda, algo que Boyer encuentra preocupante. Según la experta, el estigma de la mujer que “no puede asumir la maternidad” hace que la mayoría de las veces las mujeres sean incapaces de explicar el real costo moral que les lleva afrontar la maternidad, lo que provoca que la frustración aumente y se haga insoportable. “vivimos en una sociedad que se mueve aplicando una doble moral: puedes sentir algo fuera de lo normal, pero mejor no lo digas. Esto es lo que nos enseñan desde la infancia”, concluye la experta con preocupación.
Madres desesperadas, angustiadas, insatisfechas, abrumadas por emociones cada vez más complejas y duras de superar. Un tabú secreto, la mayoría de las veces que se lleva como un secreto doloroso y más allá de eso, como una carga intelectual y personal difícil de manejar. Y no obstante, quizás sea su discusión pública lo que permita no sólo normalizar un hecho más común de lo que nadie supone y ofrecer consuelo – y en ocasiones, una solución más directa – a todas las mujeres que lo sufren en todas partes del mundo y a pesar de las numerosas diferencias que las separan entre sí. ¿Hasta qué punto este matiz de la visión ideal de la maternidad pueda permitir el disfrute a plenitud no sólo del papel como madre sino ofrecer soluciones reales al dolor que puede provocar?
Más allá del silencio de las madres que no desean serlo o las que sienten que la maternidad les abruma, hay una visión dura pero también poderosa: Una mujer falible, insegura, pero dispuesta a creer en la posibilidad que la maternidad puede ser algo más que una obligación social. Una percepción cada vez más realista sobre el deber social más controvertido con el que una mujer debe lidiar.
Bruja, fotógrafa y escritora.
Columnista en The Wynwood Times:
Crónicas de una feminista defectuosa