Por Jan Queretz.
Me resulta enigmático asimilar que todo ejercicio literario, por más pequeño o magnánimo que sea su intento, consiste en el rompimiento alucinatorio de paredes durísimas, prácticamente irrompibles, a fuerza de golpes y bramidos espirituales, sistematizados en una rutina de poco dormir y mucho soñar; en este contexto, la literatura consiste en un enfrentamiento obligatorio y sagrado, ejercida con la intención de encontrar, detrás del pasadizo creado a través de la roca quebrantada, una luz íntima en alguna parte.
Desconozco si otros escritores han tocado las paredes a las que me he referido o si han visto una imagen parecida; dudo si sería posible una semejanza. Intuyo que la esencia de la escritura –la sensación que nos conmueve al momento de sentarnos a escribir y crear; el enfrentamiento– tiene la capacidad para mutar y transformarse a voluntad, como un juego de espejos y ensoñaciones. Si el reto literario se me presenta como un conjunto de paredes invulnerables unidas a la necesidad insaciable de romperlas, para otro escritor, la esencia de la literatura puede radicar en el labrado de lienzos blancos, como un trabajo manual, físico, inspirado en la pintura, gracias al uso de distintos colores y formas verbales. Para otro, la escritura quizás consista en trabajar, solo los fines de semana, jardines literarios, inicialmente despoblados, necesitados de orden y cuidadosos embellecimientos. Las maneras en las que el reto literario puede constituirse en la imaginación son infinitas, así como lo son también las formas de expresión literaria.
Esta idea: cada escritor tiene adentro el mito fundacional de su escritura y en él debe perderse con la obligatoria misión de nunca encontrarse. Solo así, en el camino inconmensurable y extraño de la literatura, esta multiplicidad de teorías imaginativas hallarán fuerza en el mundo y surgirán, únicas e irrepetibles en lo más hondo del escritor, para resonar sus sabidurías contradictorias y en extremo complejas, y asentarse por fin en la historia universal de las palabras. Ansío una antología donde se reúnan los mitos fundacionales de todos los escritores vivos: ¿qué sienten al enfrentarse a la necesidad de escribir: discordia o felicidad; condena o camino?
Para mí, que tengo la oportunidad de exponer, en este espacio, breves reflexiones sobre el hecho literario, la pregunta me plantea dificultades exageradas. No encuentro sino una sola palabra para contestarla y no es ninguna de las propuestas. No se trata de estados de felicidad o sentimientos de discordia, ni de libros como largas condenas o caminos como proyectos escriturales. La única palabra que siento para responder esta pregunta es “Luz”.
Luz como rayos de sol colándose entre las ramas de un bosque crepuscular. Luz como orientación, como espasmo solar, luz como íntima ponderación, como capricho de sombra. Luz atrapada detrás de paredes textuales, luz de significaciones narrativas y poéticas.
El mito fundacional en el que he nacido inicia siempre con una habitación oscura, sabiamente encerrada, perfecta en su ejecución constructiva. Estoy frente a mi mesa de escribir, al lado de una lámpara encendida que ilumina el papel o el teclado. Son, como todos los días, las cuatro y media de la mañana. A través de los años he descubierto que el límite de la madrugada es la hora más viva para enfrentarme a las paredes. Pronto amanecerá y el día entrará en el tumulto descomunal del trabajo físico y de las horas en familia. Mejor escribir en silencio.
En la soledad le hallo nuevos nombres al tiempo… Algarabía… Pulcritud… Ternura… Asentamiento… Renombrar la realidad es una forma de practicar la literatura. Entonces la pared aparece frente a mí y comienzo las largas horas de trabajo. La mínima luz de la lámpara ilumina las texturas de la pared, amplifica las rugosidades y entiendo que nunca será fácil corroer siquiera un mínimo agujero.
Necesito la luz que espera, como un relato sórdido, detrás de la pared.
No sé qué forma tendrán los rayos que anhelo. No sé si será esta vez una verdad de vidas enhebradas en un cuento fantástico o una historia de épicas sin movimiento como un largo poema narrativo. Romper la pared y observa la luz que aguarda detrás es más importante que respirar o comer. Vivir es escribir sin límites.
Hace dos meses y tres días, después de mucho golpear una de las paredes más fuertes a las que me he enfrentado, vislumbré una demencia destinada a incrementarse hacia una posible novela: a través de una de las grietas creadas por mis golpes escriturales pude ver la luz de dos amantes unidos durante toda la vida. Para levantar la emoción quebrada de los tantos años compartidos decidieron, una mañana, nunca haberse conocido. Se despidieron. Así, dejarían que los mecanismos de la casualidad los obligara a encontrarse alguna vez, quizás.
La primera grieta de esa pared me ocupó cinco horas. De esa luz solo pude sacar la idea inicial que he relatado. Sabía que, de continuar, una novela se armaría en mi mente con todos los detalles necesarios para su culminación: nombres, situaciones, frases. Pero no pude. Cansado de pensar y de golpear la pared, abandoné el trabajo, cerré el documento y me entregué al vacío fácil del internet.
Error.
Al día siguiente, cuando volví para continuar el rompimiento de la pared, me di cuenta de que una nueva construcción había cegado los agujeros creados y que todo el trabajo y los puños que choqué contra el material fueron en vano. Los detalles de la novela, la luz, se me esfumaron y hasta ahora no he podido recuperarme de la pérdida. Lo lograré, pero perdí la oportunidad de aferrarme a algo maravilloso.
Error. Mi error. No continué la lucha y ahí se resumen mis fallos descomunales. He sido partícipe del triunfo del fracaso. La literatura y sus oportunidades me retaron. Y perdí por escoger lo superficial, lo fácil.
Adiós, Internet.
Pero también gané una reflexión valiosa: escribir es continuidad, un remolino de caos constante, paredes que necesitan romperse en el momento justo, porque luego crecerán inconmensurablemente más fuertes y su destino será el olvido y el arrepentimiento.
Escritor y poeta venezolano.
Columnista en The Wynwood Times:
Literatura viva